EL DESPERTAR

 


Al despertar esta mañana me di cuenta que estaba muerto.

   Lejos de asustarme, sentí que no había mejor manera de empezar el día. Había muerto, y si así había sido, es porque así tenía que serlo. No me pregunté el cómo, el por qué, el cuándo. Lo supe de toda la vida y punto. Fue extraño, y a la vez natural. Podía percibir mi alrededor como siempre, pero sin la pesadez del contacto con mis funciones motoras, con mis órganos, con mis sentidos, con mi cuerpo. Era algo así como estar suspendido en el espacio, como flotar en un océano de aguas imaginarias, como volver al útero materno.

   Estaba muerto. Simplemente lo supe. Y no me molestó. Por el contrario fue un alivio desligarme de las ataduras de la vida diaria, de los problemas nimios, de los contratiempos inocuos, de las discusiones estériles. Ahora todo se trata de luz, de calma y de paz. Iluminación pura. Toda una existencia apuntando hacia ella sin siquiera arañar la superficie, y ahora que el fin de todo lo que es ha llegado, siento que sólo es el principio de lo que buscaba. Apartarme de las tinieblas, avanzar hacia lo imperturbable, rumbo al éter mismo de lo incorpóreo, de la trascendencia y lo que no puede verse ni tocarse.

   Mi habitación ya no es real. Mi cama, mi ropa, mi espejo. El living, la cocina, el baño. Mis muebles, mis libros, mis cuadros. Nada importa.

   Mi lazo con otros seres ya no es real. Mi familia, mis amigos, mis amores.  Los vecinos, los compañeros, los profesores. Mis mascotas, mis plantas, mis espíritus. Nada me retiene.

   Los lugares que fueron importantes ya no son reales. Mi colegio, mi universidad, mi trabajo. La casa de mis padres, el cementerio de mis abuelos, el jardín de mi novia. Mi club, mi biblioteca, mi cine. Nada me ata.

   Todo queda atrás. Todo está superado. Consumido por la vida misma que se fue, dejando paso a este sentido de universalidad, este estado inanimado, esta conexión con lo eterno.

   Tan sólo quiero volar, flotar, elevarme. Ver, descubrir, sentir qué es lo que hay más allá. Qué me está esperando desde el inicio de los tiempos. Qué me guiará hacia mi nueva forma. Ese otro mundo está allí fuera, esperando por mí, aguardando a que definitivamente me despegue de todo lo que fui. Que salga por esa ventana, me proyecte místicamente, y me desplace sobre el vacío que reina allí abajo, buscando esa luz eterna que se asoma en el horizonte de todos nosotros.

   Me asomo a esa ventana. Miro el cielo, el amanecer, las nubes. Los colores, los sonidos, los aromas. Siento que eso que me llama es el paraíso. Me alzo. Hacía allí me dirijo. Es hora. Deseo hacerlo. Ahí voy…

*   *   *

   - Buenos días, Gutiérrez.

   - Buenos días, comisario.

   - ¿Décimo piso?

   - Sí, comisario. Joven, veintisiete años, soltero. Sin rastros de violencia, ni lucha. No forzaron la cerradura, no hay rastros de otras personas en el departamento. El perito evalúa suicidio. Pero ya hablamos con la familia, la novia y los vecinos. Todos lo descartaron. “Sonámbulo”, dijeron. Al parecer, de toda la vida.

   - Pucha. ¡Qué manera de mierda de empezar el día!

ALEJANDRO LAMELA.-


CURIOSIDADES: EL OLVIDO

      Este es uno de esos cuentos que ha mutado muy sustancialmente. En principio, ha tenido una fuerte influencia de otro cuento clásico de terror (del que lamentablemente no recuerdo el nombre ni la autoría, algo impropio de un escritor tan detallista como yo).

   El cuento al que hago referencia es el de una persona completando un inmenso rompecabezas en una cabaña en una noche de tormenta, y a medida que avanza sobre la realización del mismo se va dando cuenta de que el rompecabezas es su propia cabaña, y que él mismo aparece en las piezas, mientras las formas se van agrupando; hasta que la última pieza le revela un rostro extraño a través del vidrio de la ventana, y lo último que escucha es el ruido de un vidrio al romperse.

   Un cuento de terror que lo tiene todo, y a la vez es super simple. Generalmente, los relatos que tienen simpleza a la vez que multiplicidad de sentidos y significados (cuando no, concreciones) me apasionan y quedan golpeando y rebotando dentro de mi psiquis por mucho tiempo. Creo que esos rebotes son los que hacen que la idea (inspirada u original) vaya cambiando de forma con cada golpe, transformándose en algo nuevo, mutando, variando, hasta perder completamente su sentido. O casi.

   Justamente ese “casi” es el motivo del que me siente a escribir las curiosidades de cada uno de mis cuentos publicados (eso, y dejar algún testimonio de cómo se fue realizando mientras todavía lo tengo fresco en la memoria).

   Originalmente la idea del cuento iba a ser sobre la memoria, pero con un plano más cercano al terror. Una persona que progresivamente va olvidando todo, en la medida en la que empieza a familiarizarse con un rostro que ve a través de la ventana. Quizás con un final en el cual ese rostro siga siendo extraño, pero venga “a buscarlo”, quizás fuera su propio rostro (esta idea era la más firme y sobre la cual tenía toda la intención de realizar el cuento) o quizás… siempre hubiera sido un rostro conocido.

   En esos tiempos estaba extremadamente vago para escribir (sigo en esos tiempos), y es por eso que a veces los textos en mi mente (o en pequeños fragmentos de papel con brevísimas anotaciones) pasan un tiempo excesivo de mutación. Pero me gusta, me encanta, suena a conveniente, aunque es todo lo contrario: para una persona extremadamente puntillosa y previsora como yo, dejar que una idea o un texto “respire”, mute, crezca y vaya abriéndose camino hasta llegar a las palabras escritas, es algo muy relajante (y una idea cercana a aquellos que creen que las almas ya existen hasta que se abren camino al momento justo de encarnarse en un cuerpo y nacer… aunque debo reconocer que yo difiero mucho de esta creencia).

   En definitiva, el cuento estaba ahí, listo para ser escrito. Pero pasó la vida misma. Bárbara Quevedo (mi pareja en ese momento, y al mismo que escribo estas líneas), tenía una historia de vida con ciertas conexiones con esto que quería expresar. Su abuela (probablemente la persona que más quiso en su niñez/adolescencia/juventud), a quien ella llamaba siempre “la Chola”, tuvo demencia senil los últimos años de su vida.

   Cada vez que Bárbara hablaba de su abuela, estaba esa mezcla de cariño, agradecimiento, alegría y emoción, aunque condimentada con cierta amargura. Esos últimos años, para una persona tan fuerte (como ambas), debió ser muy duro, y muy ingrato (me hizo recordar las últimas semanas de vida de mi abuela Lina, sufriendo internada en una clínica, sin ninguna esperanza de salir adelante).

   Creo que fue esa mezcla de sensaciones que me transmitió Bárbara, toda esa dicha por haberla tenido y toda esa pena porque ya no esté (y por la forma en la que se fue “yendo”), la que una noche antes de dormirnos mientras conversábamos en la cama, me dio el puntapié necesario para decir “tengo que escribir el cuento sobre la memoria, pero no va a ser de terror, sino que va a ser de amor y tristeza, pero nunca en partes iguales, aunque lamentablemente el último sabor que a uno le queda en la boca ciertamente influye sobre todo lo demás”.

   No pasó mucho tiempo hasta que lo escribí. Debía ser una pareja, debían ser ellos rompiendo tiempo y espacio, viniéndose a buscar mutuamente (hay algo de Interstellar de Christopher Nolan, y algo de los cuentos cíclicos de Jorge Luis Borges).

  Sobre la marcha (y fiel a ese martilleo metódico y progresivo del tiempo sobre las acciones que tanto me caracteriza), surgió lo de ir avanzando sobre las “pérdidas” de la protagonista mes a mes, aspecto a aspecto de la vida, recuerdo a recuerdo. Y la mirada triste y resignada (o no tanto) del otro protagonista frente a lo que ve desvanecerse ante sus ojos (¡ahí está el título!). Alguien que deja de ser, en la medida en la que aún es, sin dudas refleja una de las grandes tragedias de la vida.

   El relato debía ser breve, en parte porque necesitaba esa fuerza efímera, en parte porque tenía pocos relatos breves para concursar en los certámenes, y en parte porque estaba/estoy en un momento de extrema vagancia para escribir. No obstante, una vez que siento que la historia debe ser contada, pues, la historia debe ser contada.

   El final fue dificultoso. Hasta que la protagonista se “va” definitivamente (esta última palabra también debería estar entrecomillada) todo fluía, y en cierta medida iba y venía de imágenes de parejas pasando sus vidas en cabañas en la playa alejadas de todo lo demás (la idea del mar y su movimiento constante, dando esa impresión tanto de belleza eterna como de terrible inevitabilidad, me cautivó profundamente, así como la arena, formando y deformándose, y erosionando… fascinante), de la idea original del cuento de terror, de la historia de “Chola” (o mejor dicho, de las sensaciones de todo ese amor comprimido en la dureza de la vida y un final injusto para todas las partes). Y al mismo tiempo quise subsanar algo.

   El momento del protagonista, el despertarse, el entorno todo lo blanco, cambiar el mar por el bosque (otra idea tanto de frágil belleza como de constancia de la vida luchando contra todas las condiciones adversas para abrirse camino), y esa idea de que ella lo viene a buscar.

   Pero ella ya no está. O sí. ¿O cómo?

   Si él fue quien la paso a buscar antes, cuando en realidad físicamente lo tenía a su lado, ¿cómo podía ser a la inversa ahora? ¿O acaso él se fue primero, en circunstancias que impedían que ella estuviera a su lado en ese momento, y luego se encargo de ir a buscarla a ella, en un acompañar cíclico eterno a través de las vidas empalmadas de ambos, donde no importa quién partió primero, sino que siempre el otro estuvo ahí (desde el pasado, o el futuro, o ambos o ninguno) para mostrarle el camino, apartar las tristeza, el miedo, la nebulosa, la falta de memoria que nunca llega a borrar todo…? O ninguna opción de todas estas.

   Muchas preguntas. No se la respuesta. Siempre tuve la idea cíclica del cuento, al menos desde que dejó de ser uno de terror, y buscó enfocarse más en otro aspecto, más humano pero igual de efímero como todas las cosas. O no todas las cosas.

   Capaz realmente hay cosas que no son efímeras si tienen tanto poder de romper tiempo y espacio.

   En fin, querida “Chola”, aunque no te haya conocido en persona, conocí la parte de vos que vive en Bárbara, y te agradezco por eso. Todo lo demás, sólo vos lo sabés, pero capaz lo quieras compartir con nosotros cuando llegue el momento. Ya veremos.-

 

ALEJANDRO LAMELA

 

EL OLVIDO



   El primer episodio sucedió en una tarde de abril, de esas en las que el viento proveniente del océano era más frío que el aire que se respiraba en la costa. Ambos llevaban un buen rato meciéndose en las sillas del pórtico, de cara a ese mar que iba poniéndose más gris con el paso de los días, rememorando cuándo había sido la primera vez que ambos estuvieron frente a él, tantos años atrás que uno pensaría que ya no lo recordarían. Pero Norberto sí lo recordaba (ese viaje lejos de todos, dejando detrás una vida de encierro en la ciudad, esa esperanza de mejorar su entorno, ese descubrirse nuevamente como pareja, esa sensación de hallarse a uno mismo). Su habitual sonrisa de oreja a oreja, esa que ella tanto amaba, surgió con naturalidad. Recordaba todo. Emilia, en cambio, no. Por la expresión de su rostro y el tembloroso intento de explicar ese vacío en su memoria, no sólo no hallaba el recuerdo que Norberto tenía aún tan fresco, sino que parecía jamás haber acontecido. La tomó de la mano, y ambos interrumpieron la charla. La preocupación fue lo único en lo que pudieron pensar.  

   La segunda vez fue aún peor. Mientras ambos cenaban en el interior de la casa, y escuchaban a millones de pequeñas partículas de arena estrellándose contra las paredes externas, empujadas impiadosamente por el viento de mayo, Norberto percibió cómo Emilia se desmoronaba internamente al tratar de rememorar el nombre del tío que alguna vez le había hablado sobre el poder de la erosión en los elementos, hasta llegar a cuestionarse si había sido ese tío quién se lo había dicho, e incluso si alguna vez tuvo un tío. Norberto lo tomó con calma. Tanta como pudo, hasta que la miró a sus ojos, esos maravillosos ojos aperlados que tanto lo cautivaban, y percibió que la lucha por recordar se había transformado en un pánico creciente que no sólo se había devorado al tío y su anécdota, sino mucho más también, al punto en el que Emilia le tomó las manos con desesperación y le dijo: “Creo que ya no recuerdo el rostro de mi madre”.

   Los siguientes meses fueron un pasaje de ida sin retorno hacia la nada. Junio y sus lluvias constantes se llevaron todo recuerdo de su infancia y adolescencia. Julio los obligo a recluirse en la casa de madera sin salir, dejando fuera de la memoria de Emilia el recuerdo de cada empleo que hubiera tenido alguna vez. Agosto hizo lo mismo, pero con sus amigos. Para septiembre, la tenue esperanza que Norberto tenía sobre el resurgir desde la naturaleza (el cambio de ciclos, el permanente renacer del cosmos), chocó con la terrible realidad de que Emilia no recordaba absolutamente nada de lo acontecido más de cinco años atrás.

   Los médicos desfilaron ante ellos, también los sacerdotes, incluso algún charlatán (para Norberto, los anteriores también lo eran en última instancia, pero su desesperación por intentar ayudar a Emilia le hacían romper sus propias convicciones). Con ellos pasaron las semanas que componían octubre y noviembre. Y cada una de ellas se cobraba un precioso recuerdo en la mente de su esposa. Los charlatanes también cobraron (incluso los sacerdotes), pero nada que no pudiera reponerse. Lo que Emilia pagaba, no regresaba nunca más.

   El verano trajo el calor, las gaviotas, el hermoso aire purificado y la necesidad de salir a disfrutar de todo ello. Pero fue imposible: Emilia había olvidado cómo caminar en diciembre; cómo comer por sí misma en febrero; pero la mayor desesperación fue la llegada de marzo.

   Postrada en su cama, con esa mirada entre perdida y angustiada, en ese limbo entre este mundo y otro al que Norberto no la podía acompañar, Emilia iba y volvía en fragmentos de tiempo cada vez más espaciados de cordura, y más inundados de nada. Llorar, rezar, maldecir le habían servido de poco a Norberto. Ya sólo se resignaba a disfrutar de esos pequeños momentos en el día (siempre ni bien se despertaba, y siempre justo antes de dormirse) en los que Emilia aún lo reconocía, se le llenaban los ojos de lágrimas (así como el corazón de amor), y un segundo antes de desaparecer, todo se veía devorado por el miedo.

   Llegó el día en el cual ni eso le quedó. Pese a lo intentos de Norberto por explicarle quién era él, mostrándole fotos de toda una vida juntos, leyéndole una carta que meses atrás ella se había escrito a sí misma por si ése fatídico momento llegaba, todo caía en el remolino interno del que Emilia ya no podía salir, repartiendo su tiempo entre estados catatónicos y momentos de desesperación por no saber dónde estaba, quién era ella, ni porqué había un hombre desconocido a su lado. Fue, sin dudas, el peor día en la vida de Norberto. Hasta ese último y extraño instante, ya caída la noche, en el que Emilia habló por debajo de las sábanas donde encontraba algo de alivio a tanto terror, mirando hacia la ventana que daba al mar y dijo: “Sí, conozco esa sonrisa… tu rostro me parece familiar, a ti si te conozco; tienes razón, es hora, vámonos ya”.

*     *     *

    Norberto se despertó sobresaltado, tiritando en el mar de su propio sudor. No sabía qué lugar era ese de sábanas tan blancas como las paredes y el piso. No sabía cómo había llegado a ese sitio que al parecer estaba rodeado de bosques, lleno de árboles de los cuales se desprendían hojas secas y caían en una alfombra formada por muchas de ellas, según lo que podía ver a través de la ventana. No sabía qué había pasado hasta ayer mismo, ni siquiera cuándo había sido ayer… ni quién era él. Sólo supo que una mujer también vestida de blanco se acercó y se esforzó por calmarlo, intentando esbozar una explicación que él no entendió, suministrándole una inyección de no sabía qué, y devolviéndolo a un sopor similar a aquel del que recién había salido. Similar salvo por algo. Esa figura, que estaba parada al otro lado del vidrio, mirándolo con esos calmos ojos aperlados, la que con gestos pausados y compasivos lo invitaba a ir con ella. Esa figura a la que Norberto le dijo: “Sí, conozco esos ojos… tu rostro me parece familiar, a ti si te conozco; tienes razón, es hora, vámonos ya”.


ALEJANDRO LAMELA


CURIOSIDADES: CULTIVANDO EN CHERNOBYL


   Algo realmente curioso pasa con este cuento. Habiendo nacido a principios de los años 80s, me tocó tener cierta nebulosa comprensión de lo que fue el desastre de la explosión en la central nuclear de Chernobyl. No es que me lo hayan explicado científicamente en ese momento, o que los informes de los noticieros fueran muy claros sobre lo que había pasado (al menos, no lo eran para un niño de 5 años). Pero es indudable que de alguna manera ese suceso quedó grabado en mi memoria porque siempre llamó mi atención y pareció (tristemente) fascinante lo acontecido.

   Quizás era el germen de mi antihumanismo en una conciencia aún de niño, rudimentaria, sin pulir… quizás fue el miedo, el enojo, la tristeza de ver cómo la mano del ser humano (su avaricia, y también su estupidez) podían destruir lo que la naturaleza tan sabiamente había creado.

  En fin, siempre me llamó la atención y, con el paso de los años, cada vez que surgía alguna nota en los medios sobre el aniversario o alguna investigación sobre cómo esa área inhabitada seguía existiendo lejos de la presencia humana, la miraba o leía totalmente absorto, sin llegar a comprender del todo porqué me generaba tanta atracción.

   Unos cuantos años antes de escribir el cuento, leí un artículo periodístico que hablaba sobre cómo era la vida silvestre en la zona prohibida para los humanos: desde las jaurías de perros salvajes que no podían ser tocados por los cuidadores militares de la zona de exclusión, así como el peligro siempre latente de esa bóveda que parecía tener en sus entrañas los secretos más oscuros de lo que el ser humano es en esencia: la peor puta mierda que podría habitar jamás este planeta.

   Años después, otra nota me generó aún más interés: al parecer, la vegetación se había regenerado mucho más rápido sin la presencia humana de lo que lo haría en otras latitudes en las cuales nuestra especie estuviera presente ¡Aún a pesar de toda esa inmensa y destructiva radioactividad!

   Ahí fue cuando dije “acá hay un cuento que contar”.

   Paso un tiempo, no mucho. Inicié mi relación de pareja con Bárbara Quevedo (una relación de amistad que mutó con el paso de los años, sin necesidad de material radioactivo), y un día (sumergido en muchísimos conflictos personales, producto de mis ya innegables deficiencias afectivas), me salió decirle una frase que resumía cómo me sentía estando con ella (aunque no recuerdo si la primera vez que la pronuncié en voz alta fue en su presencia o en terapia; para el caso, da igual): -“siento internamente que estar con vos es intentar cultivar en tierra arrasada… cultivar en Chernobyl”.

   Sí, fascinante metáfora. Realmente se sentía así. Años y años de soledad, de abandono emocional autoimpuesto, de anhelo de compañía compatible, me hicieron sentir internamente que tenía toda una zona de exclusión que dejaba fuera toda presencia humana que pudiera acompañarme sentimentalmente en este camino. Pero Bárbara persistía tozudamente en seguir ahí (primero como amiga, luego como pareja… lo cual demuestra que la tozudez y/o estupidez humana no tiene límites).

   Pero no estaba ahí simplemente por estar, o por un rato (como los turistas a los que ya se les permitía visitar las ruinas cercanas a la central nuclear ahora ucraniana). Ella estaba ahí permanentemente… cultivando.

   Cómo se le ocurrió que podría haber vida aún debajo de esa superficie no lo supe y no lo sé al momento de escribir estas líneas. Supongo, como ya se lo dije más de una vez, que vio algo que no vio nadie más.

   Entonces se sumaron: Chernobyl, Bárbara, mi necesidad de darle forma a esa fascinación infantil por un lugar terriblemente asolado por la mano del hombre, y mi deseo de hacer justicia con esa persona tan especial que insistía por todos los medios sacar algo bueno de esa tierra herida, y hacerla rica en vida nuevamente.

   Así surgió “Cultivando en Chernobyl”.

   Utilicé un gerundio, porque es algo que creo que hizo, hace, y hará (pase lo que pase con nosotros) por muchísimos años, ya que (al igual que la radiación) los daños nunca terminan de repararse realmente.

   El cuento tenía que ser protagonizado por una pareja (nosotros), tenía que ser en ese lugar tan único (Chernobyl, aunque luego comprendí que los poblados llevaban otros nombres), tenía que ser la mujer quien hiciera la tarea pesada (Bárbara) y tenía que ser el hombre quien estuviera y no estuviera a la vez (yo), en una mezcla de lucha, amor, agradecimiento, desafío, locura, estupidez, cariño, vínculo, eternidad, incomprensión, y todo lo que le surja al lector mientras lee el cuento.

   Bueno, creo que tiene todo eso. Y obviamente esa vuelta de tuerca que suelen tener mis cuentos. También está la presencia de los otros, el resto de los humanos, no entendiendo.

   Nadie entiende mucho sobre cómo nos llevamos, y es mejor así. Yo no entiendo mucho cómo se llevan los demás, y cada vez me importa menos. Pero la “cabezadura” es ella (aún siendo yo descendiente de calabreses), la que sigue zapando la tierra, sigue confiando en que algo mágico hay en este lugar, aún a riego de que nadie la entienda, aún a riesgo de desperdiciar su vida en la tarea. Pero algo hay ahí abajo que hace que la tierra se regenere más allá de lo que uno puede entender.

   En fin, lo curioso es que lo escribí, se lo mostré, le gustó (creo), lo leí en una radio gracias a un certamen literario en el que el cuento logró una mención de honor (y hablé al aire sobre el mismo). Pero en medio de todo eso surgió una serie de TV muy buena, que se ganó muchos premios y fue alabada por la crítica. Y yo dije “la puta madre, todo el mundo va a pensar que el cuento lo escribí motivado por la serie”: Pues sí, o no, no importa.

   Lo que importa es la tierra. Y quien la cultiva.

   Gracias (cabezadura).-


CULTIVANDO EN CHERNOBYL



Para Bárbara, con cariño.-

   Al doblar sus rodillas, sentía crujir levemente los huesos. Cuando se inclinaba sobre la tierra, su cintura le recordaba los años de duro trabajo transcurridos. Cada vez que sus manos aferraban una mata de pasto rebelde, sus dedos le avisaban que no podrían seguir haciéndolo por mucho más tiempo. El tiempo parecía detenido en su pequeña finca, pero sólo en apariencia.
   Esa tierra dura, áspera, semi congelada en ocasiones, daba la impresión de no sentir ninguna empatía por ella y su marchito cuerpo de campesina. Pero ahí estaba, día tras día, labrando su huerta, afanándose por lograr que la vida surgiera en lo que debería ser un páramo desierto. Debería… pero no lo era.
   - Estas hierbas rebeldes son lo más molesto que conocí en la vida… No, no más molesto que tu perpetuo mal humor, antes de que te justifiques sin sentido- dijo, sin apartar sus ojos del suelo.
   El viento frío acariciando gélidamente su rostro cuajado de arrugas fue lo único que obtuvo por respuesta. Hizo una mueca. De complicidad, de desagrado… nadie podría decirlo. Quizás ambas. Una más que otra, alternando según el día.
   - El clima – reflexionó con un fuerte acento, mezclado con un tono resignado- es lo único que no ha cambiado. Decían que todo iba a cambiar… “¡Vete Varvara, vete de esta tierra, todo se perdió, ya no hay nada aquí, nada vivo, nada por lo que quedarse…!” Pfs, ¡estúpidos! creían saber más de mí que yo misma… si me hubieran conocido realmente jamás me hubieran dicho esas tonterías -retumbó su voz en las cercanías del huerto, rebotando en las marchitas paredes de su humilde casa que llevaba décadas sin beber una gota de pintura.
   Observándola lánguidamente, algunos pájaros solitarios posados sobre el desvencijado tejado parecían avalar sus argumentos.
   - Esta es mi tierra, mi lugar en el mundo, mi alma está enterrada en este suelo -se quejó en voz alta-. No puedo llevarme mi tierra conmigo… Ni quiero.
   Se enderezó con gesto rígido. La cintura le recordó que era algo siempre difícil. Miró a lo lejos, se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando sin protección alguna sus cabellos blancos, tan blancos como la nieve que llegaba y cubría todo en cada invierno. La nieve tampoco había cambiado. Quizás cayera radioactiva, pero no había matado sus cosechas, a diferencia de lo que todos los que se fueron decían que sucedería tarde o temprano. Y, sobre todo, no la había matado a ella, (otra profecía precoz, y también incumplida).
   - A veces pienso que lo único más duro que zapar esta tierra era quitarte una idea de la cabeza. No te fuiste el día que pasó el desastre, no te fuiste cuando los militares quisieron persuadirte a punta de rifle, y no te fuiste cuando nos quedamos solos -rememoró con una extraña mezcla de orgullo y reproche-. Siempre dijiste que aquí naciste y aquí te morirías. Siempre fuiste un hombre de palabra…
   Con un enojo poco disimulado, tiró su pequeña pala contra el suelo, entre sus hortalizas y el improvisado canal de riego. Caminó lento y dando tumbos, bamboleando el peso de su cuerpo entre una pierna y la otra, hundiendo en la tierra sus zapatos remendados cientos de veces, su espíritu de igual manera otras tantas. Lavó sus manos en el aljibe que aún no se había congelado. Las miró: duras, fuertes, heridas por los años. Sintió cansancio y aceptación, lo mismo que siente cualquier sobreviviente. Levantó la cabeza y le habló con fuerza al viento:
   - Treinta años y seguimos aquí, yo hablándole al aire y tú dándome la razón callando… mal que te pese… -sonrió con un atisbo de amargura, revoleando los ojos en sus órbitas, en un gesto tanto de ternura como de cómplice locura.
   Llevó su mirada hacia las afueras de sus tierras, más allá de los límites, al camino plagado de malezas y vehículos abandonados, camino que llevaba tiempo sin ser visitado. Ni por alguien que lo usara para llegar, ni por alguien que lo usara para irse. Tierra de nadie. O casi.
   - Esos idiotas que vinieron con sus aparatos, sus uniformes, su maldita Ciencia… ellos fueron originalmente los culpables de todo: buscaban “progreso” y trajeron destrucción, miseria… muerte -giró la cabeza hacia un costado y escupió-, no tenían interés en darme la razón, sólo querían saber por qué ellos no la tenían… “no es posible que sus verduras no estén contaminadas… hay veneno en el aire… el agua no se puede consumir… la tierra no se va a regenerar… la radiación esto… la radiación aquello…” radiación… ¡pfs! -bufó divertida y hastiada- por suerte ya perdieron las ganas de venir a molestar. A mí, principalmente, tu no tuviste que lidiar con ellos. Mejor, hubiera sido para peor si entendieran lo que yo entiendo… continuarían viniendo.
   Tomó una de las pequeñas sendas hacia el centro del huerto, dejando detrás las líneas de verduras, levantando un poco de polvo en algún tropiezo involuntario que casi le cuesta estrellarse contra el piso. Llegó a su destino, al levemente perceptible túmulo que se ubicaba justo en el centro del huerto, sin ningún tipo de marca o distinción. Miró al suelo con unos repentinamente suaves ojos lagrimosos.
   - Nunca nadie entendería que la respuesta a todo eras tú… para quedarme después de la explosión, para compartir en soledad esos años sin nadie más aquí que nosotros mismos, para soportar la enfermedad que no tardó mucho en llevarte, para enterrarte en la tierra que tanto querías… y para seguir protegiéndome desde ella, manteniéndola sana, purificando el agua, cuidando los cultivos, evitando que el veneno se apodere de este lugar… -sus ojos no contuvieron el llanto, ese que se filtraba sólo una vez al año, y que le daba calor líquido a sus arrugadas mejillas de anciana.
   Volvió a doblar sus rodillas, sin reparar ya en el dolor o las molestias. Estiró su mano y acarició la tierra con infinita dulzura, entregándole a ese suelo duro e inverosímilmente fértil todo el amor que no lograban expresar sus palabras. Y simplemente dijo:
   - Feliz aniversario… seguimos cultivando juntos.
  
ALEJANDRO LAMELA.-


A las Puertas del Anochecer: “Sangre del venado herido: solo eso me verás beber"






            Estrella de cinco puntas. Invocación a los espíritus más subterráneos del inframundo. Dicen que, para llamarlo, o mejor dicho, para que acuda indefectiblemente a nuestro llamado, hay que depositar un corazón palpitante, recién arrancado, sobre cada una de las puntas, mientras se recita un pasaje encriptado de la cábala, aquel que maldice en arameo el nombre secreto de dios.
O, en el caso del libro que recopila estos cinco cuentos, conjurado con el nombre de “A las puertas del anochecer”, más bien desmigajar un corazón en cinco partes, prenderlo fuego, drogarse con el incienso dulzón que se levanta de sus cenizas.
Corría un rumor, en el siglo XIX, entre los contemporáneos del violinista Niccolo Paganini. Decían que el genio compositivo y la destreza del músico eran consecuencias de una misma causa: le había vendido el alma al Adversario (eso es lo que significa la palabra Satán, en hebreo)
¿Le habrá vendido Alejandro Lamela, autor de este libro que subyace rasgando las paredes de la cripta de tinta y papel bajo el subtítulo “cuentos fúnebres”, su alma al diablo, para obtener semejante resultado? Habrá que desarmar el pentágono carbonizado con forma de libro  y atravesar de lado a lado la experiencia de la lectura para averiguarlo.


De cuerpo presente

            En “El cuerpo”, Alejandro arranca pisando quinta. Aunque el acelerador de partículas esté escondido. Y el bólido que arranca chispas al pavimento esté camuflado como una habitación fúnebre.
Una habitación en la cual literalmente se vela a un difunto y el tiempo parece pasar como a través de relojes de arena milenarios o cantidades astronómicas de manteca rancia, como suele ocurrir en esas situaciones.
Y en el medio del absurdo trágico que resulta ser la muerte, un niño carga con la culpa de no poder llorar al occiso. Distraídos con las reflexiones del joven, los lectores no somos conscientes de que el acelerador se ha puesto en marcha y de que el relato, progresivamente, nos recorre la piel. Sin que podamos evitarlo, se nos van erizando los pelos. Lentamente. Muy lentamente.


Oremos a la diosa Nyx

            Según los mitos griegos, la Noche es una de las diosas más antiguas. El poeta Hesíodo asegura, en su Teogonía, que Nyx fue madre de Destino, Desesperación, Muerte, Sueño, Delirio, Destrucción y Deseo (algo que el otro poeta, Neil Gaiman, a comprendido a la perfección), entre otros.
 No es moco de pavo ser “hijo de la noche”, entonces, aunque sea metafóricamente. En “Carpe noctem”, enigmática inversión de la famosa sentencia latina (“aprovecha el día”) que recuerda vagamente a los misterios iniciáticos de Orfeo y de Mitra, dos nosferatus de colmillos afilados recorren la antigua región de Jerusalén (las tierras que ahora reciben el nombre de Palestina) con intenciones igual de oscuras y sombrías que ellos
¿Qué ocurrirá cuándo lleguen a un campo atigrado por cruces de madera, podridas y manchadas con el elixir rojo que es la delicia de estos seres?


“El que atrasa los relojes”

El poder que conlleva el manejo del tiempo de los otros y el precio que se debe pagar por hacerse con ese poder. Esa es una de las cuestiones capitales que pulsan desde las entrañas del cuento “La hora señalada”.            El viejo Falkner, el mejor relojero del mundo, un ermitaño de las regiones de Paoland. Hombre de pocas palabras, carente de amigo y otras ocupaciones, su vida entera se va en el oficio de reparar los relojes, transmitido de generación en generación. Hasta que un día un misterioso visitante invade la privacidad hermética de su hogar para hacerlo chocar contra la más cruda realidad y enseñarle que el poder que emana como esencias destiladas de azufre de sus habilidades de reparador de relojes tiene un precio que habrá que pagar, ya que nada es gratis en este supermercado de dios que llamamos “vida”.
Relato envuelto en una bellísima aura mística que deja en lo más profundo del paladar, al fluir, tintes del sabor de “El relojero de Fausto”, del A.B.C. de nuestra literatura.


El placer más preciado de todos

Hay quienes creen que el mayor hedonismo posible consiste en los avatares del sexo, en las desventuras culinarias, recrear la realidad a través del arte. Es claro que esas personas jamás han sufrido una sola noche de insomnio.
 Si no, entenderían que el placer máximo de la humanidad es muy otro, que pasa por otro lado la cosa. Ya que, como mencionara el Sócrates platónico del Fedón, no es posible experimentar el placer si antes no se ha padecido a su gemelo malvado, el dolor, y viceversa (el ying-yang de las emociones humanas).
En “El insomne”, Alejandro retrata con pluma elegante, cercando con dardos y flechas esa gran Verdad de la realidad externa, que siempre se nos está escapando por un pelo a los seres humanos, el sufrimiento extremo de un hombre que lleva meses sin poder dormir, debido a la preocupación constante e inevitable por la salud de su bebé. Algo que, seguramente, le habrá pasado a más de 4
¿Y cómo no volverse loco, cuando se camina tambaleante por los frágiles andariveles que separan los dos mundos, sueño y vigilia, locura y cordura? ¿Quién sabe qué decisiones, que acciones semi-voluntarias podría ejercer una persona en estas condiciones, más ganado por la sombra que se esconde en el inconsciente que por la luz que habita el día?


“Hay muchos bueyes y pocos toros… y ahí vas jugando, borracho samurai”

Cierra la estrella de 5 puntas el cuento “Toro viejo” que, contrario a lo que su título sugiere, no se trata de un relato referente al mundo del vino y sus aventuras, si no al repugnante y carente absoluto de sentido del universo de la tauromaquia. Crónica despiadada, que te hace lagrimear como si te hubiesen tirado gas pimienta en los ojos, de los instantes finales de un toro anciano, empujado hasta los umbrales de la muerte por Xisco, “el mataor” de turno. Quienes deploramos y despreciamos este “arte”, tan venerado por los hermanos españoles, pedimos (como mínimo) justicia poética ante tan deleznables actos
¿Nos habrá escuchado, acaso, el dios de la literatura? ¿Habrá canalizado, tal vez, una respuesta codificada y encriptada, a través de la virtud con la pluma de Alejandro Lamela? Como tantas otras veces en la vida, habrá que leer para enterarse. 


Facundo Martín Desimone

Bajo los abismos de la locura, una receta para llegar al núcleo de la Tierra (o al centro del alma)



           
¿Qué hay abajo de todo? ¿Te lo preguntaste alguna vez? Abajo de capas y capas de maquillaje, detrás de la última puerta (tanta gente con la barba de color azul habita el planeta), abajo de la última máscara. Y cómo se llega a ese lugar, o lo que sea. 

Hay quienes dicen que la receta más certera para llegar al centro de la Tierra, al núcleo del alma humana y de todo lo que existe, es precisamente la locura. No la filosofía, no los adelantos tecnológicos, no la meditación trascendental, no las drogas psicoactivas: simplemente, ese estado anímico/mental que surge por azar en individuos random de la especie, que sigue siendo aún inexplicable, amén del deslomante esfuerzo de las ciencias, que tiene un perfume como de azahares putrefactos del apocalipsis y que se dio en llamar, a falta de mejor nombre, demencia.
Eso es exactamente lo que propone el libro de cuentos Bajo los abismos de la locura, del escritor y periodista Alejandro Lamela, en un lenguaje poético que coquetea con la mística: entrarle a esta… “enfermedad mental”, a este estado de anormalidad (porque nos “aleja de las normas”, según Foucault) desde otro costado. Interrumpir quizás la razón, encerrar a los jueces morales internos y disfrutar de una experiencia estética que apunta a lo más afilado de nuestros sentidos y nuestra memoria emotiva, a través de un octaedro con un cuento en cada cara. Y así, tal vez, encontrar una puerta o un camino que nos comunique directamente con el núcleo de la Tierra, con el centro del alma humana.


Cuento bien presentes

“Es porque en todos hay una falta de algo; de consciencia, de cordura, de razón o de explicación”, comenta el autor, a propósito del subtítulo del libro (cuentos ausentes). Pero yo lo retruco. “Okey, banco todo; pero, a la vez, me parece que son historias muy presentes, muy concretas, muy fuertes”. Exigen una inmersión de cabeza hacia la profundidad de sensaciones que ondulan en los abismos de los textos, cuyos nombre se perfilan en la punta de mi lengua pero escapan antes de que pueda atraparlos.
Se exige del lector una presencia en el centro de los relatos; nada debe ocurrir en el mundo externo mientras se accede a la lectura, ningún factor debe interrumpir el trance. Y, si hay conexión entre lector y texto (y es más bien difícil que no la haya; habría que decir que roza la menor probabilidad existente), así sucederá (#Palabra).
El cuento que abre el volumen, Cajita musical, es un claro ejemplo de esto. El lector ingresa de entrada en la vida amorosa de Pablo y Johanna. El pequeño drama que abre el relato como una herida superficial, que no resultará ajeno a quien lleve algunos años en una relación de pareja (encontrar el regalo perfecto para el ser amado), va creciendo, a medida que se construye el texto con paciencia, técnica y elegancia, hasta atravesar hueso y cartílago. Hasta que se empieza a perfilar, entre tinieblas, el perfil de una guadaña. El final es escalofriante, aterrador, perturbador. Nos deja con más preguntas que respuestas. Algo parecido a cuando Charly García nos alerta, desde su canción Estaba en llamas cuando me acosté: “Volviendo al tema del hombre de la cama en llamas: ¿tenía algún problema? ¿Estaba loco? (¿borracho, tal vez?) No lo sabemos”.


Finales agazapados como un espectro detrás de la puerta, o “el final es en donde partí”

Si bien no existen elementos que permitan prefigurar los finales de ninguna de las historias del libro, mención (más que) especial para El columpio, El hambre y Detrás del telón. 
En el primero de los relatos mencionados (El columpio), una mujer trabaja en la tranquilidad de su hogar, hasta altas horas de la noche (otra vez: ¿a quién no le habrá pasado? ¿cómo no sentirse identificado?), en esa extraña tierra de nadie comprendida entre el sol naranja del atardecer y el rayo azul de los primeros instantes del día, cuando la oscuridad logra por todos los medios que la ciudad se deje de molestar y transforma su ruido destructor en un leve murmullo lejano, en donde el suspiro de una mosca sería un cruel, despiadado sacrilegio, castigable únicamente con la muerte. 
La mujer, que necesita el 100 por ciento de su concentración mental para encarar el trabajo que realiza, comienza a ser interrumpida por el chirriar del columpio ubicado en el jardín de su propia casa. Sí, ya sé lo que seguro se estarán preguntando: “¿Cómo es posible que alguien logre transformar un elemento inocente y lúdico como puede ser una simple hamaca, en el desvelo irritante que trastorna los nervios y pone los pelos de punta?”. Me temo que no hay una manera simple y reconfortante de explicarlo. Tendrán que leer el cuento para entender.
El hambre no tiene absolutamente nada que ver con las expectativas que uno va hilando en su cabeza a medida que avanza con la lectura. Nada es lo que parece en esta bellísima y breve historia ensombrecida, fabricada en primera persona. Un relato desgarrador que lleva la angustia a su pico máximo, con aire de confesión que instala a la mente del lector en una atmósfera inquisitorial al mejor estilo de El pozo y el péndulo, de Edgar Poe. O quizás le arrancará a alguien un vestigio de lo que fue la peste negra europea, en una línea similar al retrato magnánimo de Herzog. Como decía, nada más lejos de la realidad. Y, como solía pregonar un conocido estadista: “La realidad es la única verdad”. Y para quién crea que spoileo, me remito y me refugio en las sabias palabras de la diosa de Parménides: “No muestro ni oculto nada; tan solo… doy signos”.
Una vez más, las maquinarias y las ingenieras de una particular puesta en escena teatral se rompen la cabeza contra la más cruda pared de la realidad, en Detrás del telón. La representación, en este caso, consiste en los avatares y desventuras del personaje de una triste e incomprendida ama de casa, encarnada por la actriz principal y protagonista del relato. Casi podría pensarse como una versión atormentada, lacerante y oscurecida de la historia que se cuenta en la canción Detrás de las paredes, de Sui Generis, subyugada por los abismos del lado oscuro del corazón. Construido en clave feminista, este cuento tan terrible y punzante apela a lo mejor de nosotros, buscando una empatía inevitable y un grito de “¡Basta!” que le exige justicia al conjunto de la sociedad, ante el maltrato, imposible de no percibir, a esta altura, hacia las mujeres. 


Para terminar con las lunas gigantes sobre los desiertos (poético y visceral homenaje a Cerati)

La Luna roja, última cara del octaedro mágico que es Bajo los abismos de la locura, es un declarado homenaje al gran músico argentino Gustavo Adrián Cerati, fundador de la banda de rock Soda Stereo, y a su tema casi homónimo (Luna roja), así expresado en la dedicatoria inicial del relato.
El texto crepita lentamente sobre las rumiaciones mentales de Pedro, un joven que ha decidido retirarse de la humanidad, refugiándose en el aislamiento del desierto junta a su mujer y a su hija. Pedro ha llegado a tal extremo, perseguido por extrañas visiones surgidas como consecuencias de un acontecimiento del cuál fue testigo, cuando era un niño, y que parecen desencadenar las noches de luna roja. Pero, por mucho que lo intente, nadie puede escapar del pasado, de su karma, del Destino… ¿O tal vez sí?
En este cuento, en el cual se condensen quizás toda la densidad nebulosa de la pluma del autor y el concepto que atraviesa los otros siete cuentos como un hilo de Ariadna (¿qué es la locura? ¿qué es la cordura?), Alejandro Lamela ejecuta con su pincel metafísico los vaivenes de ese ying/yang que se despliegan en el alma de cada ser humano apenas se queda solo con su ser, oscilando entre la belleza y la paz más armoniosa del universo, y la desesperación galopante más absoluta que mente alguna pueda concebir.  

Facundo Martín Desimone