Hoy es el día. En algunos minutos finalmente
se logrará calmar el clamor popular que exige mi muerte. En momentos seré
conducido hacia el infernal artefacto que brutalmente pondrá fin a mi
existencia.
Allí, en ese trono de suplicios
inimaginables, mi corazón dejará de latir, mis venas estallarán por dentro, mis
órganos se volverán líquidos, mi cerebro se freirá, y un nauseabundo olor a
carne quemada inundará la sala de ejecuciones.
Sí, la silla eléctrica es mi destino.
He perdido la cuenta del tiempo que llevo
encerrado en esta celda. En verdad parecen siglos, aunque sé que debe ser mucho
menos. Sólo mi propia conciencia torturada ha sido mi compañía en tantas noches
demenciales, en las que repaso una y mil veces las atrocidades que he cometido.
Sólo hay una cosa que me aterra: el no saber
lo que me espera.
Supongo que es lo justo. Así como mis
víctimas temblaban ante mí, maquinando las aberraciones que yo podría
practicarles, ahora yo mismo sufro lo indecible imaginando lo que tienen
reservado para mí, allí abajo.
Se oyen ruidos a lo lejos. Ya los escucho
venir; sí, a ellos, mis carceleros. Puedo percibir el metálico sonido que
producen las llaves al girar dentro de las cerraduras de las rejas exteriores.
Y pasos. Pasos que se aproximan hacia mí,
pasos que me conducirán hacia mi fin último, hacia mi “coronación” como rey
absoluto de los tormentos. Mi trono me espera para consagrarme, mis súbditos
aguardan para verme en él y clamar… clamar por mi muerte.
Ya están frente a mí. Conozco sus rostros,
los he visto cientos de veces, cuando traen mi comida. He visto en sus caras el
asco y la repugnancia que un sujeto como yo les produce.
Me rehúso ahora a verlos. Cuando escucho que
han llegado ante mi celda, simplemente bajo la vista y contemplo el suelo que
dirigirá mis pasos hacia la habitación que está al final del pasillo.
Ruidos de metal: la celda se está abriendo.
Noto que no tienen ninguna intención de
dirigirme palabra alguna. Ni siquiera tomarme de los brazos para conducirme
hacia la sala de ejecuciones. Supongo que no es temor, sino repulsión lo que
evita que toquen a un hombre encadenado.
Doy mis primeros pasos fuera de la celda en
años.
Mientras paso lentamente a través de las
rejas exteriores que se van abriendo una tras otra frente a mí, escucho los
pasos huecos y sincronizados de mis celadores detrás, y pienso en la condena
que recibí…
Demasiado cruel, demasiado horrenda,
demasiado castigo para alguien que supo ser un hombre alguna vez. Alguien que
tuvo padres, hermanos, amigos, un empleo, una casa, una reputación. Alguien que
tuvo una esposa…
Y me detengo en este último pensamiento.
Justo aquel que debí pasar por alto si quería sentirme humano nuevamente.
Pienso en Mercedes, en sus cabellos, en sus
caricias, en el amor que nos prodigábamos. Y luego pienso en su traición, en mi
dolor, en la ciega furia que me invadió, en sus gritos, en las atrocidades que
cometí con su cuerpo….
¡Oh Dios! Solamente el horror de su
asesinato hubiera sido suficiente para merecer el fin que me espera.
Pero allí, comienzo a recordar ciertos
rostros, los de las decenas de víctimas que la siguieron, aquellos seres
anónimos que sucumbieron ante mi insaciable sed de muerte y desolación. A todos
los maté sanguinariamente, sólo por resentimiento contra este mundo que me
rodea y que pronto dejará de existir para mí.
Ahora que reflexiono sobre ellos, ahora que
retumban en mis oídos sus gritos, ahora sí creo que este castigo es poco para
mí. Debería sufrir aún más.
Llegamos a la sala de ejecuciones. La puerta
se abre ante mí y contemplo de una vez por todas aquél sitio infernal con el
que tantas veces me encontré en mis pesadillas.
De frente están cinco guardias del servicio
penitenciario que posan la vista sobre cualquier objeto antes que mirarme a mí,
tal es el horror que provoco en los hombres. A la izquierda, el verdugo anónimo
cuida celosamente el interruptor que enviará la mortal descarga eléctrica-
Y apenas un par de pasos por detrás, se
encuentra la silla.
Al sentarme, mi mente se nubla y siento los
latidos de mi corazón acelerarse. El sudor invade mi frente, y mi respiración
se vuelve rápida y entrecortada.
Creo que mis carceleros me han despojado de
mis cadenas y comienzan a atarme a los apoyabrazos de la silla, pero en verdad
no los percibo. Sólo me invade un pánico indescriptible y la certeza de que el
final está cerca.
Sé que el momento se aproxima, pero
extrañamente lo único que puedo pensar es en unas pequeñas placas de metal que
están una al lado de la otra en la pared de la izquierda, justo por encima de
donde está el interruptor.
Trato de hacer foco con mis ojos, pero las
gotas de sudor que rebalsan mi frente me lo impiden.
Logro distinguir que están grabadas. Sí, sin
dudas hay anotaciones en ellas, breves anotaciones con no más de dos o tres
palabras. Intento leer las inscripciones, pero la aceleración de mi respiración
me marea, impide que me concentre.
Miro las placas, siento que debo hacerlo,
tengo que leerlas, tengo que descifrar lo que dicen… Y finalmente, lo logro.
Son nombres.
Los nombres de todos aquellos que fueron
ajusticiados en esta sala a través de los años. Uno al lado del otro, en orden
alfabético, los nombres y apellidos de aquellos que murieron ejecutados en esa
espeluznante sala.
Mi vista sólo se interesa por el cínico
juego de encontrar el lugar en el que después de hoy estará mi nombre. Uno tras
otro voy siguiendo los nombres en orden, uno tras otro leo las inscripciones de
aquellos que expiraron en el mismo lugar en el que yo lo haré en momentos, una
tras otra se van sucediendo al pie de los nombres las fechas en que fueron
ejecutados…
Hasta que me detengo en uno de ellos, y el
terror más profundo y absoluto se apodera de mi alma “Eusebio Miguel Chávez”…
¡Mi nombre! Y la fecha, la fecha de defunción ¡Tiene más de cuarenta años!
Y es en ese momento, cuando siento un
terrible temblor en mis miembros, un atroz suplicio en mi ser que se propaga
por dentro, electrocutándome, quemándome y retorciéndome. Sólo allí comprendo
horrorizado que la muerte no era el límite para mi condena, la de morir en esta
maldita silla una y otra vez, hasta el fin de los tiempos.
ALEJANDRO LAMELA.-
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