Megalomania: estado psicopatológico caracterizado por
los delirios de grandeza, poder, riqueza u omnipotencia
Soy yo, ése que
está ahí. El centro de la atención, de las miradas, de la admiración general.
Soy la fiel imagen de lo que aspiraba de joven; el mundo que tenía por delante
ya quedó atrás. Ahora estoy en la cima de la montaña, lo máximo, lo insuperable.
La gente me ve en un pedestal, envuelto en un aura de sabiduría, de heroísmo.
Podría decirse que represento una divinidad para ellos, que dejé mi cuerpo
mortal para encarnar uno más perfecto, más abstracto, más inalcanzable.
Soy yo, no lo puedo negar; me reconozco por
tener los mismos valores que se me habían inculcado en mi juventud, los mismos
que decidí adoptar de por vida para no abandonarlos jamás, sin importar lo que
sucediera.
Soy yo, porque puedo ver el progreso de mis
ideas que tantas veces fueron tildadas de ilusorias o utópicas y hoy en día son
producto de la más agradecida de las admiraciones; ideas que han ayudado a
personas que ni siquiera he tenido el agrado de conocer, pero que aprecian lo
que les he dado, cuando simplemente los ayudé a realizar lo que ellos hubieran
podido hacer por sí mismos, si se les daba la oportunidad.
Soy yo, he llegado más lejos que nadie, más
que Napoleón, más que César, incluso más que Alejandro, todos ellos modelos,
mentores e inspiradores de mis acciones, y verdaderos merecedores de los
halagos que hoy se me otorgan; me siento el mayor irrespetuoso de todos los
mortales por siquiera ubicarme a la misma altura que ellos en una oración.
Soy yo, el que no despierta ni la envidia ni
el desagrado de nadie al buscar ir más allá, a lo desconocido, lo inexplorado,
lo nunca visto; el que no recoge odios por reconocerse diferente a los demás,
porque los demás reconocen que no me siento superior a ellos; saben que no hay
una sola gota de vanidad ni de egocentrismo en miss venas, al contrario, por
ellas corre un torrente indomable y ardiente de fuerza y vigor, pero cargado al
mismo tiempo de humildad, sinceridad y respeto.
Soy yo, porque puedo comprobar que ese
torrente incapaz de reconocer los límites, pese a su naturaleza salvaje no me
ha consumido y derrotado, mayor de mis temores juveniles. He logrado canalizar
su fuerza imparable y conseguí armonizarla con el resto de mi ser y el de las
personas que me rodean, las cuales me han seguido sin claudicar ni objetar
decisión alguna que haya tomado: a ellos también les debo todo lo que poseo y
nada de lo que haga será suficiente para demostrarles mi agradecimiento.
Soy yo, que no he dejado que lo material, lo
carnal o el poder corrompieran esa infantil e inocente necesidad de hacer el
bien, verdadero sentido de nuestro paso por este cuerpo.
Soy yo, el que recompensó al justo y castigó
al culpable.
Soy yo, el que amó y se dejó amar.
Soy yo, el que cometió errores pero intentó
repararlos.
Soy yo, el que eligió el camino largo pero
correcto, antes que el fácil y errado.
Soy yo, el que no quiere la inmortalidad,
sólo el recuerdo franco y ameno de la gente.
Soy yo, el poderoso y frágil; el indomable y
justo; el atormentado y tranquilo; el estratega y sincero; el portavoz y
silencioso; el ángel y demonio; el que empezó sin nada, y lo logró todo...
Soy yo, el que ve semejante futuro en el
reflejo de mis inquietas pupilas en la pantalla de la computadora.
ALEJANDRO LAMELA.-
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