La oscuridad nos rodea. O está dentro de
nosotros. O ambas cosas. Creo que quizás el término exacto (y punto intermedio)
sería que “nos atraviesa”. Todos queremos ser luminosos, sentir y vivir a
través de la claridad, todos conceptos con una enorme connotación positiva.
Pero debemos ser sinceros: la oscuridad forma parte de nosotros, y mientras más
lo neguemos, más poder le damos.
Hace mucho tiempo tuve la noción de
diferenciar la maldad de la oscuridad. He conocido personas que tienen mucha
oscuridad (por situaciones que le tocaron vivir, por entornos, por cargas…)
pero que no tienen maldad. Es gente muy buena, dulce y frágil, el mundo es un
lugar mejor por esas personas.
Y también he conocido de las otras.
No creo que toda persona que tenga algo de
maldad sea justamente una mala persona; creo q hay cuotas, porcentajes,
fracciones. Yo tengo ambas: oscuridad y maldad. No deja de sorprenderme por qué
la gente reacciona de manera consoladora frente a mi facilidad de reconocer que
las tengo. Es como si estuviera legitimado que uno no debe reconocer su propia
maldad (“maldad hay en los otros, nunca en uno”) y al mismo tiempo tiene que
esconder su oscuridad (cuando te saludan, siempre tenés que contestar que estás
bien, sino te miran raro, como si te gustara estar mal).
En fin, hay maldad y oscuridad, no tenemos
por qué negarlas. Vivimos y coexistimos con ellas todo el tiempo, nos rodean,
nos (mal) aconsejan, nos coaccionan, nos asustan, nos mutilan. Ya hablé del
miedo muchas veces por este medio, y creo que tanto la maldad como la oscuridad
son parientes cercanas.
La Nada surge de ese sentimiento de
perdición absoluta, esa imagen en la que uno se ve sumergido bajo las oscurísimas
aguas de un remolino negro en el cual es imposible nadar o siquiera salir a
flote.
Me he sentido así. Sé que no soy el único. Y
sé que quien lee esto se ha sentido así alguna vez, lo reconozca o no. Quizás
no se lo reconozca a sí mismo, y eso me parece es lo más preocupante de todo.
Sentí muchas veces estar en el fondo, fondo,
fondo del abismo (sí, así de profundo). Y al no encontrar compañía en ese lúgubre
lugar, me puse a dialogar conmigo mismo. Interesante charla. Porque créanme que
cuando no hay nada ni nadie, sólo uno mismo, es cuando uno realmente llega a
conocerse. Es algo así como perderse para aprender la noción del camino.
Ahogarse para valorar el aire. Morirse para vivir la vida.
Uno cree ser siempre inocente. Uno nace así,
y me molesta mucho la concepción de algunas religiones sobre que uno ya nace
pecador, manchado, mancillado por el mal. ¿Cómo mierda puede nacer malo un ser?
Entonces me dije: la maldad y la oscuridad
vienen de afuera. Pero sería una manera simplista de encarar tan amplios
conceptos. A lo mejor uno nace bueno, pero el mundo activa con su crueldad y
rudeza una semilla que dormía en nuestro interior. Y una vez activada, la vamos
cultivando cada día más y más, hasta que ya se hace imposible negar su
existencia.
O nos devora.
Elegí no ser devorado por mi oscuridad.
Luché, peleé, combatí. Y me di cuenta que la única manera de lograr una pírrica
victoria era dándole el lugar que ella tiene, ni más ni menos.
En ocasiones (límites, por lo general) he
sacado energía, valor, coraje de esa oscuridad. Pero es un arma peligrosa,
tiene un doble filo, y el filo de la empuñadura no mata cortando, mata
envenenando a quien lo usa.
Es duro reconocer eso. Pero, aún con la
mejor de las intenciones, usar la oscuridad para un fin noble tiene un costo
demasiado alto (nunca mejor expresado este concepto que con el del Anillo Único
de “El señor de los anillos”).
Entonces, viajando de regreso a casa en una
noche fría y oscura, enojado conmigo mismo, con Dios y con el mundo, me puse
interiormente a cuestionarme de dónde había salido esa oscuridad que tanto me
oprimía, que tanto me lastimaba. Si el mundo la metió ahí, las personas, la
sociedad, la “mala gente”… o si yo ya la llevaba conmigo y simplemente la dejé
salir, explotar, ocupar su trono triunfal en el medio de mi pecho y llevarme a
ODIAR A TODA LA PUTA EXISTENCIA!!!
Uf, oscuridad. Sí, a eso me refiero.
Y entonces dije: “la mejor manera de
exorcizar esto es usando el mejor don que tengo (luego de la perseverancia,
obvio): escribir”.
Yo escribo oscuro. Generalmente es mi manera
de abofetear mis propios demonios, de consumirlos en los mismos fuegos con los
que quieren quemarme. Pero cómo hablar sobre la oscuridad sin hacer una oda a
sí misma era un desafío de difícil respuesta. Y la respuesta fueron las
preguntas…
Si no tengo respuestas, es porque tengo
demasiadas preguntas. ¿Qué tal hacer un cuento sólo con preguntas?
Tengo ciertas “vallas literarias” para
saltar. Una fue el cuento cíclico (“Juan
y la Guerra”). Otra el cuento encadenado
(aún no llega esa musa). Y otro el cuento
enigma. Preguntas y más preguntas llevando el hilo de un relato, que por
estar cuestionándose todo debía ser existencialista por principio.
Allí tomé una gran decisión: a nadie
realmente le interesaría leer una serie de preguntas si no tenían conexión
entre sí mismas, si no tenían un contexto, y aunque no tuvieran un principio y
un final, sí debían tener una especie de evolución.
Esa evolución fue la vida misma.
Y surgió el concepto del limbo anterior a la
consciencia.
Mezcla de religiones, misticismo,
raciocinio, escepticismo y un cinismo total que se deglute al más ferviente de
los creyentes, salió La Nada como una
manera de abarcar esa existencia con consciencia y sin consciencia. Ese paso
entre lo que se fue y lo que se va a ser, sin poder definir lo que se es. Ese
espacio sin espacio, ese Aleph
(concepto borgeano que me encanta) donde todo y nada es al mismo tiempo.
Obviamente el nombre ya estaba de antemano.
Y escribirlo fue muy sencillo: solamente hubo que volcar todos esos callejones
sin salidas que la mente, el ánimo y el espíritu suelen tener. Ponerlas en
papel y dejarlas que se comieran entre sí, que nacieran y murieran cada vez que
se abría o cerraba un signo de interrogación.
Y eso fue todo.
No es un cuento fácil. Algunos dirán incluso
que no es un cuento.
Poco importa.
En la nada, está todo.
Y en el todo, no hay nada.
Si puedes vivir con esto, amigo lector, tu
existencia será más pacífica que nunca.
Créeme.
¡Sumérgete!
ALEJANDRO LAMELA.-
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