Dedicado
a El
Petiso,
mi
querido Fiat Spazio 147;
nunca
habrá auto más fiel que él.
No es bueno que el hombre esté solo. Por eso
se creó el automóvil. Pasa que el Altísimo
(a través de la forma de inspiración tecnológica en varios de sus
representantes en la Tierra), lo veía al hombre ahí, a pie, sin rumbo,
desgastando inútilmente tiempo de su corta vida en recorrer largas distancias,
reventando caballos en trayectos y guerras sin sentido, hundiéndose en el barro
de sus propias limitaciones físicas. Y se hizo la luz.
Millones de seres humanos (aunque alguno
bien podría calificar como animal)
surcan los caminos día tras día detrás del volante, dirigiéndose a sus empleos,
sus hogares, paseando, recorriendo, visitando, chocando…
Es así, el auto es parte de nuestras vidas,
de las de todos: ya sea que uno sepa manejar o no, siempre está en contacto con
estos vehículos, y siempre son motivo de reacciones muy diversas. Desde el amor
incondicional, al odio más encumbrado. Desde la fría indiferencia de quien lo
trata como un montón de metal y transistores (con cierto placer por dejar que
se vaya destruyendo progresivamente, hasta la ruina), a quien lo cuida más que
a su propia madre (y le pone nombre, apodo, lo tunea, y llena de marcas
personales, como una extensión de su propio ser).
La relación que un conductor puede tener con
su auto, es visceral. Ya desde el momento en el que decide (o las
circunstancias lo obligan) a aprender a manejar, firma una especie de pacto en
sangre con el demonio, un demonio que tarde o temprano se apoderará de ese
conductor y lo convertirá en una bestia salvaje, siempre tentada a apretar el
acelerador, en una búsqueda imposible de dejar atrás sus propios
problemas personales.
Están quienes aprenden a manejar por toda
una tradición familiar de padres a hijos (una especie de rito de iniciación); están
quienes por falta de conocidos que manejen, de paciencia de los mismos, o
incapacidad innata de aprendizaje, recurren a las academias de manejo; están
los autodidactas que en el camino de su instrucción van dejando varias cajas de
cambios y paragolpes en el camino; y están los que jamás, jamás, jamás tocarán
un automóvil, a menos que sea otro quien conduzca, y ellos vayan cómodamente en
el asiento del acompañante.
No es fácil aprender a manejar. Al menos no
los autos tradicionales (las nuevas versiones automáticas son algo así como “drive for dummies”). Uno de movida
quiere emular a los grandes héroes del cine y sus espectaculares corridas en
vehículos fantásticos (¿quién no deseo su propio Batimóvil?), o a los corredores de Fórmula 1 y sus hazañas en
velocidad. Pero la realidad suele ser mucho más cruel, aburrida, enervante y
desmoralizadora. Es difícil, y uno va a aprender a putear en arameo mucho antes
de poder dominar las artes de la conducción automotriz.
En un comienzo se trata de tomar de
referencia lo que alguna vez en la niñez se tuvo: cierta pseudo-lección de
manejo en el regazo del padre; los autitos chocadores en los que colisionar es
mucho más divertido que manejar en sí (tremendo daño a la capacidad futura de
ese individuo); o los mismos videojuegos que producen una falta total de temor
al volante, porque lo peor que nos puede pasar es tener un cartel de game over frente a nuestros ojos. El
caso es que uno toma referencias de lo que sea, y con eso trata de salir al
ruedo.
Al principio, se le tiene miedo a todo. A no
poder controlar la velocidad; a que se le quede detenido en lugares inoportunos
(justo en las vías del ferrocarril, justo en el cruce de las avenidas más
importantes de la ciudad, justo en las cercanías de ese barrio tan oscuro y
peligroso); pasando por el temor de rayar el auto, de no detenerse a tiempo; de
calcularle mal el espacio hasta el cordón de la vereda; o simplemente de
levantar por los cielos a algún desprevenido peatón que no se diera cuenta de
nuestra incapacidad latente.
Todo nos asusta, y está bien que así sea. Es
instinto de supervivencia, pero de a poco nos vamos reponiendo a eso, o nos vamos
enzarzando en otras batallas personales: el maldito embrague (engendro
demoníaco, alquimia de las entrañas de la oscuridad, azote de los pobres
aprendices); el poco confiable freno; las siempre dudosas posiciones de las
luces; la muy buchona caja de cambios (con sus clásico “errrrkk-eeeeerrrrkkkkk” cuando le pifiamos); los enormes puntos
ciegos entre los espejos retrovisores; el millón de botones del tablero (ni que
fuera una nave espacial); la inseguridad sobre cuánta presión ponerle a los
neumáticos ; o si se le debe dar propina al playero de la estación de servicio.
Es que hay academias de manejo, pero no hay
manuales de manejo para estas pequeñas vicisitudes. Y así se hace aún más
difícil.
Una vez superados estos traumas, llegan
aquellos que tienen que ver con la interacción con otros vehículos. Allí es
cuando se desarrolla una verdadera escena de la supremacía del más fuerte
(Darwin bien podría haberse inspirado en este hecho tan poco natural). En las
calles el auto es un carnívoro, los peatones herbívoros, los ciclistas una
especie mixta, y los motociclistas aves rapaces. Pero definitivamente, los
taxistas son leones y los colectivos, elefantes. Y esta es una escala de
depredadores que uno aprende casi de inmediato, y que nunca vuelve a poner en
duda, por el simple hecho de que no vive para contarlo.
Ahí es cuando llegamos a otro punto
interesante: en la calle un raspón es conflicto bélico, un espejo arrancado 3ª Guerra Mundial, y un
topetazo desde atrás el apocalipsis. Nadie respeta nada, y
los argentinos somos los más nadies
de los nadies. Ni bien uno se lanza a
las calles, nota lo poco que le sirvió memorizarse todas esas reglas, todas
esas señales de tránsito, todos esos acuerdos tácitos de no agresión, y las
archiva para nunca más volver a pensar en ellas (además de comprender por qué
el examen de manejo fue tan fácil en su parte teórica).
Aquí también tenemos espacio para derrumbar
un gran mito: ese que profesa que las mujeres conducen peor que los hombres. Es
una total falacia; y no es que se afirme en defensa de las mujeres, sino por el
simple hecho de que ambos sexos manejan igual de mal.
Lo único que hay son pequeños matices: ante
la duda en un cruce el hombre acelera y la mujer se detiene; a la hora de
estacionar la mujer se toma TODO el tiempo del mundo, y el hombre mete el auto
aunque tenga que subirse a cococho
del que ya está estacionado; la mujer maneja atenta a todo su entorno (tanto
como para mirar vidrieras desde el auto mismo), mientras el hombre no presta
atención a nada (ni siquiera a ese perrito incauto que cruzó la calle, o ese
ciclista que se enredó en su rueda trasera y al cual viene arrastrando desde
hace tres cuadras).
Como puede verse, estamos hermanados y
unidos por nuestra tremenda naturaleza humana. Que tiene un aditamento: el de
los insultos. Debe haber pocos ámbitos más propicios para putearse que el del
tránsito. Y hay gran variedad: esos estruendosos y clásicos en los que se
marcan las “r” y las “u”; esos que se mascullan entre dientes sin animarse a
sacarlos; esos que tienen carácter irónico (“¡Fangio! ¿Resucitaste?); o esos
que apelan al humor (¿Dónde aprendiste a manejar, por correo?).
Pero algo que resulta particularmente
llamativo, es que cuando alguien cruza imprudentemente, y el otro lo insulta,
el que está en falta lo insulta también. Es como si la puteada fuera un escudo
protector de errores y a la vez una especie de saludo entre iguales, que se
reconocen a sí mismos y saben que pueden cambiar de lugares de un momento a
otro.
Y los bocinazos. En los peajes; en los
embotellamientos; en las consagraciones deportivas; en las idas a las apuradas
al hospital mientras se saca un pañuelo blanco por la ventanilla… Aunque hay
uno que llama la atención más que cualquier otro: el del baboso que le toca
bocina a una chica bonita que pasa frente a sí. ¡Por el amor santo de Dios!
¡¿Alguien podría decirme si alguna vez una persona en la historia de la
humanidad se levantó una mina por tocarle bocina?!
De todas formas, se recomienda nunca manejar
enojado (no hablar bajo los efectos del alcohol o alucinógenos, si total la
polución de la ciudad ya nos genera el mismo efecto). Es que se dice que uno junta
todo el enojo, la furia contenida, y los larga en un profundo apretón al
acelerador. Y por un instante, ve en
cualquier peatón a su jefe, su suegra, el vecino que toca el saxo a las tres de
la mañana, o la vieja que siempre tiene alguna queja cuando nos encuentra en el
ascensor.
Caso curioso el de los peatones que se
quedan petrificados en el medio de la calle cuando notan que cruzaron mal y uno
se les va encima con el auto. A ver, muchacho: si avanzas, fin del problema; si
retrocedes, fin del problema; si te quedas en el lugar, vos vas a parar al
hospital (o a la Chacarita, si tenés mala suerte) y yo a la comisaria (o a
Devoto, si tengo un mal abogado).
El tema de los límites de velocidad es otro:
será porque a todo el mundo le gusta ver una buena persecución policíaca en la
televisión, que en algún momento nos llama emular al sujeto. Así tenemos a esos
héroes de las rutas que profesan con
orgullo y desmedida proeza “le puse 2hs[ y media de Buenos Aires
a Mar del Plata”. En el medio no dicen la cantidad de veces que pudieron
haberse matado ellos, y a tantos otros, pero supongo que esa parte del relato
no suena tan épica, y por eso casualmente olvidan mencionarla.
Hay irracionalidad en nosotros en todo
aquello que tiene que ver con los autos: tenemos terror al granizo por ellos;
soportamos a trapitos y limpiavidrios por el temor a que le hagan una mínima
marquita a la pintura; los limpiamos hasta que quedan como espejos, cuando
tenemos una ocasión especial; o los zambullimos en el agua y el barro, para
sentir que tenemos un todo terreno.
Hay tradiciones perdidas en el tiempo: la de
hacerse juego de luces de frente en la ruta a modo de saludo; la de bajarse a
abrirle la puerta a una señorita; la de ceder el paso y retribuir el gesto con
un agite cordial de la mano; la de sacar el brazo por la ventanilla para
indicar que giramos; la de poner la luz de giro para cambiar de carril. No,
todo ello cayó en pos del apuro, de la histeria, del descontrol y el caos.
Somos presas de nuestros propios demonios, y arriba de esas máquinas, los
demonios son la voz de nuestra conciencia.
Pero, por más que insultemos, que nos
quejemos, que nos descuidemos, el auto es un mal necesario, y muchas veces su
utilidad es tan proporcional al sentido mismo que nosotros le demos a su
existencia. Pero eso sí: nadie puede negarnos el placer descomunal que nos
genera decir (con total confianza en nosotros mismos y en esa máquina
prodigiosa) “Subí que te llevo”.
ALEJANDRO LAMELA.-