Los escritores, al igual que los músicos y
los pintores (bah, los artistas en general) tenemos períodos. No me refiero a
buenos o malos, ni siquiera a oscuros u optimistas (que los tenemos todos
también, claro está), sino períodos en los que nos expresamos sobre tal o cual
tema, de maneras diversas, con aristas diferentes y heterogéneas.
En mi caso, he tenido un buen tiempo girando
alrededor de la vejez. Supongo que es bastante común, que a todo el mundo le
sucede, que es lógico y esperable meditar sobre ello. Fue así que salieron
varios cuentos sobre este tema: “Morir de pie”, “El corredor”, “La visitante”,
y alguno más que bien podría ser catalogado en este espectro.
En “Asilo”, influyó el entorno físico: me
había mudado a Caballito, que es un barrio de gente mayor (“Jurassic Park” he
dicho muchas veces, bromeando) y por lógica natural, está lleno de asilos y
lugares de reposo para gente de edad avanzada. Pasé muchas veces por la puerta
de varios, de hecho hay uno que está a pocos metros del gimnasio al que
asistía, y hasta me he asomado, como quien no quiere la cosa, a ver a través de
las ventanas.
Es triste. No hay manera de remarla. Un
asilo es un lugar triste, deprimente y necesario. Mucha de la gente que está
allí no tiene otro lugar adonde ir, o no puede, o no la dejan. Familiares que
se borran o que realmente no tienen manera de cuidarlos como allí serían
cuidados (en la mayoría de los casos), viejitos que no tuvieron hijos, o que
los sobrevivieron (algo aún más triste), o personas que hasta deciden pasar sus
días en un lugar así en vez de solos en sus casas.
Me genera curiosidad. Y al mismo tiempo un
poco de pánico. Yo que soy una persona tan activa, que tengo esa necesidad
imperiosa de sentirme útil, me pongo a pensar si en algún momento mi vida se
reduce a sentarme más cerca de una ventana o a esperar una novelucha de media
tarde como EL evento del día, o a desear desesperadamente un llamado de
teléfono, una visita… es horrible, realmente.
Y la decrepitud. El no poder ser
independiente es una de mis mayores preocupaciones. Sé que no tiene sentido, y
que lo que llegue, sencillamente llegará. Pero verlos allí, simplemente dejando
pasar el tiempo (¿no es una trágica contradicción? Les queda poco tiempo y aún
así ahí tienen tanto y sin poder ocuparlo… es tremendo!!) es algo que me motivo
a pensar en ellos. En sus miedos, su entrega, su dejarse ser, su tristeza
silenciosa, su añoranza de lo que pasó o su espera de lo que se acerca cada día
(en realidad, a todos se nos acerca, pero mientras más jóvenes, menos pensamos
en ello).
Los he visto vencidos en su mayoría. Es
verdad que también está quien le encuentra la vuelta y lo lleva con gran
estoicismo y dignidad, pero no es fácil, son los menos y los que pueden tener
un pensamiento tan positivo como para sobreponerse a eso. Los admiro. Realmente
los admiro.
Fue así como me puse a pensar también en la
gente que trabaja en esos sitios, en lo duro y complejo que debe ser vivir
rodeado de gente grande, con dolores, ausencias, pérdidas, poco tiempo y
demasiado tiempo. Sus vidas deben verse afectadas tambié,n y deben ser
realmente pocos los que pueden sobrellevarlo. Los médicos, las enfermeras, los
camilleros, el personal de limpieza… ¿Pensarán que ellos también pueden pasar
por eso? ¿Afectará su forma de atenderlos? ¿Lograrán separar las cosas?
Todo eso me puse a pensar y, como casi
siempre en mis cuentos, esa especie de loop de último momento, el cambio de
enfoque que hace releer todo, debía estar. Creí que el mayor cambio de rumbo sería
que uno de esos ancianos, mientras reflexionaba sobre todo esto en su vida,
resultara ser un médico, es más, un director de un lugar así, sintiendo el peso
de no haber mejorado la vida de los demás, y que el karma (o lo que fuera) lo
hubiera hecho comprenderlo a destiempo, como suele pasar con la mayoría de las
cosas.
Para la imagen mental del protagonista me
enfoqué en Don Guillermo, el suegro de mi tío Mario, un hombre que no era
médico (había sido chofer) y que llevaba muerto varios años. Pero había algo en
su calidez, en su positivismo, que me hizo confeccionar al Dr. del cuento. Una
cosa de tanguero viejo, que cuenta anécdotas convirtiéndolas en actuales. Es increíble
como uno va creando “criaturas” en base a características aisladas de seres
reales que sí ha conocido.
Así salió. Y uno pensaría que sirvió, como
tantas veces hace la escritura, para exorcizar muchos temores, miedos e
inconexiones. Pero no, me sigue pareciendo un lugar tan terrible como
necesario. Y no hay un consuelo real. Ni siquiera vivir rodeado de familiares y
morir de la misma manera hace que uno no piense en esos ancianos. Es en parte,
como ver un perrito de la calle, desamparado y solitario. Saben que esas
imágenes siempre me pueden. Saben que me siento conectado a ellas. Identificado
con esas soledades. ¿Por qué será? ¿Tan solo me siento en el fondo? Al día de
escribir esto, aún no lo sé.
La vida es como es. Las cosas pasan. La
sociedad llega a esos callejones sin salida. Y lo único que se puede hacer a
veces es cambiar el enfoque de la percepción del mundo que nos rodea, para que
la recepción del mismo sea un poco menos cruel.
Quizás esa es la única manera en la que
podemos cambiar al mundo.
ALEJANDRO LAMELA.-
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