Este es uno de esos cuentos que ha mutado muy sustancialmente. En principio, ha tenido una fuerte influencia de otro cuento clásico de terror (del que lamentablemente no recuerdo el nombre ni la autoría, algo impropio de un escritor tan detallista como yo).
El cuento al que hago referencia es el de
una persona completando un inmenso rompecabezas en una cabaña en una noche de
tormenta, y a medida que avanza sobre la realización del mismo se va dando
cuenta de que el rompecabezas es su propia cabaña, y que él mismo aparece en
las piezas, mientras las formas se van agrupando; hasta que la última pieza le
revela un rostro extraño a través del vidrio de la ventana, y lo último que escucha
es el ruido de un vidrio al romperse.
Un cuento de terror que lo tiene todo, y a
la vez es super simple. Generalmente, los relatos que tienen simpleza a la vez
que multiplicidad de sentidos y significados (cuando no, concreciones) me
apasionan y quedan golpeando y rebotando dentro de mi psiquis por mucho tiempo.
Creo que esos rebotes son los que hacen que la idea (inspirada u original) vaya
cambiando de forma con cada golpe, transformándose en algo nuevo, mutando,
variando, hasta perder completamente su sentido. O casi.
Justamente ese “casi” es el motivo del que
me siente a escribir las curiosidades de cada uno de mis cuentos publicados
(eso, y dejar algún testimonio de cómo se fue realizando mientras todavía lo
tengo fresco en la memoria).
Originalmente la idea del cuento iba a ser
sobre la memoria, pero con un plano más cercano al terror. Una persona que
progresivamente va olvidando todo, en la medida en la que empieza a
familiarizarse con un rostro que ve a través de la ventana. Quizás con un final
en el cual ese rostro siga siendo extraño, pero venga “a buscarlo”, quizás fuera
su propio rostro (esta idea era la más firme y sobre la cual tenía toda la
intención de realizar el cuento) o quizás… siempre hubiera sido un rostro
conocido.
En esos tiempos estaba extremadamente vago
para escribir (sigo en esos tiempos), y es por eso que a veces los textos en mi
mente (o en pequeños fragmentos de papel con brevísimas anotaciones) pasan un
tiempo excesivo de mutación. Pero me gusta, me encanta, suena a conveniente, aunque
es todo lo contrario: para una persona extremadamente puntillosa y previsora
como yo, dejar que una idea o un texto “respire”, mute, crezca y vaya abriéndose
camino hasta llegar a las palabras escritas, es algo muy relajante (y una idea cercana
a aquellos que creen que las almas ya existen hasta que se abren camino al
momento justo de encarnarse en un cuerpo y nacer… aunque debo reconocer que yo difiero
mucho de esta creencia).
En definitiva, el cuento estaba ahí, listo
para ser escrito. Pero pasó la vida misma. Bárbara Quevedo (mi pareja en ese
momento, y al mismo que escribo estas líneas), tenía una historia de vida con
ciertas conexiones con esto que quería expresar. Su abuela (probablemente la
persona que más quiso en su niñez/adolescencia/juventud), a quien ella llamaba
siempre “la Chola”, tuvo demencia senil los últimos años de su vida.
Cada vez que Bárbara hablaba de su abuela,
estaba esa mezcla de cariño, agradecimiento, alegría y emoción, aunque
condimentada con cierta amargura. Esos últimos años, para una persona tan fuerte
(como ambas), debió ser muy duro, y muy ingrato (me hizo recordar las últimas
semanas de vida de mi abuela Lina, sufriendo internada en una clínica, sin
ninguna esperanza de salir adelante).
Creo que fue esa mezcla de sensaciones que
me transmitió Bárbara, toda esa dicha por haberla tenido y toda esa pena porque
ya no esté (y por la forma en la que se fue “yendo”), la que una noche antes de
dormirnos mientras conversábamos en la cama, me dio el puntapié necesario para
decir “tengo que escribir el cuento sobre la memoria, pero no va a ser de
terror, sino que va a ser de amor y tristeza, pero nunca en partes iguales,
aunque lamentablemente el último sabor que a uno le queda en la boca ciertamente
influye sobre todo lo demás”.
No pasó mucho tiempo hasta que lo escribí. Debía
ser una pareja, debían ser ellos rompiendo tiempo y espacio, viniéndose a buscar
mutuamente (hay algo de Interstellar de Christopher Nolan, y algo de los
cuentos cíclicos de Jorge Luis Borges).
Sobre la marcha (y fiel a ese martilleo metódico
y progresivo del tiempo sobre las acciones que tanto me caracteriza), surgió lo
de ir avanzando sobre las “pérdidas” de la protagonista mes a mes, aspecto a
aspecto de la vida, recuerdo a recuerdo. Y la mirada triste y resignada (o no
tanto) del otro protagonista frente a lo que ve desvanecerse ante sus ojos (¡ahí
está el título!). Alguien que deja de ser, en la medida en la que aún es, sin
dudas refleja una de las grandes tragedias de la vida.
El relato debía ser breve, en parte porque
necesitaba esa fuerza efímera, en parte porque tenía pocos relatos breves para
concursar en los certámenes, y en parte porque estaba/estoy en un momento de
extrema vagancia para escribir. No obstante, una vez que siento que la historia
debe ser contada, pues, la historia debe ser contada.
El final fue dificultoso. Hasta que la
protagonista se “va” definitivamente (esta última palabra también debería estar
entrecomillada) todo fluía, y en cierta medida iba y venía de imágenes de
parejas pasando sus vidas en cabañas en la playa alejadas de todo lo demás (la
idea del mar y su movimiento constante, dando esa impresión tanto de belleza
eterna como de terrible inevitabilidad, me cautivó profundamente, así como la
arena, formando y deformándose, y erosionando… fascinante), de la idea original
del cuento de terror, de la historia de “Chola” (o mejor dicho, de las
sensaciones de todo ese amor comprimido en la dureza de la vida y un final
injusto para todas las partes). Y al mismo tiempo quise subsanar algo.
El momento del protagonista, el despertarse,
el entorno todo lo blanco, cambiar el mar por el bosque (otra idea tanto de frágil
belleza como de constancia de la vida luchando contra todas las condiciones
adversas para abrirse camino), y esa idea de que ella lo viene a buscar.
Pero ella ya no está. O sí. ¿O cómo?
Si él fue quien la paso a buscar antes,
cuando en realidad físicamente lo tenía a su lado, ¿cómo podía ser a la inversa
ahora? ¿O acaso él se fue primero, en circunstancias que impedían que ella
estuviera a su lado en ese momento, y luego se encargo de ir a buscarla a ella,
en un acompañar cíclico eterno a través de las vidas empalmadas de ambos, donde
no importa quién partió primero, sino que siempre el otro estuvo ahí (desde el
pasado, o el futuro, o ambos o ninguno) para mostrarle el camino, apartar las
tristeza, el miedo, la nebulosa, la falta de memoria que nunca llega a borrar
todo…? O ninguna opción de todas estas.
Muchas preguntas. No se la respuesta.
Siempre tuve la idea cíclica del cuento, al menos desde que dejó de ser uno de
terror, y buscó enfocarse más en otro aspecto, más humano pero igual de efímero
como todas las cosas. O no todas las cosas.
Capaz realmente hay cosas que no son
efímeras si tienen tanto poder de romper tiempo y espacio.
En fin, querida “Chola”, aunque no te haya
conocido en persona, conocí la parte de vos que vive en Bárbara, y te agradezco
por eso. Todo lo demás, sólo vos lo sabés, pero capaz lo quieras compartir con
nosotros cuando llegue el momento. Ya veremos.-
ALEJANDRO LAMELA