Si existe una criatura en extremo estresada
en la amplia galería de fenómenos viajeros, esa es sin duda el pasajero de
avión. Será que el hombre (salvo para la mente privilegiada de Leonardo Da
Vinci) no está hecho para surcar los cielos y las nubes; pero es tremenda la
carga de tensión que se debe soportar al momento de subirse a una de esas aves
mecánicas.
El que
viaja cotidianamente en avión, aquél a quien su empleo o sus obligaciones
diarias lo obligan a subirse y bajarse constantemente de esas bestias
metálicas, desarrollan un intrincado sistema de coordinación, algo así como un
radar o el instinto de los murciélagos. El pasajero de avión siempre debe saber
de horarios de salida y llegada, capitales y ciudades, comidas y costumbres,
formularios y documentos, idiomas y dialectos, combinaciones, precios, costos,
monedas…
Son seres especiales que en algún punto
puede que disfruten ser más ciudadanos del mundo, que de algún sitio en
particular. O que simplemente ni siquiera recuerden donde nacieron, en que[.1] distrito votan o cuál es
la bandera a la que le juraron lealtad. Ellos viven más en los aviones o en los
aeropuertos, que en sus propios hogares; pasan más tiempo con azafatas y
changarines que con sus propias esposas e hijos; prestan más atención al clima
que a cualquier otra noticia; y saben mil pequeñas cosas de miles de sitios,
pero no conocen realmente uno en su totalidad.
Sin embargo, la inmensidad del cielo no es
jurisdicción propia de los viajeros frecuentes. Todos tuvimos en algún momento,
la infantil fantasía de ser astronautas o pilotos de avión. Y si bien un mínimo
porcentaje logra realizar aquel sueño inocentón, la gran mayoría de nosotros
debe sucumbir ante la cruda realidad de que en el mejor de los casos[.2] apenas soportamos
subirnos de vez en cuando a esos juguetes voladores, y que otros nos lleven.
Hay demasiadas contraindicaciones en el
prospecto de los vuelos. Demasiadas complicaciones. Demasiadas contramarchas.
Es verdad que el miedo a volar es quizás la mayor de ellas, y si alguna vez
tuvieron la desagradable experiencia de viajar con un fóbico de compañero,
bueno… digamos que es algo que no se olvida nunca. Jamás volverán a ver a
alguien sudar tanto, ni vibrar como colibrí en celo, o mirar con tanta
obstinación las puertas.
Pero aun para aquellos que no tenemos ese
problema, el viajar en avión tiene otros tantos que suelen empardar las cosas. El check in es lo más cercano que vamos a
sentirnos nunca a ser un convicto fugándose[.3] (a menos que realmente
lo sean, claro está), un narcotraficante con un cargamento de los más refinados
psicotrópicos, o un caballero con problemas de flatulencias crónicas en
espacios cerrados. Uno se persigue, y aunque tenga todo en orden y sea un
ciudadano correctísimo, tiene miedo de que algo salga mal.
Desde alguna firma o número mal marcado en
el pasaporte; hasta el tremendo detector de metales que parece ensañarse
exclusivamente con cada pequeña cosilla que uno lleve encima hecho con ese
material; hasta la paranoica idea de que alguien puede haber colado algo en
nuestro equipaje; o que algún hacker
llenó nuestro registro policial de mil y un acciones vandálicas por mero
placer. Por eso siempre se está a la espera de que lo liberen de todos esos controles[.4] , trata con la mayor
cordialidad a los encargados de la seguridad, no sea cosa que se enojen y
terminemos siendo interrogados por Interpol.
El tema del equipaje también merece su
apartado. Por más tiempo y dedicación que uno le haya prestado a la
conformación del mismo, tratando de ahorrar la mayor cantidad de espacio
posible, siempre está el temor latente del exceso de peso y de tener que pagar
recargo. Ni hablar de la altísima (y sospechosa) tasa de pérdida de maletas que
hay, y sabemos con total seguridad que la nuestra es candidata a terminar
solitariamente varada en Tombuctú.
Ya que hablamos de exceso de peso, aquellos
que lo tengan en su propio cuerpo (producto de la ingesta indiscriminada de
grasas a lo largo de décadas) y no en su equipaje, tienen todo un problema. Si
bien en los últimos años, debido a reclamos varios, las aerolíneas han puesto
asientos especiales para personas moderadamente rellenitas (como en un cuadro
de Botero, digamos), nunca se sabe si uno realmente va a poder entrar con toda
su jugosa fisonomía en esos pequeños tronos. Y aún si lo hace, que Dios se
apiade de aquel que vaya en el asiento vecino, o que intente siquiera
apropiarse del apoyabrazos.
Hablando de discriminación, de más está
decir que las diversas clases sociales quedan también expuestas en un avión:
según la normativa de cada país, de cada aerolínea y de cada régimen, tenemos
la clase turista, la business, ejecutiva, express, VIP, primera clase, ultra,
mega, hiper… y al diablo con el que haya
decidido ponerle todos esos nombres elegantes y estúpidos a una parte del mismo
avión. Como si acaso hubiera alguna diferencia en el caso de que el mismo se
cayera y se hiciera trizas contra el suelo, como aquellos modelitos de
aeromodelismo que los niños tanto disfrutan destruir.
Si hay una diferencia palpable, es la que se
da entre los vuelos de cabotaje y los internacionales. Es como si los primeros
fueran para la plebe y los segundos para los patricios. Sin importar que uno
viaje de apuro al lejano Oriente japonés o al cercano Oriente uruguayo. El
estatus de internacional da otro target, otra
connotación, que ya al momento de reservar el boleto se hace notar.
De todas formas, una vez estamos[.5] arriba del avión, somos
todos iguales. Sí señores, la gravedad es una perra traicionera[.6] pero igualitaria. Nos
aplasta, nos contrae, nos revuelve el estómago, nos engulle y devora[.7] nuestras ansias de verle
la cara a Dios. Esa sensación espantosa que se da en el momento del carreteo,
en la cual sentimos que somos engullidos[.8] por un agujero negro
interestelar, es simplemente una experiencia que ningún humano debería
soportar.
Como así tampoco debería soportar[.9] la ingesta de la comida
de avión, siempre dándosenos todo en pequeñas porciones: todo mini, todo
descartable, todo liviano, aunque el plato principal con seguridad nos caerá
tan pesado como todo el tonelaje del avión. Y después esa compulsa a ofrecerle
alcohol al viajero que hace que uno sienta que no hay reglas. Claro, si se está
en las alturas es como estar en aguas internacionales ¿no? Pero si uno se
emborracha a diez mil pies de altura, es lo mismo (o peor) que hacerlo en el
llano.
Y recordará esto que le digo cuando quiera
ir al baño. Ese es mini también. Y realmente hay muy poco que uno pueda hacer
por la intimidad en un lugar así. Por eso, le recomiendo que medite
profundamente en busca de lograr el equilibrio trascendental de mantener en
orden sus funciones corporales por horas. Me agradecerá el consejo.
Pero no todo es malo. Justo en el momento en el que nos
estamos metiendo en la boca el décimo chicle que nos habían prometido servía
con indudable efectividad para que no se nos taparan los oídos[.10]
(y descubrimos con odio que solo era una paparruchada), llega ella: la azafata. Ese ángel
que vive allí en los cielos, hermosa, perfumada, y servicial. Y sin dudas
tendremos un enamoramiento tan fugaz como el viaje que realicemos… ¡Pero
hombre, que con tal de distraerse de la insufrible sensación de nauseas todo es
válido!
Y lucharemos con la indomable necesidad de
apretar cuanto botoncito tengamos sobre nuestras cabezas (justamente uno de
ellos hace que la preciosa azafata venga a nosotros… ¡cuánta crueldad en esos
diseñadores de aviones, cuánta crueldad!). E inspeccionaremos los auriculares;
veremos películas del género que sea; miraremos por encima de todos los
asientos que nos rodean; nos retorceremos en los mismos [.11] buscando
una posición cómoda que ni el mejor de los gurúes yoguis del mundo podría
lograr. Todo con tal de no pensar que debajo de nuestros pies no hay nada más
que aire.
Pero lo lograremos. Miraremos por la
ventanilla (la nuestra o la de un vecino al que le invadiremos su espacio aéreo
sin miramientos) y veremos toda esa inmensidad, todo ese cielo, esa maravilla
que nos rodea. Y las hormigas allí abajo, en sus casas, en sus autos, en sus
rutas, en sus vidas. Hormigas. Las hay voladoras también, y nosotros seremos el
mejor ejemplo de ello.
Y mientras tratamos que finalmente el coctel [.12] de
pastillas, el alcohol y las fantasías pseudo-pornográficas con la azafata nos
relajen, iremos tarareando en nuestras mentes, aquella canzonetta italiana, del
genial Domenico Modugno,
que profesaba libremente y sin problemas de adaptación a las alturas: “Volare oh oh / cantare oh oh oh oh, / nel
blu dipinto di blu, / felice di stare lassù…”.