Si de paradojas sobre la compleja vida
urbana se habla, menudo brete es aquel en el que se encuentran esos pobres y
abnegados seres que se desloman todo en año en sus empleos, soportan lo
indecible bajo el cruel yugo patronal, reman catarata arriba contra los
problemas diarios, y luchan contra ese enemigo imbatible que es la rutina.
Es, señor lector, el caso de los
“veraneantes”, quienes luego de un año de trabajo y más trabajo buscan
recuperar el sentido de la vida en unas breves, pero no por ello menos
disfrutadas, vacaciones; y sin embargo, al límite de sus fuerzas deberán
superar una última barrera: el viaje en micro.
No es que menospreciemos el duro camino a
recorrer que tienen por delante aquellos que realizan el viaje vacacional en
auto, ya que esas inocentes criaturas autosuficientes sólo han cambiado un
problema para comprarse quince o veinte más (dependiendo de la calidad de la
casa automotriz, claro está). Nosotros nos referimos exclusivamente a esa
enorme mayoría muy poco silenciosa que no dispone de automóvil, y debe confiar
su vida, comodidad, y futura salud mental por el resto del año, a un viaje
guiado y compartido por extraños, que lo depositará en las dulces playas del
descanso estival.
Imagínense la cuenta regresiva del último
día laboral con el bolso listo desde hace más de una semana, el escritorio
limpio y ordenado como nunca volverá a estarlo en todo el año, y unas ganas
locas de que sus pies estén sobre la arena de la playa y no sobre esa alfombra
de oficina importada de dudosa calidad. Ese espécimen, anémico de paciencia,
sediento de distracción y con voraz hambre de ocio, sólo cree que un “pequeño
viaje de algunas horitas” lo separa de su tan merecida recompensa anual. Y allí
es donde comienza la odisea.
Para empezar nomás, la llegada a la terminal
de ómnibus es el más claro adelanto de la tempestad que se avecina, con cientos
de miles de personas con sonrisas ansiosas en los rostros, y verdaderas ansias
de matar si se pierde un segundo más de lo necesario en la espera. Allí donde
los bolsos se empujan, arrastran, aplastan, revolean, y extravían
(expandiéndose a la posibilidad siempre latente del infaltable hurto), todo es
un gran caos en el cual uno mirará en el boleto cientos de veces la hora,
asiento y empresa, preguntándose ante cada micro que llegue si es el suyo.
Inevitablemente tendremos un atisbo de
humanidad y empatía para con aquellos que trabajan cuando nosotros descansamos,
y miraremos con ternura la gesta épica del pobre changarín que en un carrito,
apenas más sólido que uno de supermercado, va cargado como dos aviones Hércules
de la fuerza aérea. Pero de inmediato recordaremos a ese taxista que nos
alcanzó hasta la terminal y (mitad oportunismo, mitad envidia) nos fajó con el viaje,
sólo por llevar algunos bolsitos en el baúl. Y sí, aquellos que vais de
vacaciones, dejad en la puerta de la terminal toda compasión...
Luego de varias decepciones (y una nunca
breve espera), arriba el micro y comienza la sutil pero mortal táctica de quién
logra colar los bolsos en la parte de más sencillo acceso (pensando en que
luego habrá que bajarlos), y a la vez poder subirse al micro (con una
desesperación que hace olvidar que los asientos están numerados). Todo claro,
ante la inexpresiva y poco entusiasta vista de los choferes, que aprovechan la
ocasión para estirar cada uno de sus atrofiados músculos revoleando bolsos a
diestra y siniestra (y siempre ese de dos toneladas que veníamos relojeando
desde hace rato va a parar sobre nuestro escuálido y frágil bolsito de
ocasión).
En fin, una vez arriba, lejos del caos se
cree estar a salvo. Pero comienza una serie de reveses que minaran las fuerzas
ya de por sí debilitadas de nuestro casi veraneante. Se confirman las
sospechas de que la pregunta sobre “ventanilla o pasillo” a la hora de adquirir
el boleto fue una mera formalidad; comprobamos que el sillón-cama tiene poco de
sillón y mucho de catrera (además de que no hay forma alguna de lograr una
posición cómoda que soporte varias horas de viaje, salvo que uno sea profesor
de yoga); y de inmediato hay algo que nos revolotea amenazadoramente la mente:
“¿me pareció a mí o cuando subí vi que el chofer al volante estaba
cabeceando...?”.
Pero ya estamos en viaje, el micro arranca y
¡vacaciones allá vamos!. Inundados de esa refrescante sensación no nos damos
cuenta de que aquello que realmente estamos sintiendo es uno de nuestros
enemigos más viscerales: el aire acondicionado. Primero levemente, pero luego
de un rato creyendo estar camino a Siberia, sentiremos su gélido aliento
golpear contra nuestras desnudas piernas a las que el shortcito recién comprado
para la playa no podrá oponer mucha resistencia. Y lo mejor de todo será la
resaca de resfrío que nos dejará al menos dos o tres días con los siempre
odiados estornudos de verano.
Lo bueno es poder aprovechar el tiempo con
el que no contábamos (por haber pedido específicamente un servicio directo,
descubriendo una vez arriba que hay que desviarse apenitas para hacer unas doce
o trece breves paradas y seguir subiendo pasajeros), para poder conocer a
nuestros queridos vecinos de viaje.
Allí encontraremos una hermosa fauna
salvaje, encerrada toda junta y con la puerta sellada por varias horas. Veremos
a los adolescentes, siempre súper excitados con sus primeras vacaciones solos,
poniendo su música portátil a todo lo que da, haciéndonos latir a su ritmo esa
vena que extrañamente comienza a golpetear en nuestra frente. También a las
parejitas, infaltablemente al fondo, y sin desaprovechar un segundo para apretar
duro y parejo todo el camino (por suerte la música tapa los tan molestos ruidos
de besos, ¡uff, qué afortunados somos!). Y los niños... esas hermosas,
adorables y sensibles criaturitas que suben dormidas y ni bien arranca el micro
se transforman en unas alimañas infernales, dotadas de graznidos de cuervos,
con pulmones de nadador, y una cara roja sin lágrimas que parece decirnos “Sí,
pienso llorar todo el viaje”.
Pero, y los peros siempre vienen acompañados
de algo malo, hay un ser que supera a todos y es ¡oh, casualidad! aquél que el
azar, los hados, y varias brujas demoníacas sentaron a nuestro lado: el
conversador. Generalmente gente mayor (aunque hay modelos de todas las edades)
lleva al máximo la creencia de que “hay que conversar para hacer más corto el
viaje”, y cuando uno ya comienza a relajarse un poquito, empieza a preguntarnos
todo sobre todos y por todo. Cuestión que en pocos segundos será casi como de
la familia, y sabrá con lujo de detalles desde nuestro árbol genealógico hasta
el número de nuestra cuenta bancaria; y nosotros ni enterados de cómo se la
dimos, pero no importa con tal de que se calle.
Aun así, nuestro querido veraneante,
haciendo acopio de sus últimas fuerzas, sacará paciencia de los lugares más
recónditos de su cuerpo, obviará el retumbar constante de la vena de su frente
y sacará un as de la manga: hacerse el dormido. Técnica largamente ejercitada
durante el año para no ceder asientos a embarazas, la usará una última vez con
placer, seguro de su innegable victoria.
Pero en cuanto esos ojos se cierran, se
encenderán esos pequeños televisores, cuya presencia no habíamos notado hasta
que sentimos que hay justamente uno sobre nuestras cabezas. Siempre dando
películas que supieron ser estrenos hace dos o tres décadas, y lo mejor de
todo, en un volumen bien fuerte (y claro: hay que tapar la música, los
besuqueos, el llanto de los nenes, la voz de nuestro charlatan acompañante que
encontró otro de su misma calaña y ¡se ha formado una pareja!).
De última, el veraneante decide ver por
centésima vez esa película (torciendo el cuello como contorsionista profesional
para ver un cuarto de pantalla), y quizás tomar algo. Allí comete un grave
error consumiendo ese líquido que él creía ser juego y que sólo se trataba de alguna
especie de brebaje colocado en el “bar” (¡?) del micro, que curiosamente
generará los mismos efectos que el más fuerte de los laxantes de venta libre en
farmacias.
Cuando comienza a sentir los síntomas, cree
que sería mejor dejarlo a medio tomar, aprovechando ese apoyavasos plegable a
un lado del asiento. Plegable es, lo que no es justamente es estable, y ante la
primera curva de la ruta todo su contenido irá a parar sobre sus ya casi
insensibles piernas, agarrotadas por el frío del aire acondicionado.
Está bien, todo tiene su límite y el medidor
de paciencia ya se rompió hace varios kilómetros... Pero en un último esfuerzo
de mantenerse cuerdo (y alejarse de los ronquidos de su acompañante, que aún
dormido encontró una forma de ser sonoramente molesto), el viajero cree que
estirar sus piernas le hará bien. Qué mejor que ir al baño y quizás
higienizarse un poco las salpicaduras.
Eso sí, al pararse frente a la puerta de ese
minúsculo cuartito, le parece físicamente imposible que allí dentro exista un
baño. No obstante, ingresa y obviamente su concepto de “baño” cambia
significativamente. Sobre todo cuando siente ganas de orinar y comienza a
luchar con las constantes sacudidas del micro, enfrentándose a la tapa del
inodoro que se abre y cierra a mil revoluciones por minuto mientras él trata
denodadamente de embocar lo suyo, batiéndose contra el mareo que le produce el
bamboleo y soportando los golpes que su cuerpo recibe contra los paneles
laterales.
Finalmente, derrotado, humillado, empapado (y
ya no sólo por el jugo derramado), vuelve a su asiento e increíblemente cree
estar soñando porque encuentra a todo el pasaje a oscuras y en silencio. Sin
cantos, parloteos, películas, ni llantos. Incluso una postura imposiblemente
cómoda de su compañero hace que ronque menos, y así finalmente nuestro
acongojado viajero veraniego se sienta, disponiéndose a dormir.
Y es allí cuando su propio autocontrol lo
abandona, y la vena que rebotaba en su frente se ha convertido en todo un
campanario de catedral que lo acompañará sonoramente, asegurándose de que no
pegue un ojo durante las diez u once horitas de viaje que faltan para llegar a
destino y, ahí sí, finalmente, descansar en paz... al menos, hasta que haya que
emprender el viaje de vuelta...
ALEJANDRO LAMELA.-
Me encantó tu relato. Me recordó tantos viajes en micro. Gracias por hacerme viajar de Retiro a la Costa Atlántica en breves segundos. Carolina.
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