EL OLVIDO



   El primer episodio sucedió en una tarde de abril, de esas en las que el viento proveniente del océano era más frío que el aire que se respiraba en la costa. Ambos llevaban un buen rato meciéndose en las sillas del pórtico, de cara a ese mar que iba poniéndose más gris con el paso de los días, rememorando cuándo había sido la primera vez que ambos estuvieron frente a él, tantos años atrás que uno pensaría que ya no lo recordarían. Pero Norberto sí lo recordaba (ese viaje lejos de todos, dejando detrás una vida de encierro en la ciudad, esa esperanza de mejorar su entorno, ese descubrirse nuevamente como pareja, esa sensación de hallarse a uno mismo). Su habitual sonrisa de oreja a oreja, esa que ella tanto amaba, surgió con naturalidad. Recordaba todo. Emilia, en cambio, no. Por la expresión de su rostro y el tembloroso intento de explicar ese vacío en su memoria, no sólo no hallaba el recuerdo que Norberto tenía aún tan fresco, sino que parecía jamás haber acontecido. La tomó de la mano, y ambos interrumpieron la charla. La preocupación fue lo único en lo que pudieron pensar.  

   La segunda vez fue aún peor. Mientras ambos cenaban en el interior de la casa, y escuchaban a millones de pequeñas partículas de arena estrellándose contra las paredes externas, empujadas impiadosamente por el viento de mayo, Norberto percibió cómo Emilia se desmoronaba internamente al tratar de rememorar el nombre del tío que alguna vez le había hablado sobre el poder de la erosión en los elementos, hasta llegar a cuestionarse si había sido ese tío quién se lo había dicho, e incluso si alguna vez tuvo un tío. Norberto lo tomó con calma. Tanta como pudo, hasta que la miró a sus ojos, esos maravillosos ojos aperlados que tanto lo cautivaban, y percibió que la lucha por recordar se había transformado en un pánico creciente que no sólo se había devorado al tío y su anécdota, sino mucho más también, al punto en el que Emilia le tomó las manos con desesperación y le dijo: “Creo que ya no recuerdo el rostro de mi madre”.

   Los siguientes meses fueron un pasaje de ida sin retorno hacia la nada. Junio y sus lluvias constantes se llevaron todo recuerdo de su infancia y adolescencia. Julio los obligo a recluirse en la casa de madera sin salir, dejando fuera de la memoria de Emilia el recuerdo de cada empleo que hubiera tenido alguna vez. Agosto hizo lo mismo, pero con sus amigos. Para septiembre, la tenue esperanza que Norberto tenía sobre el resurgir desde la naturaleza (el cambio de ciclos, el permanente renacer del cosmos), chocó con la terrible realidad de que Emilia no recordaba absolutamente nada de lo acontecido más de cinco años atrás.

   Los médicos desfilaron ante ellos, también los sacerdotes, incluso algún charlatán (para Norberto, los anteriores también lo eran en última instancia, pero su desesperación por intentar ayudar a Emilia le hacían romper sus propias convicciones). Con ellos pasaron las semanas que componían octubre y noviembre. Y cada una de ellas se cobraba un precioso recuerdo en la mente de su esposa. Los charlatanes también cobraron (incluso los sacerdotes), pero nada que no pudiera reponerse. Lo que Emilia pagaba, no regresaba nunca más.

   El verano trajo el calor, las gaviotas, el hermoso aire purificado y la necesidad de salir a disfrutar de todo ello. Pero fue imposible: Emilia había olvidado cómo caminar en diciembre; cómo comer por sí misma en febrero; pero la mayor desesperación fue la llegada de marzo.

   Postrada en su cama, con esa mirada entre perdida y angustiada, en ese limbo entre este mundo y otro al que Norberto no la podía acompañar, Emilia iba y volvía en fragmentos de tiempo cada vez más espaciados de cordura, y más inundados de nada. Llorar, rezar, maldecir le habían servido de poco a Norberto. Ya sólo se resignaba a disfrutar de esos pequeños momentos en el día (siempre ni bien se despertaba, y siempre justo antes de dormirse) en los que Emilia aún lo reconocía, se le llenaban los ojos de lágrimas (así como el corazón de amor), y un segundo antes de desaparecer, todo se veía devorado por el miedo.

   Llegó el día en el cual ni eso le quedó. Pese a lo intentos de Norberto por explicarle quién era él, mostrándole fotos de toda una vida juntos, leyéndole una carta que meses atrás ella se había escrito a sí misma por si ése fatídico momento llegaba, todo caía en el remolino interno del que Emilia ya no podía salir, repartiendo su tiempo entre estados catatónicos y momentos de desesperación por no saber dónde estaba, quién era ella, ni porqué había un hombre desconocido a su lado. Fue, sin dudas, el peor día en la vida de Norberto. Hasta ese último y extraño instante, ya caída la noche, en el que Emilia habló por debajo de las sábanas donde encontraba algo de alivio a tanto terror, mirando hacia la ventana que daba al mar y dijo: “Sí, conozco esa sonrisa… tu rostro me parece familiar, a ti si te conozco; tienes razón, es hora, vámonos ya”.

*     *     *

    Norberto se despertó sobresaltado, tiritando en el mar de su propio sudor. No sabía qué lugar era ese de sábanas tan blancas como las paredes y el piso. No sabía cómo había llegado a ese sitio que al parecer estaba rodeado de bosques, lleno de árboles de los cuales se desprendían hojas secas y caían en una alfombra formada por muchas de ellas, según lo que podía ver a través de la ventana. No sabía qué había pasado hasta ayer mismo, ni siquiera cuándo había sido ayer… ni quién era él. Sólo supo que una mujer también vestida de blanco se acercó y se esforzó por calmarlo, intentando esbozar una explicación que él no entendió, suministrándole una inyección de no sabía qué, y devolviéndolo a un sopor similar a aquel del que recién había salido. Similar salvo por algo. Esa figura, que estaba parada al otro lado del vidrio, mirándolo con esos calmos ojos aperlados, la que con gestos pausados y compasivos lo invitaba a ir con ella. Esa figura a la que Norberto le dijo: “Sí, conozco esos ojos… tu rostro me parece familiar, a ti si te conozco; tienes razón, es hora, vámonos ya”.


ALEJANDRO LAMELA


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