Para el pobre y solitario peatón porteño
(especie rara si las hay) el eterno peregrinaje por las angostas veredas de
nuestra querida ciudad puede convertirse en una verdadera odisea, propia de
héroes mitológicos que buscan desesperadamente retornar a sus apacibles
hogares, lejos de peligrosos cíclopes al volante, pecaminosas sirenas
oficinistas de cortas faldas, y monstruosos encargados de edificio listos para
escupir su letal veneno verbal por haberles ensuciado la acera.
Es por ello que si nuestro querido “Ulises
de las Pampas” quiere lograr (luego de una bélica jornada laboral de mas de
diez horas) regresar sano y salvo a su dulce isla de dos ambientes alejada del
tumultuoso Microcentro, deberá naufragar durante algún tiempo más antes de ver
las orillas de su edificio.
Y mientras lo hace, tendrá que recurrir a
todo el ingenio y picardía que lo caracteriza, para llegar a buen puerto en una
sola pieza.
Para nuestro “Correcaminos Urbano”,
su travesía por las peligrosas calles de la Capital puede costarle la vida, la
pulcritud, y la escasa cuota de paciencia que armoniosamente había guardado
para soportar las últimas horas de la jornada. El “Pequeño Salta Montes”
deberá aplicar todas y cada una de las lecciones que hubiera aprendido a lo
largo de intensos entrenamientos, para no sucumbir como una mansa presa frente
a las fauces de nuestra Jungla de Cemento.
No es tarea sencilla para alguien harto
cansado de soportar jefes intransigentes, chismosas compañeras y defectuosos
aires acondicionados, tener la suficiente entereza (y cordura) como para no
estallar ante el primer inconveniente que se le presente en lo que debería ser
un rutinario regreso a casa; pero que desgraciadamente se verá complicado con
varios problemas que invitarán a nuestro protagonista a lanzar un sonoro
insulto, y agarrarse a trompadas con el primer infeliz que prenda la mecha.
Así, el clásico archienemigo con el que debe
batirse en duelo singular es, sin dudas, “El Encargado de Edificio”.
Estos seres perversos, de mirada tan hosca que podría convertir en piedra a
amables ancianitas que le preguntan por una dirección, o lanzar a kilómetros de
distancia de un voleo a un frágil cachorrito deseoso de hacer sus necesidades
en la vereda, tienen siempre en la mira a los peatones.
Los desprecian por estar de paso, por
transitar sus dominios (cuidadosamente aseados durante la mañana) sin pedir
permiso, ni reconocer su tarea de limpieza. Los odian por pasar con sus sucios
zapatos y dejar marcas en la vereda. Es por ello que entrenan durante todo el
día para tener la suficiente precisión de liquidar al peatón con su arma
ultrasecreta: “La Manguera”.
Es entonces cuando nuestro viajero debe
sortear la puntería de francotirador del encargado, esquivando esos letales chorros
de agua teledirigidos hacia sus expuestos pantalones y zapatos. Por ello, un
pase de ballet, cierta gambeta de futbolero y algún que otro movimiento
guardado en la memoria corporal desde la época de la música disco, siempre son
útiles para salir airoso de tan titánico enfrentamiento.
Pero el camino sigue, y nuestro sufrido
viajante ya comienza a sentirse el protagonista de un videojuego, en el que se
eliminan peatones antes de que estos abandonen el Centro de la Ciudad.
Allí es cuando comienza la carrera de
obstáculos: las baldosas flojas, las alcantarillas traicioneras y los pozos por
obras de refacción son la locura de cualquiera que desee circular
pacíficamente. Sólo el peatón curtido en el arte del esquive, versado en las
tarea que requieren de maniobras bruscas, ducho en mantener el equilibrio a
pesar de los frenos y contramarchas, podrá superarlos sin caer herido de
gravedad por un tobillo doblado, un zapato salido o un pantalón hecho flecos.
¡Y ten cuidado, querido peatón que ruegas
con llegar ileso a tu precario palacio, con las salidas de las cocheras y los
meteoritos de balcones derrumbándose de a pedazos!.
No hay alarma que se escuche, ni grito de
albañil que alerte con suficiente antelación para evitar la embestida. Hay que
ser medio bicho, conocer la ciudad, idearse un mapa en la cabeza con las
distintas complicaciones que tiene cada cuadra del camino, si uno no quiere
hacer (tarde o temprano) una parada obligada en el Hospital.
Pero los días de lluvia son un calvario aparte.
Súmele a todo lo anterior la inconveniencia
de esos paraguas baratos que se doblan como juncos ante la primera ráfaga de
viento; súmele la psicosis colectiva que ataca a los demás peatones, compañeros
de sufrimiento, que salen disparados en todas direcciones como si lo que cayera
del cielo fuera ácido y no agua; súmele la poca pericia (o simple falta de
delicadeza) de los neurasténicos conductores para evitar los charcos, motivo
por el cual al pobre peatón le lloverá no sólo por arriba, sino también por los
lados.
Eso sí: no son los únicos días atípicos en
el regreso a casa. Ni que hablar de cuando hay marchas, piquetes,
manifestaciones, actos, embotellamientos, recitales o espectáculos deportivos.
Allí la presión arterial del viajero se elevará
a límites insospechados, poniéndolo al borde de la embolia, el infarto y la
rayadura crónica. Lo único que le queda es tener siempre preparada una vía de
escape: debe estar cual agente secreto (al mejor estilo James Bond) previendo
en todo momento la catástrofe, y teniendo siempre en mente una salida de
emergencia.
Sin embargo, hay algo que siempre ayuda en
el transitar cotidiano. Se trata de una técnica antiquísima, heredada de las
viejas estrategias del ajedrez, adaptada a la supervivencia urbana: se trata
del nunca bien ponderado “Paso del Ebrio”.
Este recurso consta de la simple y llana ley
de avanzar hacia destino de manera zigzagueante, aprovechando el semáforo que
propicie nuestro paso, no perdiendo tiempo en el avance recto. Y la norma fundante
será: “Si no viene nadie, yo me mando”; hecho por lo cual se explica la
denominación: hay que estar algo borracho para cruzar calles de esa
manera.
Aunque no sólo en las calles debería
funcionar mejor el sentido de responsabilidad vial: habría que crear normas de
tránsito para las veredas. ¿O acaso nunca se llevó puesto de frente a alguien
por no saber si circular por la derecha o la izquierda?.
Es que el martirizado peatón tiene tantas
cosas en la cabeza, que se olvida de que en su mismo camino viene otro pobre
tipo como él, pero en el sentido contrario. Con suerte sólo habrá titubeos en
los que los dos amagarán ir hacia el mismo lado. Aunque a veces la colisión es
inevitable.
Hay circunstancias en las que también es
puesta a prueba la buena educación del apesadumbrado caminante.
Ocasión más que llamativa es cuando una
joven promotora ve venir al presuroso peatón con las manos atiborradas de
bolsas, paraguas, teléfono celular y demás cachivaches, y aún así insiste en
darle sus volantes publicitarios.
Es entonces cuando a la mente del viajero
viene la pregunta obvia: “¡¿Con qué parte de mi cuerpo pretendés que te
acepte el folleto, querida?!”. Más de un mentepodrida se haría un
festín con semejante cuestionamiento; pero la verdad es, amigo lector, que
aunque uno no quiera ser descortés, los brazos no sobran.
Otra situación incómoda es aquella que se da
por temor a la inseguridad que nos azota. El viajero tiene miedo al regresar a
su hogar por las oscuras calles de Buenos Aires, de que algún malhechor consiga
en siete segundos lo que a él le costó un mes de laburo (y miles de
sufrimientos). Es por ello que camina rápido. Surca veloz las veredas en
penumbras de la Ciudad, cual flecha lanzada por los vigorosos brazos de Apolo.
Pero resulta que por tener un paso tan
ligero, termina convirtiéndose en motivo de temor para otros viajeros con
piernas más pesadas.
Ellos, por no poder ver más allá de sus
hombro, asumen que todo aquel que se les acerque por detrás con pasos
presurosos es, innegablemente, un delincuente listo para dar el zarpazo.
Feo momento se produce cuando paran la
marcha en seco para enfrentar su temor, y al darse vuelta sólo descubren a
nuestro escuálido peatón de patas largas. Más de uno ha ligado un par de bolsazos
por falta de reflejos...
Pero finalmente, y luego de tantos peligros,
pesares, e incomodidades, nuestro viajero comienza a vislumbrar que se acerca
al hogar.
Y cuando ya le falta muy poco para llegar,
cree sentir que los dioses han decidido recompensarlo por tanto padecimiento:
cruza en el trayecto a un bellísimo ángel de rubios cabellos y esbeltas
piernas, enviado sin dudas por Cupido para su regocijo.
Así sigue su camino lleno de dicha,
agradeciendo a los cielos por ese pequeño regalo, deslumbrado por la hermosura,
flotando al caminar como si esas veredas hasta hace poco tan hostiles no fueran
de cemento sino de algodón. Como si pisara nubes, nubes celestiales...
Hasta que siente muy real la blandura de sus
pasos, y baja los ojos para contemplar la desgracia ocurrida: no sólo los
dioses han puesto en su camino un regalo de fin de jornada, sino que también lo
ha hecho algún perrito cuya dueña lo sacó a pasear.
Y el impotente peatón eleva sus impíos ojos
al firmamento, suplicando a los Inmortales por una explicación que justifique
su desgracia. Pero no hay respuesta alguna. Ya es demasiado tarde: ha pisado
mierda...!
Cuando por fin llega a su morada, mientras
abre la puerta, enojado, furioso e irritado, piensa que al menos todo el esfuerzo
ha valido la pena, que ahora podrá descansar, disfrutar parsimoniosamente de la
vida hogareña y la paz de sus dominios.
Pero no ha terminado de cruzar el pórtico
cuando escucha los gritos pelados de sus hijos, los impiadosos reclamos de su
esposa, el televisor a todo volumen, la música del grabador que resquebraja las
paredes, los maullidos del gato alzado...
Y piensa, medio resignado medio abatido, que
preferiría haberse quedado en el trabajo. Al menos unas horitas más.
ALEJANDRO LAMELA.-
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