Realmente no tengo muchos recuerdos sobre
cómo se originó “La Doma”. Sí que surgió en una época de bastante sequía
literaria, y que a veces en esos momentos uno toma ideas pequeñas, simples,
historias muy minimalistas, para volcarlas al papel y empezar a sacudirse el
óxido, liberándose de las ataduras invisibles que genera un buen tiempo sin
escribir.
Más allá de eso, en este cuento, estaba
dando vueltas una idea de proteccionismo animal muy recurrente en mis relatos
(quien me conoce personalmente, sabe de lo que hablo), y me surgió alguna
imagen retenida en mi mente sobre algún evento gaucho de jineteada y demás, una
tremenda indignación sobre lo que se sigue torturando a esas pobres criaturas
en nombre de la “tradición”, que no es otra cosa que nuestra sádica diversión
de ver cómo un animal se somete a nuestra voluntad.
Noté que no había gran diferencia entre el
mensaje del relato que quería contar y el que hice sobre las corridas de toros
en “Toro viejo” (uno de mis cuentos favoritos). El hecho de evitar que se
impida una acción que hiere a los animales, no sólo físicamente sino (quizás lo
más grave) a su espíritu salvaje e indomable.
Creo que, tanto en la tauromaquia como en
las domas, lo que se pone de manifiesto es esa idea estúpida de supremacía
humana, rompiendo la voluntad del animal, quebrando su libertad, dejándolo
sometido a una mansa servidumbre que uno puede ver en el ganado o en los
caballos que pasean turistas, lentos y cansinos, odiando (quizás) tanto a su
carga, como a su propia vida, y el destino que allí los depositó.
Me hierve la sangre de pertenecer a una
especie tan estúpida como para promover esas acciones.
Como contrapartida, en este relato quise
confrontar esa repetición histórica y constante de sometimiento del animal por parte
otro animal supuestamente superior (los humanos), con las nuevas generaciones,
las que a veces siguen repitiendo lo que mamaron de sus antecesores, pero
comienzan a cuestionarse el por qué mi vida como humano es “superior” a la vida
de ese magnífico animal que no busca someter a ningún otro, más allá de su
supervivencia.
Siento que ese es el camino. El
cuestionamiento, la resistencia a vivir por inercia según lo que aprendimos, la
“evolución” desde lo arcaico y primitivo del hombre que quiere reclamar para sí
constantemente el dominio de esta tierra, hacia una existencia más mancomunada
y equilibrada, sobre todo para evitar lo que a este paso será ineludible: la
destrucción de nuestro planeta así como lo conocemos.
Así fue como pensé equilibrar en el relato
la lucha interna entre el chico que es nuestro protagonista, y todo el entorno
que lo presiona y coacciona a seguir repitiendo su estúpido y nocivo ritual.
Uno cree que el chico ya tomó la decisión de
hacer lo mismo que todos hacen, aunque su consciencia le diga lo contrario. En
realidad (con una crudeza buscada y programa desde el momento mismo de poner la
primera palabra), el chico ha tomado la decisión de romper con su mundo, de
partir todo lo que aprendió en dos, de liberar a ese pobre animal, aunque el
mundo que lo rodea se le venga encima… y el mundo se le vino encima.
No desde una visión cultural, porque
justamente, la realidad, las decisiones, las rupturas con los órdenes
establecidos, no dan tiempo a la reacción inmediata sobre los alcances en el
día a día. Irrumpen, destrozan, aplastan, emergen, cambian para siempre.
Y no sin imponer su costo.
En el caso de nuestro protagonista, el costo
lo pago con su propia vida, o al menos con la salud de su cuerpo.
Pero la libertad de su espíritu, la conexión
de su propio ser indomable y salvaje con la de ese animal al que ayudó a seguir
siendo como era (más no fuera por unas horas, unos días, lo que tardaran en
capturarlo, si es que lo hacían… esa apertura librada a la interpretación y
especulación del lector no es casual, aunque sí un poco romántica), es superior
a cualquier sacrificio material que pueda hacerse, porque lo que está en juego
es nuestra conexión con el universo, como seres autónomos y únicos, a la vez
que en armonía y comunión con todo lo que nos rodea.
Esa es
la búsqueda real: romper los lazos inmediatos creados por los Hombres, y
orientarse a la unión primigenia con los demás seres vivos y con la tierra que
nos formó iguales dentro de nuestra fragilidad, que es la vida efímera que
tenemos.
El juego de palabras sobre “romperse”
internamente por la decisión de ir en contra de lo que uno cree o en contra de
lo que creen aquellos que a uno lo rodean, mantenerse fiel a sí mismo y a su
vez agradecido con quienes nos criaron, es una tarea ardua pero que se refleja
en todo el relato. Ese ida y vuelta entre el deber y el ser. Pobre Braulio, la
lucha interna lo estaba desgarrando. La expresión externa de esa lucha lo
arruinó físicamente, pero lo liberó espiritualmente.
El conflicto entre la “moderna” Ciudad, aún
con sus terribles contradicciones, y el “tradicional” Campo, entre la vida que
nada se cuestiona y la que se cuestiona todo en todo momento (para realmente no
cuestionarse nada también). Es duro. Saber dónde pararse, saber cuál es el
lugar. Esa fue la parte que más me costó abordar: qué hay en Braulio que rompe
con lo estipulado, qué pantallazo de otra realidad le hace dar prácticamente su
vida por cambiar esa que todo su entorno cree que es la única. La visita a la
Capital sirvió para eso. Y aunque me resultó un recurso banal y previsible, no
encontré uno mejor. Fue necesario.
Hay alguna influencia de “Caballos
Salvajes”, mi película favorita del cine argentino. Una que habla sobre lo
natural, sobre el espíritu, “los indomables”… un gran romanticismo, edulcorando
una enorme realidad: no somos dueños de los animales. No somos sus amos. No
somos sus dioses.
Me asesoré brevemente sobre razas de
caballos, no quería que fuera algo muy específico, pero sí que tuviera un aire
a alguien que se asoma desde el afuera a ese ámbito de las jineteadas. Durante
los últimos años ha habido varias iniciativas para prohibirlas, pero se
enfrentaron con los negocios, con la estupidez humana, con la repetición obtusa
de las tradiciones, con el eterno bambolear de lo que nuestros padres hicieron,
nosotros hacemos y harán nuestros hijos (algo que desprecio completamente, ya
que promuevo la libertad de cada uno de ser uno mismo en este tiempo y este
espacio).
“El resoplido de la vida en estado puro”.
Amé esa frase. Hay pocos seres más nobles que un caballo. Pocas sensaciones más
conmovedoras que las que expresan sus ojos inocentes y valientes a la vez.
Al margen de la historia, la publicación de
este cuento fue muy conflictiva, ya que la asociación que promovió el certamen
tardó muchísimo tiempo (decenas de mails de por medio, y llamadas telefónicas),
para publicar, enviar, y hacerme llegar el relato impreso. Me sentí muy enojado
y ofendido como poquísimas veces de tener que luchar para que simplemente me
hicieran llegar lo que me correspondía, siendo que yo ofrezco mi obra con total
humildad y entrega. Y la tontería de las burocracias humanas que dilataron casi
dos años el hecho de poder contar con mi cuento publicado en formato papel en
mis manos, desde que enviara el cuento hasta que me llegara.
Ningún ámbito está libre de la necedad.
Nunca hay que olvidarlo, pero si buscar romperlo. Aunque canse. Aunque cueste.
Aunque haya que sacrificar cosas.
ALEJANDRO LAMELA.-