Por aquello que encontré en tus ojos
Por aquello que perdí en la lucha.
Conocer la otra mitad es poco,
Comprender que solo estar es más puro.
Me pondré el uniforme de piel humana
No esperaba tanto resplandor
El fin de amar, sentirse más… Vivo
VIVO, GUSTAVO CERATI
Se sentía en el
paraíso. La suave brisa matinal le acariciaba el rostro con frescura, como la
delicadeza y ternura de un ángel invisible que lo rodeaba y reconfortaba. Con
sus ojos cerrados podía percibir aún más profundamente todo ese universo ideal
que lo envolvía, que lo cobijaba en su seno de fantasía.
Y al abrir
los ojos con suavidad, pudo ver que todo estaba realmente allí, una perfecta
visión de aquello con lo que siempre había soñado.
La
perfección.
Elevó su
mirada hacia las alturas del cielo omnipotente que servía de techo a su inmensa
y desbordante felicidad. Lo vio azul, celeste, dorado. Y el horizonte de un
extraño color pastel, un cielo de vainilla, igual que un cuadro de Monet.
El sol, ese
radiante amo globular que desprendía sus cálidas manos hacia él, tostando su
piel, iluminando su rostro, calentando la arena sobre la que él posaba sus pies
desnudos. Podía sentirla: fina, delgada y brillante, sutil espejo en la tierra
del astro rey. Movía sus pies enterrándose en ella, cubriéndolos con una
delgada capa de oro, que danzaba al son del viento, sonoro y afinado.
Y frente a
sus ojos, el mar.
Agua, tanta
agua como al él le gustaba. Enorme espacio azul aquietándose y revolviéndose en
melodiosas contracciones naturales. Ondas que se expandían hasta el infinito,
olas que rompían contra sí misma más allá de lo que la vista podía distinguir.
Ese olor tan particular que se desprende de las grandes masas de agua.
Podía
sentirlo todo: el profundo aroma del salitre, la agobiante pesadez del calor,
el vapor de su propio cuerpo. Todo se fundía en un solo e inconfundible perfume
en el que bien podía diferenciar todos estos imperceptibles componentes, pero
en el que también sentía la presencia de flores, de plantas, de fragancias
exóticas y penetrantes.
Así,
mientras sentía y disfrutaba del contacto con aquella naturaleza tan salvaje
como equilibrada, con aquel llamado de lo primitivo, del espíritu de la tierra,
volvió a cerrar los ojos, echando su cabeza hacia atrás, dejando que su rostro
se inundara del divino calor de Febo.
Y allí,
sintió un roce en su mano, una pequeña caricia, un suave toque de otros dedos
que se aferraban con cierta dulzura a los suyos.
Era ella.
La persona que significaba todo para él. Su musa, su princesa, su amor.
Pasó sus
brazos por debajo de los suyos, tomando sus hombros. Y él sintió los lentos
latidos de su corazón agitarse en una simple sinfonía de sentimientos
incontrolables.
Reposó su
nuca en el hombro de ella y sintió sus brazos rodeándolo, abrazándolo,
uniéndolos en un exquisito lazo
inmortal. Sus oídos escucharon los susurros más frágiles y hermosos que jamás
se hubieran pronunciado en este mundo. Su corazón se expandió al punto de creer
que estallaría de tanta felicidad, por tan perfecto momento.
Contra su
mejilla percibió el tenue calor que irradiaba el rostro de ella. Se corrió
hacia un lado y pudo verla completamente. Un verdadero ángel en la tierra.
El cabello
dorado que refractaba hasta el cielo ida y vuelta los rayos del sol que hacían
brillar la melena de tal hermosa criatura. Su piel blanca como la nieve dejaba
traslucir una pureza única que lo conmovía sin importar cuántas veces hubiera
recalado en ella. Esos ojos que mudaban su tono según la cantidad de luz que le
cediera momentáneamente su resplandor. Sus mejillas y labios rosados la
asemejaban a una frágil muñeca de porcelana, que ruega en su inmutable silencio
no ser dañada, no ser herida.
Percibió
con mayor intensidad que antes esa fragancia celestial, esa perfecta mezcla de
aromas, esa fusión divina de esencias de todas las flores hermosas que habitan
nuestro mundo.
Todo
provenía de ella. Y ella se inclinaba hacia él, otorgándole un dulce beso en
los labios. La sintió reposar en su pecho. Y sus corazones fueron uno. Y sus
almas se fundieron. Y ya nada importó, más que su amor eterno...
Pero de
repente, como un perturbador presagio hostil, el suelo bajo sus pies comenzó a
temblar. La luz que los envolvía empezó a menguar, y una extraña oscuridad
naciente tomó su lugar. Ella se desprendió de sus brazos y pareció distanciarse
contra su voluntad. Él intentó moverse pero nada logró.
La noche se
propagó en un instante y los temblores se volvieron más y más bruscos. Por
todos lados surgían ruidos, voces, gritos. Nada tenía sentido y sin embargo no
podía resistirse a aquello.
Hasta que
sintió un fuerte golpe en la cabeza… y todo desapareció.
Cuando pudo
ordenarle a sus ojos que volvieran a abrirse, los notó mucho más pesados y doloridos.
Pero lo que vieron al disiparse las sombras en las que se habían sumido, lo
dejó perplejo.
Se
encontraba en un autobús, el que tomaba todas las noches para volver del
trabajo a su hogar. Vio a los demás pasajeros cuchicheando entre sí, escuchó el
frenético ruido de la calle, las luces de neón de los carteles publicitarios.
No entendía
nada. No lograba despejar su mente y razonar sobre por qué estaba allí, sobre
quién lo había expulsado de su paraíso, sobre cuál había sido el destino de su
criatura celestial.
De repente
movió la cabeza y se estremeció por un agudo dolor en el costado. Comprendió
que se había golpeado contra la ventanilla.
Con gran
nostalgia y tristeza trató de ubicarse en la situación, de hallarse en ese
sitio real en el que ahora se encontraba.
Y justo en
ese momento, volvió a sentir un aroma especial, una fragancia amena a sus
sentidos, un perfume del ayer que
volvía para recordarle la felicidad vivida. Miró hacia un lado, y notó que la
esencia provenía de su acompañante. La pasajera que viajaba junto al él, en el
asiento contiguo.
Una
perfecta desconocida.
La miró con
ojos desesperados, sin comprender por qué ella tenía exactamente esa fragancia
que tantos recuerdos le traía. Y la muchacha de nudosos cabellos negros
percibió que él la miraba, y no sin cierto temor cambió de asiento.
Así, él,
nostálgico y triste, se hizo consciente de aquello que había vuelto a su mente
y a su corazón en un rayo de devastadora lucidez. Recordó las discusiones, los
problemas, los dolorosos silencios. Recordó todo aquello que tan feliz lo había
hecho en un momento, allá lejos en el tiempo, y que ahora lo atormentaba
dulcemente. La fragancia del amor perdido, de la alegría que había partido para
ya nunca regresar, a excepción de aquellas melancólicas y agridulces visiones
de ensueño.
Y así, con
lágrimas en los ojos, volvió a apoyar con resignación su cabeza en la sucia
ventanilla del autobús, con la tozuda esperanza de volver a dormirse, y soñar, tratando
de tener, al menos una vez más, la oportunidad de sentir nuevamente aquellos
lejanos momentos en los que la felicidad perfumaba su vida.
ALEJANDRO LAMELA.-