Estoy viejo. Muy viejo. Lo siento en cada
minuto de existencia que acumulo. En cada segundo de vida que pasa de largo. En
cada instante de obsoleta contemplación. Estoy viejo, “acabado” dirían algunos,
y no les falta razón: contra el paso del tiempo no hay cura alguna. Sólo
resignación.
Siento que la vida me abandona, se escurre a
través de mi cuerpo, como si la vitalidad que tuve durante tantos años hubiera
decidido casi sin aviso alejarse de mí, y ya nunca regresar. Pero sé
perfectamente que no fue de improvisto. Largos años he vivido, siempre con
salud, firme, duro, fuerte… Y lo lógico en el proceso del paso del tiempo es
que ahora tenga que vivir la otra etapa, esa final que nadie quiere, pero por
la que todos debemos pasar: la decrepitud, el deterioro, la agonía, y como
colofón, la muerte.
No le temo, pero tampoco la busco. No la
encontraría aunque lo hiciera. Es algo que no depende de mí, sólo del Creador, y acepto que así sea. Somos
criaturas demasiado efímeras como para además tener la bendición de decidir
cuándo es tiempo de partir. No, no hay adónde partir. Sólo existe el paso, el
cambio, una parte más del proceso.
“Nada se pierde, todo se transforma”. Quien
lo dijo, exultaba sabiduría al momento de hacerlo.
Todos me ven tan fuerte aún, tan alto, robusto
y majestuoso, que creen que no tengo dolor alguno, que no puedo sentir nada,
que soy inmune a lo que ocurre a mi alrededor. Pero no es así, mi dolor va por
dentro, se propaga hasta cada ínfimo extremo de mi ser, en un llanto sordo que
no encuentra oídos dispuestos a escucharlo. Tengo dolores, sí, y son terribles.
Siento que la vida me abandona, o que yo
lentamente me despido de ella. Lo que corre por mis venas ya no tiene la fuerza
de antaño. Mis pies pesan más que nunca, rígidos, aletargados. Mi cuerpo se
marchita.
No tengo reclamos, fue una buena vida, llena
de momentos plenos, tal vez demasiados. Quizás se prolongó más de lo necesario.
Quizás nadie debe ver morir a tantos otros antes de que sea su hora, nadie debe
quedar en este mundo solitario, sin todos aquellos que fueron sus antecesores o
sus contemporáneos. Aquellos que me hacen compañía ahora, sólo son retoños, y
no pueden entender por lo que estoy pasando. Demasiado jóvenes, demasiado
audaces, demasiado ilusos.
Tal vez suena a ruina, depresión, abandono.
Pero es como me siento, y nadie tiene derecho a negarme la posibilidad de
expresarme, justo a mí que durante tantos años me he mantenido imperturbable,
sin voces, sin quejas, ni peticiones. Ahora, en mi última hora, estoy harto de
todo eso, y sólo quisiera gritar por la vida que se me escapa. Pero no lo voy a
hacer, no está en mi genética. Firme e inmutable hasta el final, ese soy yo. Y
de qué demonios me sirve…
Siento que el sol me da de lleno, siento que
su compañía perdura, que él entiende sobre lo que el paso del tiempo provoca en
los que se van y en los que se quedan. Pero su suave caricia, que tanto
disfruté a lo largo de mis edades, ya no es consuelo suficiente. Él es como un
amigo al que uno no le habla, pero sabe que está allí. Un aliado incondicional
al que uno no le dirá adiós, pero tendrá un sentimiento de pérdida. Muchas
veces su sola presencia ha renovado mi fe; pero su calor no alcanzará esta vez.
No sanará estas heridas. No será suficiente.
Creo que lo que realmente me está matando es
la indiferencia de aquellos que me rodean. Indiferencia hacia mí, hacia mi
existencia, hacia mi historia, hacia todo lo que he vivido y puedo contarles.
No, nada de eso les importa. Lo único que les importa es su pequeña y limitada
vida. Y el resto, sólo somos adornos.
Todo el mundo da por sentado que el que está
a su alrededor vivirá por siempre, pero nadie lo hace. Todos creen que la vida
nunca acabará, pero eso no ocurre. Creo que todos nos negamos a pensar en ese
momento y hacemos un acuerdo tácito para no deprimirnos en su contemplación.
Nos encerramos en nuestras vidas monótonas, llenamos nuestras horas de vanos
“juegos”, y dejamos que el tiempo fluya en una pantomima en la cual pretendemos
que no es tan valioso. ¡Pero sí lo es!
Nadie sabe lo que es importante en este
mundo, hasta que lo pierde. Pero hay pequeños momentos antes de que eso pase,
en los que uno siente el valor de aquello que se está disipando y comprende el
verdadero sentido de las cosas, lo valora y atesora. Penoso es llegar hasta el
umbral de la muerte para recién poder disfrutar del valor de la vida por esos
escasos instantes.
He tenido grandes dolores, he visto cómo
personas en las que confié me traicionaron, se llevaron partes de mí, me usaron,
me hirieron, limitaron mi existencia… Pero no les guardo rencor, porque sé que
de nada sirve irse de este mundo con odio y malevolencia. Cada uno de ellos
sabe lo que hizo, y si en ese momento no tomaron dimensión del horror de sus
acciones, cuando estén en la misma situación que yo, estoy seguro que lo
lamentarán. Quiero creer en eso. Necesito hacerlo para irme, al menos, con un
poco de paz.
Sé que cuando no esté, cuando mi muerte
tardíamente sea notada, nadie tendrá mucha piedad sobre mis restos, no habrá
honores fúnebres, ni palabras altivas, ni llantos por mí. Sólo lo que pasa con
todo aquello que deja este mundo: un debido proceso de quitarlo del medio, y
que deje de ser un estorbo para todos los que aún siguen vivos. Y eso duele un
poco. Tiene un sabor muy parecido a la ingratitud.
Pero a fin de cuentas, a quién le importa lo
que yo piense o sienta. Sólo debo ocupar mi lugar, y que la naturaleza haga el
resto. Me pregunto si es parte de su sabiduría dotarme de esta amargura que
ahora me agobia. Como sea, nada de eso cambia nada de esto.
Sencillamente, estoy aquí. Quieto. Estático.
Inmutable. Limitado. Completamente pasivo. Entregado al paso del tiempo.
Enfrascado en mis cavilaciones. Aquellas que me llevan a pensar si alguien se
da cuenta de cuándo es el momento exacto en el que muere un árbol.-
ALEJANDRO LAMELA.-