Antes de comenzar, se le da aviso al lector
de que este relato no es ficción, ni de carácter sobrenatural, o se trata de un
universo alternativo, cuya realidad se haya distorsionado de manera bizarra,
tenebrosa o ridícula. Es que para aquellos que viven al otro lado de esa gran
frontera que es la Av.
General Paz , es difícil de comprender, racionalizar o
siquiera concebir que existan medios de transporte, utilizados por un
grandísimo caudal de pasajeros, que operen absolutamente por fuera de la ley,
que estén exentos de sus normativas, de las del decoro, el sentido común y/o
hasta de las leyes de la física.
Sí señores, estos medios existen y son tan
bochornosamente reales como ese colectivo que toma todos los días, como ese
taxi que no le para o ese tren que avanza con la pesadez de un
elefante en avanzado período de gestación. Estamos hablando del transporte
ilegal, sin normativas, sin regulaciones, sin seguros, sin jurisdicción ni
amparo de Dios. O para ser más simples: TRUCHOS.
Abundan en el conurbano, son pan de cada día
para aquellos que los conducen y subsisten, y son mal necesarios para esos
pobres valientes que se atreven a ser llevados en una aventura diaria que nada
tiene para envidiarle a los peligros del Dakar.
Generalmente, surgieron como maneras más
económicas de viajar luego de la crisis argentina de finales de 2001, como una
manera algo “cooperativa” de que un grupo de personas con los medios de
trasladar a otro grupo de personas se dedicara a ocupar el lugar que los medios
de transporte legales no cumplían (con lugar, nos referimos a las enormes
franjas horarias en las que no hay un solo cristiano que se apiade de pasar por
determinados recovecos alejados de la mirada del Todopoderoso y trasladarlo a su lugar de destino).
En principio, fueron tomados con cierta
(lógica) desconfianza por los viajeros. Pero con el correr del tiempo (y con
esa facilidad tan argentina de no cuestionarse sobre la legalidad de las cosas),
las dos necesidades fueron generando un organismo simbiótico en el cual el
desocupado podía juntar unos mangos, y el viajero huérfano de transporte
oficial, realizar el trayecto de su hogar al empleo con mayor rapidez y
economía.
Así, surgieron tres tipos de transporte, una
tríada de carruajes pseudo-medievales (en verdad, la denominación les calza
como anillo al dedo) para (nula) satisfacción de la dama, (in)comodidad del
caballero y (peligrosa) alegría de los niños: remises truchos, colectivos
truchos, combis truchas.
Cada uno de ellos con su peculiaridad y una
característica asociada al peligro y a la completa inconsciencia, tanto de
quien viaja, como de quien lo transporta; lo más cercano a las diferentes
atracciones de un parque de diversiones que uno pueda imaginarse (eso sí, para
ajustar la imaginación, piense querido lector en un parque de diversiones, pero
abandonado… ahora sí está entendiendo la idea).
Los remises truchos surgieron como un objeto
de primera necesidad y una idea muy concreta: el itinerario de los colectivos
era demasiado espaciado, el recorrido a pie una empresa casi imposible (al
menos de ser cumplida con vida) y el caudal de gente con la necesidad de viajar
muy grande (tan grande como bajos los recursos de los que se disponía para
pagar individualmente, día tras día, un remis real). Entonces el ingenio
popular (que de “genio” solo tiene las últimas cinco letras) ató cabos y llegó,
cual científico de la NASA, a la resolución del conflicto: que varias personas
compartieran el mismo automóvil, realizando el mismo trayecto genérico que el
colectivo hacía, en las raras veces que pasaba.
¡Eureka! Fue algo así como el descubrimiento
del fuego, la pólvora y el viagra, todo en uno. La gente tenía un medio de
locomoción de salida continua (en un principio siempre había un auto listo a partir
de las cabeceras, e incluso con lugares vacíos para subirse durante el
trayecto); el costo del mismo era incluso inferior al boleto de colectivo (lo
cual le dio su primera definición:
“el bondi no viene, mejor me tomo un 0.50”),
y los conductores de los mismos tenían una salida laboral fatta in casa.
Obviamente, no cualquier vehículo sirve para cumplir
la función. No ,
no hablamos del Match 5 de Meteoro, o de K.I.T.T. el auto fantástico, ni
tampoco del camión de B. J. Ataque de nostalgia ochentoso al margen, lo que era
necesario era un auto grande, duro, resistente y de bajo consumo. Así fue que
se utilizó para cumplir la empresa a un automóvil que en nuestro país
justamente tiene una nefasta mochila histórica a cuesta: el Ford Falcón. Verde,
gris, rojo, azul o violeta con lunares amarillos, todos ellos servían ya que
garantizaban seis lugares disponibles (el improvisado chofer, y cinco
acompañantes). Sumado a su práctica indestructibilidad, se le agregó el equipo
a gas y la máquina surcó los caminos del conurbano como un Voyager recién ensamblado, surcando la estratósfera.
La gente lo utilizaba; los choferes paliaban
la crisis; las empresas de colectivos, si bien les generaba alguna pérdida
monetaria, la recuperaban en tranquilidad por no temer un atentado terrorista
producto de algún viajero cansado de tener que esperar una hora a que pasara
algún coche de la línea para poder subirse y llegar a su casa. O sea, todos
felices.
Pero (los argentinos amamos los “peros”), está el otro lado de la moneda:
los pasajeros viajaban apiñados (si uno veía en la fila que le tocaba un
gordito en el recuento de cinco compañeros ocasionales, ya comenzaba a pensar
cuánto podría encogerse en el asiento); las unidades estaban completamente
arruinadas (se las ha visto con puertas sin manija, con lo cual el chofer debía
abrir desde dentro); existen sin vidrios ( normalmente uno lo notaba los días
de lluvia); y hasta hubo casos de sin piso (rememorando el querido troncomovil de los Picapiedra).
A eso se debe sumar la falta de seguro,
patente, verificación técnica, oblea… Por no mencionar limpiaparabrisas, luces
y frenos… Sí, leyó bien. En fin, todo sazonado con un conductor sin preparación,
ni cordialidad de ningún tipo (ni controles toxicológicos) y una variopinta
posibilidad de acompañantes casuales que lo mirarán sonrientes con expresión de
“Sé que es una locura subirse a esto, pero también a la montaña rusa y uno lo
hace divirtiéndose”. Y si en vez de verlo sonriente, nota que frunce el ceño,
es porque quizás haya sentido un poco de olor a gas, de las típicas pérdidas
que tienen esos vehículos. Una nimiedad, obviamente.
Los colectivos truchos no son algo nuevo, y
dudo que alguna vez lo hayan sido. Ellos han debido luchar por el lugar y el
respeto de sus pares. Son algo así como la clase oprimida de los transportes
masivos; y dan pelea en cada calle y cada ruta con la misma ferocidad que un
gladiador se defendía en la arena del Coliseo Romano.
¿Cómo llega un hombre común y corriente a
hacerse con la posesión de un colectivo? es una pregunta de difícil
respuesta. Pero también lo es ¿cómo hay alguien lo suficientemente inconsciente
como para darle una licencia de conducir a semejante espécimen? Creo que es su
complejo de inferioridad lo que los arroja a tratar de emparejar poniéndose por
encima de todas las normas de tránsito, tanto como las de la sensatez y ni que
hablar las de la cordialidad.
En estos “Frankensteins” del transporte colectivo encontramos detalles en
común con sus primos anteriormente descriptos, como la falta parcial de piso,
el estado calamitoso de los neumáticos, la ausencia total de extintores de
fuego, y un andar oscilante de costado que nos hace arrepentir de haber
desayunado antes de subirnos a uno de ellos.
Pero también tienen sus particularidades, y
justo es nombrarlas. Como por ejemplo, tienen la vieja y entrañable expendedora
manual de boletos. Sí, esta cualidad que los convierte casi en museos rodantes
(podrían ligar algún subsidio por ello, que no le sorprenda), es tan característica
que nos hace viajar en el tiempo y recordar esas caóticas épocas en las cuales
le dábamos el dinero al conductor y él luchaba con la matemática, los billetes,
las monedas y el tránsito en una batalla abierta a mil frentes, y con
resultados tan cercanos al milagro como a la absoluta catástrofe.
Lo curioso es que con el tiempo han logrado
legitimarse tanto (territorialmente hablando, porque a nivel de papeles lo más cercano que pueden tener
es un pedazo de diario viejo tapando la ventanilla que alguna vez supo tener un
vidrio), y en esa búsqueda de identidad se han apropiado de ciertos recorridos
que bien podrían ser utilizados y legalmente explotados por empresas oficiales,
con un mejor pasar para choferes y pasajeros. Pero hay un gran tema que no
estamos incorporando a la ecuación: a nadie le importa hacer las cosas bien.
Entonces uno puede encontrar de todo arriba
de uno de estos artefactos infernales: desde gente llevando animales (y no me
refiero a un cachorrito en una mochila, sino a gallinas en jaulas, de las
ponedoras de huevos y todo); personas que se habitúan tanto a la idea de que el
transporte es legal que hacen de cuenta que es un micro de larga distancia con
baño incluido (cosa que obviamente, no posee); vendedores ambulantes que son
algo así como azafatas; y un hermoso, perfumado e indisimulable aroma a mezcla
de mercadería traída en fardos desde el Mercado Central, que nos hace creer por
un instante que estamos en los exóticos caminos de las especias en la India.
Queda por último dedicarle algunas líneas al
medio restante. Aquellas camionetas conocidas como “combis” o “traffic”. Esas
que recorren casi al límite de la barrera del sonido las autopistas y rutas más
legales de nuestro país, con la mayor impunidad que llegue a considerarse
posible. Porque las hay legales (con aire acondicionado, asientos reclinables,
y hasta frenos, comodidades casi en demasía ¿no?) y uno cuando se sube a ellas
piensa que forma parte de algún tipo de misión diplomática.
Pero no. Nos referimos a las otras. A esas a
las que deliberadamente les quitaron los cinturones de seguridad (¿será por una
cuestión de aerodinámica?); aquellas en las que el asiento es tan reclinable
que uno viaja apoyando la cabeza sobre el muy poco maternal regazo del pasajero
de atrás; aquellas que tienen tan lisos los reumáticos que bien podría parecer
que se deslizan por el asfalto en vez de rodar; aquellas en las que la gente
viaja de pie en el pasillo, y el chofer nunca se enteró de que no es un
colectivo cuando pide que “hagan lugar en el fondo”.
Esas combis también han logrado su “lugar” a
fuerza de manejos turbios, aprietes y demás prácticas completamente
democráticas e institucionales (al menos en Argentina). Copian al dedillo los
recorridos de las empresas de colectivos con servicio semirápido; rompen
records de velocidad en pista libre (dudo que Fangio pudiera superar a cualquier
unidad promedio); pasan por los peajes como si fueran una ambulancia,
llevándose por delante barrera, lomo de burro, hombre ordenador del tránsito
con vestimenta fluorescente, y por qué no, la propia combi que va algo rezagada
del turno anterior.
Son fantásticos. Son las águilas del
transporte ilegal. Ellos surcan el firmamento de rutas y no hay quién las
detenga o quién lo intente. Logran posicionar sus paradas en donde quiera que
entren (senda peatonal, ochava, garaje, puerta de hospital, o pista de
aterrizaje de Boing 747). Es que
ellos están más allá, y su tarea suprema no entiende de demoras, ni de rutas
específicas: ante cualquier congestionamiento, ellos despliegan su arsenal de
conocimiento y van en contramano por donde sea, si después de todo es su sagrada misión.
Es así querido lector, el intelecto argento
se amalgama con la flaca capacidad de cumplimiento de reglas, y una gran dosis
de irresponsabilidad, y llegamos al caldo de cultivo ideal para este tipo de
situaciones. Que todo el mundo soportará sin chistar, pensando que no queda
otra. Hasta que algún que otro terrible accidente nos devuelva por unos
instantes algo cercano a la coherencia y al sentido común, pero que rápidamente
se borrará ante la primera demora que tengamos para llegar a nuestros empleos,
o el cansador regreso a nuestros hogares.
Y de más está decir, que este pequeño relato
va dedicado a todos los empleados, controles, inspectores, directivos y
políticos a cargo de la Comisión Nacional Reguladora del Transporte
(C.N.R.T.). A ustedes muchachos (y a sus madres, hermanas, tías y abuelas) les
puedo asegurar que se los recuerda en lo más profundo de cada uno de nosotros,
los que hemos tenido que viajar a diario en cualquiera de estos medios alternativos.