Somos bípedos, eso en algo debe influir en
nuestra concepción del mundo. Desde la primera vez, siendo muy pequeños, en que
nos ponemos de pie por nuestros propios medios, la concepción del mundo pasa a
ser esa, pasa a estar regida por el equilibrio, el balance[ , la coordinación. Con
el tiempo le agregamos la agilidad, la destreza, y finalmente la velocidad. Años
después, siendo niños, queremos a toda costa una bicicleta. Y tiempo después de
eso, queremos una motocicleta.
Casi pareciera un ciclo natural, y si bien
no a todos les gustan, o eligen esos medios para movilizarse, aquellos a los
que sí, mantienen a lo largo de toda su vida una relación particular con esas
dos ruedas: de cariño, de respeto, de compañía. Y, obviamente, están los que se
fanatizan a ultranza, y deliberadamente forman subgrupos, tribus urbanas con
las que recorren el mundo.
Los ciclistas son los más naturalistas. Ya
sea porque de pequeños Papá Noel les regaló esa bici por la que tan bien se portaron durante todo el año; ya sea porque por primera vez
sintieron al tenerla que algo les pertenecía sólo a ellos; ya sea porque fue la ocasión
inicial en la que pudieron desplazarse más velozmente que la propia velocidad que
su cuerpo les permitiera; o ya sea que quedaron fascinados
por los Bicivoladores y quisieron
emularlos toda la vida (quien fue niño o adolescente en los 80s sabe de lo que hablamos).
Son criaturas especiales, que se impulsan
por la vida con un tipo de comuunión con el medio ambiente;
que no contaminan; que no consumen recursos (más que litros y litros de agua
por la lógica transpiración que genera pedalear en verano); que se
acostumbraron a llevar a cuestas una pesada cadena reforzada con titanio para
poder estacionar la bici sin problemas
de inseguridad; que van disfrutando del paseo, aún si les toca una calle
empinada; y que no se hacen tanto problema por el tránsito, ya que siempre les
queda el recurso de subirse a la vereda, y a otra cosa.
Será que están acostumbrados a superar obstáculos
desde pequeños, cuando tuvieron que sobreponerse a mil y un porrazos para
aprender a andar sin rueditas, agarrándose de una pared, pidiendo la
ayuda de algún abuelo o tío compinche, raspándose codos y rodillas en un sinfín
de caídas y contusiones que aún así no los desviaron del
objetivo primordial. Tanta perseverancia y a la larga se logra. ¡Y vaya satisfacción que
se siente al poder desplazarse sin esos ridículos e infantiles complementos! Es
como si a uno le quitaran las muletas, y pudiera caminar por su propia cuenta.
Ellos disfrutan del sol, y tienen todo un
arsenal de justificativos para, aún en los días de lluvia y
frío, seguir utilizándola. No les importan las paspaduras (recuérdese la
expresión “más colorado que huevo de ciclista”); ni llegar bañado en sudor a
casi cualquier lado; ni que los salpique cuanto vehículo les pase cerca; o
incluso ellos mismos lleguen con toda una línea de mugre a lo largo de la
columna por ese siempre deficiente guardabarros. Ellos le dan para adelante. Y ya
sea por avenidas, bicisendas, ciclovías, veredas, o hasta rutas y autopistas
(sí, hay inconscientes de ese estilo), avanzan. Es que hay cierta cosa de bohemio ,
de evitar los carriles normales de la vida.
Verdad es que se requieren ciertas precauciones
que los convierten en símiles caballeros templarios: el casco (como yelmo), las
rodilleras, coderas, guantes y zapatillas especiales (como armadura) les sirven
para enfrentar esa quijotesca batalla contra la vida motorizada. Y lo logran.
Algunos, todos los días; otros, simplemente en sus ratos libres, en los cuales
deben rivalizar espacio con los skaters y rollers.
Esa es justamente otra tribu. No confundir,
así como podía diferenciarse un mohicano de un siux por su cabellera, a ellos
se los diferencia por la cantidad de rueditas que deben utilizar. Quizás muy
pocos aprovechen este medio para dirigirse a sus empleos, quizás el prejuicio
sea demasiado grande, y se los tilde de inmaduros, de yankilizados, de poco
masculinos incluso.
Pero a ellos no les importa. Tienen su mundo, sus acrobacias, sus capacidades y
poderes especiales que les resultan muy convenientes en lugares de la ciudad en
los que el espacio se reduce, y el ingenio se agudiza. Además, pueden decirse
ser mas cool, más fashion, más audaces. No cualquiera
domina esos zapatos con ruedas; y ellos lo saben, y lo llevan adelante con
orgullo y determinación.
Y tenemos a los motociclistas. Ellos sí que
son legión. No sólo pueden ir a sus empleos en su moto (compañera, amante, extensión de su cuerpo, madre, esposa,
hija, cama, vehículo y sustento), sino que muchas veces incluso andar en moto
es parte de su trabajo.
Los motoqueros son especiales. Suelen ser
grupos cerrados y movilizarse en manadas, como lobos sobre ruedas, rudos y
salvajes, compartiendo cervezas en cuanta placita encuentren para aprovechar
esos poquísimos minutos que le ganaron a alguna entrega, y disfrutar sin que
nadie de la patronal se entere.
A su vez se diferencian entre los que hacen
delivery alimenticio y los que entregan sobres y paquetes. Cuestión de cilindrada,
de capacidad de empuje, de motivación. Pero todos tienen poco tiempo, por eso
viven a mil, quizás sea la única manera en la que conciban vivir la vida. Por eso andan tan
raudos, por eso se llevan puestos tantos espejos retrovisores, por eso parecen
figuras fantasmales salidos de la nada. Y los automovilistas los odian, los peatones les temen, y las chicas los aman.
¿Acaso hay algo más copado que invitar a una chica a dar una vuelta en moto?
Si párrafos más atrás se citó a los Bicivoladores, aquí se debe hacer lo
mismo con Renegado. Incluso, sin ser
motoquero, con Mad Max, más por una
cuestión de filosofía (eso de “guerrero del camino”) que de vehículo. Es
curioso, pero hay un sentido de indestructibilidad
en ellos que es al mismo tiempo admirable y condenable por la falta de instinto
de autopreservación.
Pero no es simple. Hay que saber utilizar el
balance del cuerpo (y sumarle al peso propio, y el de aquello o aquellos que se
transporte, que varía y mucho) si no se quiere terminar pareciendo a una mancha
de tuco contra el frente de un colectivo. Hay que conocer cada calle, el
sentido y caudal del tráfico, las horas pico, los cruces peligrosos, la
coordinación (casi nula en Buenos Aires) de los semáforos. Y la regla nro.
1: siempre ser el primero en la línea de detención en los mismos, ya que si se
arranca rezagado, los cuadrúpedos los
arrinconan… y adiós motoquero querido que un día supiste ser tan audaz.
También los acompañantes deben tener en claro
las reglas: las mujeres pueden agarrarse de la cintura, pero no por cariño sino
por necesidad de superviviencia; el resto debe compensar con los costados y la
fuerza de la entrepierna, lo cual al bajar nos dará una idea de lo que sentían
los jinetes de antaño.
Aunque hay problemas insalvables: por más
equipo impermeable que se tenga, la lluvia siempre se filtra y no hay cuerpo
que no se estremezca al sentirla; también es imposible mantener un peinado si
uno debe usar durante muchas horas al día un casco en la cabeza (aunque algún
coqueto a ultranza recurre a toneladas de espeso gel, y va paliando la
situación); y ni hablar de la capacidad de ser disparado como por una catapulta
en caso de colisión frontal…
Somos bípedos. Todos nosotros. Así que la próxima
vez que vea a alguno de estos intrépidos rodando por la ciudad, no los insulte,
ni los discrimine; piense que lo único que ellos lamentan es no poder ser
centauros de dos ruedas en lugar de cuatro patas. Es que aún no todas las
figuras mitológicas fueron inventadas. Y la imaginación avanza sobre ruedas.
ALEJANDRO LAMELA.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario