Sabía lo que tenía que hacer. No tenía dudas sobre ello. El problema era
que hacerlo lo iba a romper en pedazos.
Hizo
girar sus espuelas como una ruleta del destino, una en la que hubiera deseado
existiera alguna opción que dejara a todos satisfechos, una que fuera diferente
a esa en la que se encontraba.
El
mundo debía ser un lugar más sencillo para vivir. Especialmente para un niño de
doce años. “Todo un hombre”, en la autoritaria y orgullosa voz de su padre. “Un
ser muy tierno”, en la dulce y reprimida de su madre. Braulio no se sentía
hombre aún, pero sabía que ese era el día en el que debía convertirse en uno.
Salió del galpón con paso cansino y apesadumbrado, abriéndose camino a
los empujones entre los paisanos que rodeaban el establo. Los odiaba sin odio
alguno. No porque fueran culpables de algo, en todo caso la única culpa era la
de perpetuar una tradición absurda y obsoleta. Pero era todo lo que conocían,
por no tanto no había real culpa en ello.
Braulio sí conocía otras cosas. Braulio había vivido un año en la gran
ciudad, con sus tíos, cuando tuvo aquella enfermedad en los pulmones que sólo
se podía tratar con la medicina de la Capital. Pero nunca pensó que al curar su
cuerpo, enfermaría su alma.
Esa alma que fue tan mansa por toda una vida de campo, volvió enferma de
consciencia y conflicto.
Varios
meses habían pasado desde que ese gigantesco bosque de edificios, esa pradera
de cemento, ese universo gris y plomizo le hiciera ver grandes dudas que nunca
se había planteado. Dudas sobre el por qué de su existencia; sobre los derechos
que unos hombres tenían sobre otros; y el que todos, aparentemente, tenían
sobre los demás seres vivos.
En aquellos meses de cuestionamientos silenciosos en su mente, Braulio
había temido ese momento que sin demora había llegado.
Interrumpió
el paso, entre el griterío de la gente y las voces de aliento de familiares,
amigos, vecinos… hormigas. Y cuando
las voces se acallaron, oyó el sonido que temía. El resoplido de la vida en
estado puro.
El Malacara.
Fuerte, inquieto, movedizo,
inquebrantable, libre… aún.
Con esa enorme mancha blanca que iba desde sus orejas hasta el inicio de
su hocico, El Malacara lo miraba de
reojo sabiendo lo que todos esperaban que sucediera.
Pero Braulio no esperaba nada, él tenía la verdadera certeza de lo que
iba a pasar, y que eso no lo haría feliz. Era imposible lograrlo, hiciera lo
que hiciera.
Giró la cabeza mirando a su alrededor, contemplando a todos los que le
gritaban que iba a poder con aquello, que era el momento, que lograría ser un
hombre, que se convertiría en el verdadero hijo de su padre…
Su
padre. Allí estaba su padre.
Con
largo y entrecano pelo contenido por un pañuelo rojo, con los tupidos bigotazos
dándole la más recia de las apariencias, con la ropa de doma especialmente
preparada para ese día, su padre parecía más que nunca la viva imagen del gaucho de las pampas, de ese ser mítico
que poblaba aquellas tierras desde tiempos tan añejos como las tradiciones que
se repetían generación tras generación.
Esos
gauchos que tenían ese estrecho vínculo con sus caballos. Ese vínculo de
camaradería. De honor. De amo y sometido.
Ahí estaban a flor de piel todos los conflictos que arrastrara desde que
tuviera esas interminables charlas con sus tíos en la ciudad, que leyera a ese
viejo viajero loco, ese tal Darwin, que caminara por aquel extraño lugar
llamado zoológico, y que volviera tan cambiado.
Sacó todo eso de su cabeza, se acercó a su padre, lo miró a los ojos y
tomó las riendas cortas de doma.
Ya
no había vuelta atrás.
Todo
estaba decidido.
Se acercó a El Malacara, y
mientras escuchaba sus inquietos cascos golpear el suelo, se vio reflejado a sí
mismo en los enormes ojos que lo miraba de un lado y otro de la alargada cara,
temiendo lo que pudiera hacer, esperando lo que iba a pasar.
Los dos gauchos que lo mantenían con las bridas lo sujetaron con más
fuerza y de un ágil salto, Braulio subió sobre él.
Ambos
sintieron la tensión del otro. Ambos desconfiaron. Ambos se sacudieron. Ambos
temieron por sus destinos. Ambos fueron hermanos de infortunio. Y ambos fueron
liberados.
El Malacara se corcovó una, dos, diez
veces, y la misma cantidad de veces Braulio arqueó su cuerpo en el aire
compensando la fuerza del animal con su agilidad, girándolo, apretando las
bridas y soltándolas de manera acompasada, como tantas veces le enseñara su
padre.
Hizo todo cuanto pudo hasta que sintió que sus jóvenes fuerzas lo iban
abandonando y con lo que le quedaba de ellas llevó al animal en loca carrera
contra los tablones que hacían de límite del establo de doma. Hacia un lado,
hacia el otro, de regreso. Y sintió que lentamente El Malacara bajaba el ritmo.
Era
el momento. No iba a permitir que ese noble animal sufriera un destino de
sometimiento y servidumbre. Cualquier otro destino era mejor que eso. Iba a
poner fin a ese padecimiento antes de que comenzara. Un tirón a tiempo, un giro
imprevisto, y todo terminaría.
Espoleó con todas sus fuerzas al animal y lo arrojó casi desbocado hacia
uno de los laterales en el que no había espectadores gritando, aplaudiendo, y
enloqueciendo por el momento que tanto habían esperado. Inclinó su cuerpo hacia
adelante, tomó las riendas desde abajo, se aferró con firmeza, y tiró de ellas
con todas sus fuerzas.
Cayó. Duro fue el golpe. Silencioso el recibimiento. Tranquila la
conciencia.
Dolorido, intentó levantarse, pero no pudo. Trató de sacudirse el polvo
pero no pudo. Buscó el origen del dolor
que sintió al caer, pero no pudo. Ya no sentía nada. Difícil sentir algo con la
espina dorsal rota.
Pero no le importó. No le importó no poder pararse, ni le importó el
polvo, ni la falta de reacción del público, ni el llanto lejano de su madre, ni
la mirada de su padre… lo único que quiso ver fue a El Malacara, libre de sus ataduras, saltando por encima del
entablado y dirigiéndose a toda carrera por la llanura abierta, volviendo a ser
el caballo salvaje que era, dejando que la naturaleza se abriera paso, como
siempre lo hace.
ALEJANDRO LAMELA.-
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