Siempre es sorprendente el tiempo que puede
pasar desde que uno está en contacto con una idea, hasta que la misma (luego de
un azaroso deambular dentro de la mente), termina por desembocar en un cuento.
Es una manera, creo, de romper tiempo y
espacio, como si todo sucediera al mismo instante, o estuviera en correlación
hacia adelante y hacia atrás a la vez. Es maravilloso llegar a comprender que
aquello a lo que llamamos “memoria” es sólo la punta del iceber de lo que
realmente representa. Nuestra memoria va mucho más allá de lo que creemos
recordar, de lo que seleccionamos para tener presente a mano en el día a día o
de lo que guardamos en un arcón especial para rever cada tanto en ocasiones
específicas. Nuestra memoria es mucho más profunda que nuestra consciencia, y
eso es algo para festejar.
Fue en los primeros años del colegio
secundario cuando mi profesora de Lengua y Literatura nos dio para leer “Prohibido
suicidarse en primavera”, una obra de teatro de Alejandro Casona. Y allí
podríamos decir que nace este cuento. No porque tenga una relación directa con
esa obra, sino porque en la contratapa, donde estaban las demás obras de este
autor (que en ese entonces era completamente desconocido para mí) figuraba otro
de sus libros, quizás el más renombrado de todos: “Los árboles mueren de pie”.
Recuerdo que me llamó la atención el título
por la cantidad de significados que tenía, y de aplicaciones que podía darse a
la frase. Tiempo después (no recuerdo bien cómo, así de misteriosa es nuestra
memoria), el libro llegó a mis manos y lo leí con atención. Me gustó, no cambió
mi vida, no fue una epifanía, ni una inspiración constante a través de los
años. Pero se ve que plantó una semilla que se tomaría más de quince años en germinar.
Recuerdo también que mi padre conocía la
historia y reconoció el nombre del libro cuando me vio leerlo, pero no recuerdo
si me había dicho que vio la película sobre el mismo o qué (volvemos a la
maravillosa memoria, esquiva pero omnipresente).
Pasaron los años, y si bien leí alguna que
otra obra de Casona, no volví a reparar en él, aunque siempre tuve el recuerdo
de esos dos libros (me tocó interpretar al personaje “Juan” en clase, y me veía
bastante identificado con el mismo en esas épocas de confusión y depresión
extrema, entendible es que no me haya olvidado de eso).
Y un día, uno como tantos otros, y uno
diferente a todos (como todos los días son en realidad), viajando en colectivo
hacia mi trabajo (siempre los colectivos tienen ese poder inspirador, se ve que
mi mente necesita trabajar estando en movimiento), iba mirando (de pie,
casualmente ahora que lo recuerdo) una serie de árboles viejos y marchitos,
algunos ya muertos uno diría por su corteza, y otros en camino a lo mismo,
otros podados y otros ya ausentes con el solo recuerdo de su lugar en el
recuadro de tierra entre tanto cemento citadino.
Eso fue lo que disparó la idea: ¿cómo
podemos darnos cuenta del momento en el que un árbol muere? Seguramente hay
formas, técnicas, estudios, y demás cuestiones específicas, pero al no ser
biólogo y tener limitadísimos conocimientos sobre tal disciplina, sólo me
dediqué a cavilar sobre ello.
Y de inmediato se trazó un puente con los
seres humanos: me imaginé a esa gente que día a día va sucumbiendo ante la
rutina, que cada vez se dobla más, se achaca, su espíritu se encoje, su cuerpo
se endurece y su alma se seca.
¿Quién se da cuenta cuándo el espíritu o el
alma de una persona muere en su interior?
Me puse a pensar en la gente que veía día
tras día deambulando por las calles, vencidos, derrotados, entregados, sin aún
haberse dado cuenta, o habiendo perdido la noción de cuándo fue que pasó y lo
relacioné con esos árboles, que parecen fuerte, que pueden vivir mucho más
tiempo que nosotros, y contemplar las estaciones y los años con tal pasividad
que pareciera que no estuvieran allí, pero lo están. Y al mismo tiempo son tan
frágiles, entregados a su entorno (sobre todo a la cruel mano del hombre) que
me imaginé que un ser humano de edad avanzada y un árbol tenían muchas más
similitudes de las que uno podía imaginarse.
Pensé
en los asilos, pensé en los viejos en los hospitales, en los ancianos en sus
hogares (los más afortunados) esperando que un día llegué lo inevitable,
entregados a su entorno y a manos más activas que las suyas. Y pensé en la
nobleza de los árboles, que lo dan todo (sin ellos, nosotros no podríamos
respirar, por Dios!!!), su cuerpo, su madera, sus flores, sus frutos, su
sabiduría... Y nosotros devolviéndoles un trato tan injusto e ingrato. Igual
que a los viejos.
Y pensé en mi abuelo Lino, tan duro, tan “indestructible”
hasta que fue sintiendo cómo la vida se le iba, y tuvo miedo, y fue más humano
que nunca. Y un día dio ese pasó a otra forma, como dice el cuento. Era fuerte
mi abuelo, como un árbol muy viejo.
Fue entonces cuando ese recuerdito “perdido”
en la memoria de los años “saltó” y dijo: “Alejandro Casona, Los árboles mueren
de pie”. Y así fue cómo el cuento se armó completamente. El relato de un árbol,
sin darse a conocer como tal, en paralelo al relato de un hombre viejo
(imaginando que la mayoría de los lectores lo relacionaría más con el segundo
que con el primero), y cómo telón de fondo esa maravillosa idea de que aquello
que nos parece eterno, no lo es. Que aquello que nos parece silencioso, puede
tener una enorme vida interna. Y que ambas cualidades pueden mantenerse hasta
el último instante de existencia en una demostración enorme de entereza y
fortaleza.
Los árboles mueren de pie.
Morir de pie.
Bueno sería reflexionar sobre ambos las
próxima vez que pensemos en alguien que ha estado tanto tiempo entre nosotros y
a quien no le hemos prestado realmente
atención hasta que ya no está allí.
Curioso concepto el de la “memoria”.
Curioso concepto.