Mientras desandaba
cautelosamente la ladera que constituía el límite del frente aliado, el joven
soldado no podía apartar de sí el temor por su propia vida, sin sentir al mismo
tiempo una enorme congoja por todos esos cuerpos abatidos; un crisol de jóvenes
valientes muertos en la flor de la vida, luchando por una causa perdida. En ese
dilema se batía su mente, cuando por casualidad posó la mirada en el cuerpo de
uno de ellos, y notó con cierto estupor un gran parecido entre aquél soldado y
él mismo. Aún debajo de la capa de lodo y sangre que cubrían su rostro, notó
una gran semejanza. Preso de la curiosidad, se aproximó cuidadosamente al
cuerpo sin vida del soldado; y en la solapa de su chaqueta de combate leyó su
nombre: “Juan”. Tenían el mismo nombre...
El descubrimiento no hizo más
que profundizar sus inquietudes, replantearse una vez más las mismas decisiones
apresuradas, producto de su hombría y juventud desbocadas, que lo habían
llevado hasta la ladera de esa colina, en ese país extranjero, peleando por una
guerra ajena.
Mientras comenzó el esforzado
camino de subir por la colina, y pendiente de cada ruido a su alrededor,
recordaba las valerosas razones por las que se había unido a la causa:
claramente perdían peso en comparación con las terribles privaciones que
padeciera, las vejaciones que debió afrontar en el proceso, y el espantoso
paraje que se extendía a su alrededor. Pensaba en su familia, en sus amigos, en
su pasado, en su inocencia perdida...
Nada podría hacer volver el
tiempo atrás, y nada podría sacarlo ahora de ese lugar, a no ser que primero se
convirtiera en uno de esos muchachos abatidos en el lodo que acababa de dejar
atrás...
Y su mente volvió a posarse en
ese joven, tan similar a él como cualquier otro. No evitó comenzar a hacerse
preguntas en su nombre: ¿de dónde vendría?, ¿cuales serían sus motivos para
estar allí?, ¿a quién habría dejado atrás?. Seguramente sería el hijo de
alguien, el hermano, el esposo, quizás hasta el padre de alguien que ya nunca más
podría contar con él, reír con él, vivir con él...
Todo por luchar en una guerra
en la que otros decían que debía luchar. Defendiendo valores que nunca fueron
avasallados por otros más que por aquellos mismos que lo enviaron allí. Ellos
eran el verdadero enemigo.
Aún así, allí estaba él,
muerto de miedo y cubierto de dudas; y allí estaban ellos, muertos realmente y
cubiertos de sangre. Ninguna importancia tenía pensar en otro lugar que no
fuera ese, o en otras personas que no fueran ellos. Ahí estaba el mundo real
ahora, y todo lo demás sólo parecía un sueño.
Su pierna se hundió en el
fangoso terreno de la ladera, y no sin esfuerzo logró sacarlo y seguir subiendo
la pendiente, alegrándose de estar más cerca de la cima.
¿Habría llegado también hasta
allí ese muchacho? ¿Quién lo habría matado? ¿Qué estaría pensando en ese
momento?.
Sólo Dios lo sabía, aunque en
ese infernal frente de combate, surcado por trincheras y sembrado de cadáveres,
la existencia del Todopoderoso bien podía ponerse en duda. Porque si
Dios estaba con ellos ¿quién estaba con el enemigo?.
Ninguna respuesta lo
satisfizo. Pero al menos encontró un respiro momentáneo en su penar al
imaginarse que los otros también debían soportar esas penurias, esos fantasmas,
esos terrores.
Si uno lo abordaba desde ese
punto de vista, podría decirse que también eran compañeros de infortunio. Sólo
que habían nacido en diferentes latitudes, bajo diferentes banderas, guiados
por diferentes líderes, pero habiendo seguido las mismas mentiras.
Hermanados en la miseria de
una guerra absurda. Curiosa hermandad con el enemigo.
Mientras pensaba en lo extraño
del mundo en el que le había tocado vivir, dio un último y esforzado paso, y
finalmente logró pararse en la cima de la colina, sintiendo el gélido viento
golpear su rostro, alborotar sus cabellos y estremecer sus miembros.
Pero lo que encontró allí
arriba helo su sangre.
A escasos metros de él, apenas
de espaldas y sin haber notado aún su presencia, había un soldado enemigo.
En ese momento todas sus dudas
parecieron caerle encima como un tremendo yunque, comprimiéndolo contra el
suelo, aplastando su voluntad e inmovilizando su cuerpo.
¿Qué debía hacer? ¿Acaso no
era una respuesta sencilla, tomar su arma y disparar contra él? ¿No había
sufrido al ver a sus compatriotas muertos al pie de la colina? ¿O acaso no
tenían validez los cuestionamientos que se hiciera hasta hace unos míseros
instantes? ¿No se había sentido hermanado en el infortunio con aquellos a los
que debía matar? ¿Es que la vida ajena sólo valía cuando no se estaba en un
campo de batalla?
Así estaba el joven soldado,
sumido una vez más en sus dudas, ahogado en sus interrogantes, cuando el
enemigo notó su presencia, y en un abrir y cerrar de ojos tomó su rifle y descargó
una andanada de balas contra el pecho del muchacho.
Cayó hacia atrás por los
impactos, resbaló de la cima de la colina, y rodó ladera abajo, como un muñeco
de trapo, completamente desarticulado, percibiendo el vacío de la muerta cada
vez más cercano, llenándose su rostro de sangre y lodo, sintiendo su vida
escaparse lentamente, y a su cuerpo girar sobre sí mismo hasta detenerse junto
a los de los otros jóvenes abatidos al pie de la colina.
Y mientras la sangre inundaba
sus pulmones, creyó ver venir por el mismo sendero que él hubiera transitado
antes de encontrar los cuerpos al pie de la colina, un soldado aliado, un
muchacho como él, ajeno a lo que había ocurrido, cumpliendo con la misión de
reconocimiento de rutina.
Pero antes de llegar a verlo
claramente, sus ojos se nublaron y la vida lo abandonó, perdiéndose su último
pensamiento en el joven que se aproximaba...
Mientras desandaba
cautelosamente la ladera que constituía el límite del frente aliado, el joven
soldado no podía apartar de sí el temor por su propia vida, sin sentir al mismo
tiempo una enorme congoja por todos esos cuerpos abatidos; un crisol de jóvenes
valientes muertos en la flor de la vida, luchando por una causa perdida. En ese
dilema se batía su mente, cuando por casualidad posó la mirada en el cuerpo de
uno de ellos, y notó con cierto estupor un gran parecido entre aquél soldado y
él mismo. Aún debajo de la capa de lodo y sangre que cubrían su rostro, notó
una gran semejanza. Preso de la curiosidad, se aproximó cuidadosamente al
cuerpo sin vida del soldado; y en la solapa de su chaqueta de combate leyó su
nombre: “Juan”. Tenían el mismo nombre...
ALEJANDRO
LAMELA.-
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