Caballo de Guerra es uno de los cuentos que
me remite a tantas fuentes que pierdo interiormente la noción sobre sus
orígenes. Hay tanto para traer a colación que se dificulta empezar. Creo que
desde muy chico me han dado pena los caballos que tiran de los carros de los
cartoneros y vendedores. De chico pasaban mucho por las calles de tierra de
Laferrere (mientras escribo esto aún lo hacen), y lo que en un principio
resultaba llamativo para un niño, resulto incómodo para un adolescente, e
indignante para un adulto.
Podrán decirme que no tiene mucha relación
con el texto, pero yo creo que sí. Se trata de la desprotección de esos
animales tan nobles como son los caballos, del abuso que les dimos (y damos) a
lo largo de la historia, de su inmutable predisposición para que le rompamos
ese espíritu naturalmente indomable. Pero el cuento trata, sobre todo, de un
burro. Y es que los burros siempre me han dado aún más ternura que los
caballos.
Uno de mis primeras memorias como lector fue
“Platero y yo”, recuerdo como si fuera el día de hoy, alegrarme de que mi tío
Mario lo tenía entre sus libros de la desvencijada biblioteca en casa de mis
abuelos maternos, y me acuerdo cómo leíamos algunos pasajes con mi mamá,
mientras me ayudaba a aprender a leer, a la vez que dibujaba con mi papá (o
calcaba con mi mamá, seguramente parte y parte) los dibujos que venían
ilustrando al libro (sí, con ilustraciones, tan vieja era la edición).
Recuerdo también cierta visita al zoológico
de Cutini, en donde los burritos estaban sueltos, y yo pensaba que por un lado
seguían en cautiverio, pero a la vez estaban más “libres” que la mayoría de los
animales que allí moraban. Esa ternura, la del libro y la del contacto mano a hocico,
no se me fue más.
Hay un último componente que es el que
relaciona a los caballos con los burros, y es debido a unos libritos de la
colección “Anteojito” que mis padres compraron durante mi primer año de
escuela, y a la que le sacamos todo el beneficio posible. En los libros que
acompañaban a la revista, recuerdo que había uno (aún lo tengo!) que se llamaba
“Fábulas Inmortales” y allí venía la fábula de Esopo “El caballo y el asno”. No
quiero volver a leerla ahora mientras escribo esto porque deseo enfocarme en el
recuerdo y no en una reversión de lo que percibí, aunque tengo una rememoranza
de que uno y el otro se iban envidiando mutuamente, pero que sobre todo la
lógica era ponerse del lado del caballo, ya que su vida es más “noble” y “distinguida”.
Y ahí es, creo yo ahora, donde me paré a la hora de generar este cuento, en esa
visión idealizada que uno puede tener de los caballos en función de las gestas
humanas, contrastando con la visión realista y cotidiana de los burros, puestos
bajo el yugo de esta especie inmunda que somos todos nosotros.
Es que ese contraste, niñez-adultez,
idealización-realismo, libros-vida, es la que sucede a todos los niveles y la
que nos pone de frente a lo que muchas veces no nos gusta: la crudeza del mundo
real.
Ese burro, ese burrito, tranquilo, sereno,
vencido, aburrido, manso, es un poco la versión realista de a lo que uno llega
en la vida como contraposición a esa imagen gallarda, imponente, pulcra y orgullosa
del caballo, en especial el “caballo de guerra”. Ese choque de realidades, soy
yo y mis delirios de grandeza, mi idealización del mundo, en contra posición a
la vida común y corriente, y al humilde transitar de uno por ella.
La vuelta de tuerca del final, nos pone de
frente a todos que esa envidia (nunca sana) de la maravillosa vida del otro,
muchas veces nos hace perder noción de la levemente agradable vida que nos toca
o que nos hicimos tocar.
Ese burro quería ser caballo, y sólo veía,
desde su óptica, una parte de lo que significaba ser caballo. Pero en la medida
en la que indaga interiormente, se da cuenta de que no es tan sencillo y de que
no todo lo que brilla es oro. A veces lo que realmente tiene valor, ni siquiera
brilla. El tema es que, como le pasa al burro, quizás sea tarde para cuando nos
demos cuenta. Y quizás, incluso (como algunos pueden interpretar que también le
pasó al burro), nada de lo que está a nuestro alcance puede hacer que evitemos
caer en lo negativo de lo que erradamente añorábamos, aún cuando ya nos dimos
cuenta de que no valía lo que creíamos
Este fue un cuento que dio muchas vueltas y
se encarnó en muchas formas hasta ver la luz definitivamente. Se iba a tratar
de un cuento sobre caballos de cartoneros (cosa que no descarto pase), se iba a
tratar de dos caballos que van a la guerra presumiendo de su posición y
terminan deseando huir (cosa que tampoco descarto), y se iba a tratar de un
caballo de carga demostrando honor e hidalguía en lugar de un pomposo caballo
de guerra (al final, no descarto nada de nada). Pero como siempre digo, cada texto,
cada historia, cada relato, tiene su vida propia y no hay que limitarla, hay
que dejarla libre, que corra a través de nuestros dedos como esos caballos y
burros debería poder hacerlo en llanuras y praderas.
Cada vez hay menos libres. Como si no los hubiéramos
destrozado a lo largo de cientos y cientos y miles de años, lo seguimos
haciendo. Y ellos ahí están, pacientes, vencidos, esperando. Esperando que quizás
algún día los dejemos disfrutar de su naturaleza salvaje y cansina, y de que
exista aún algo de naturaleza que disfrutar.
Si este relato sirve para generar algo de
consciencia, entonces me sentiré un poco más en paz.
ALEJANDRO LAMELA.-
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