La vida no se trata de sobrevivir a una
tempestad;
se trata de danzar bajo la lluvia.
Proverbio
Llovía a cántaros.
Era una de esas tardes en las que uno se alegra de no tener que estar afuera
ganándose el pan a la intemperie, y en cambio está tibiecito en su casa, con la
calefacción encendida y una pila de frazadas en la cama.
Esas tardes parecen
casi míticas; uno siempre tiene ganas de hacer algo cómodo en la casa, algo que
no puede hacer otro día por las ocupaciones cotidianas o por la falta de
tranquilidad. Entonces, busca algo que lo reconforte, que lo relaje, que le
permita sentirse en paz con uno mismo y con la naturaleza que despliega su
majestuosa magia del otro lado del vidrio.
Pero,
desgraciadamente, no todo es color de rosa, y como decía un poeta: “La calma
es sólo un punto intermedio entre el problema pasado y el que está por venir”.
Y esa tarde no fue
la excepción.
Me encontraba
sumergido en mis asuntos académicos de turno, cuando apareció doña Lucrecia en
el marco de la puerta requiriendo mi ayuda sobre un tema que no terminé de
entender por la confusión que despierta la urgencia y el llamado presuroso.
Salí por el angosto
pasillo que desembocaba en la puerta de calle y pude comprobar la ambigüedad
del paisaje que minutos antes me maravillaba: cuando se está cómodo en un
ambiente cerrado, cubierto de mantas y con una taza de café caliente, la lluvia
tiene ese aspecto poético, esa semejanza a lágrimas de dioses que estallan en
su choque inevitable contra el duro y vulgar suelo, transformándose de
insignificante gota a pequeño torrente, para unirse a otras y ensanchar un
cause que se desplaza por los pasillos de las casas hasta llegar a la calle,
inundando todo en un santiamén.
Pero, siendo
sincero, hay que hacer una pequeña salvedad a la mítica experiencia: cuando se está del otro lado del vidrio, la
realidad puede variar sustancialmente a la poesía: la lluvia no revienta contra
el indiferente y estoico suelo que la recibe, sino contra el tibio cuerpo de
uno mismo, que no tarda mucho en avisar que la gripe se aproxima; las gotas ya
no son como lágrimas divinas sino más bien pequeños insectos que se meten por
las ropas dando escalofríos; el viento deja de ser soplo para convertirse en
vendaval que despeina todo a su paso sin la menor pizca de piedad; pero sobre
todo se siente la famosa humedad que mata, esa tan característica de Buenos
Aires y que aflora aún con más intensidad los días lluviosos.
Y después de esas
“insignificancias” uno se olvida de los cantos de alabanza a la naturaleza.
Se asombra lo
delgada que es la línea divisoria entre disfrute y sufrimiento. De cómo el
mundo varía en un instante de paraíso a valle de lágrimas. De cómo cada pequeño
detalle de la vida muda trágicamente de ropas según el filtro con el que se lo
mire. De cómo vamos actuando en el día a día, según el escenario que el destino
decida despóticamente montar frente a nuestros inocentes ojos de marionetas.
Y se modifica
inexorablemente el veredicto: -“¡Qué día de mierda!”.
Una vez asimilado
el cambio sustancial de perspectiva, me propuse cumplir la misión para la que
se me había buscado con tanta prisa.
Al llegar a la
calle, para ese entonces ya empapado, pude ver un grupo de cuatro personas
paradas en el medio del lodazal que se forma en las desafortunadas calles de
tierra; y me acerqué pensando qué extraño motivo sería lo suficientemente
interesante para lograr que esos tipos se reunieran debajo de semejante
aguacero.
Y a medida que me
aproximaba fui viendo de a poco unas botas embarradas, pero en sentido
horizontal, es decir, apuntando su desgastada punta al infinito cielo que no
dejaba de lagrimear sobre todos nosotros.
También, con mucha
más intriga y estupor, vi por entre las húmedas figuras de los testigos que se
agrupaban alrededor, una mano recostada sobre el suelo mojado, y tuve un
inexplicable sentimiento de que algo malo había pasado.
Cuando me colé
entre el reducido grupo que rodeaba el centro de atención, vi de qué se
trataba.
Era un viejo. Un
anciano. Tirado, en el medio de la calle.
El pobre estaba
medio sumergido ya en el barro, y el agua que fluía de calles arriba se
desviaba por su contorno. Tenía toda la ropa sucia, aunque no podía precisarse
si la traía con anterioridad. Las barbas
largas y canosas chorreaban agua, dándole una expresión aun más triste al
anciano.
Un vecino comentó
que había salido a sacar la basura cuando lo vio tirado en el suelo, y a los
gritos le avisó a los otros tres que compartían unos mates dentro de la casa.
Alertados por los
alaridos, salieron a ver si podían ayudar en algo, pero ninguno supo bien que
hacer. Ahí fue cuando Doña Lucrecia los vio y entró para llamarme.
Le tomamos el pulso
pero no hubo caso: se había ido hacía rato ya, al juzgar por lo frío que estaba
el cuerpo.
“El Cuerpo”... Suena feo, da idea de objeto inanimado,
carente de lo que alguna vez contuvo: una persona, un padre, un abuelo, un
hermano, un esposo, un alma.
Y de seguro ese
pobre viejo que había dado descanso a sus penas en esa embarrada calle, que se
había rendido ante la vejez, que se había derrumbado en silencio de espaldas
contra un sucio charco, sería alguien. Obviamente vendría de algún sitio, se
dirigía a otro. Quizás lo esperaban hacía rato.
Pero sin dudas,
nunca iba a llegar.
Al revisarlo no se
le encontró ninguna identificación, nada que atestiguara quién era, hacia dónde
iba, de dónde venía, mucho menos de qué pudo haber muerto.
Ninguno de nosotros
tenía ni la más remota idea de lo que se debía hacer en un caso como ese. Sólo
atinamos a mirar una y mil veces al desgraciado viejo. En eso llegó doña
Lucrecia avisando que había llamado a la policía y que ya venían, pero que le
dieron la orden tajante de no mover el cuerpo.
“El Cuerpo”... que feo suena.
No se lo podía
tapar con una mísera frazada, una bolsa de consorcio, unos diarios viejos o
nada por el estilo, porque al fallecer en la vía pública ya era asunto
policiaco. Ni eso pudo hacerse por el pobre viejo. Ni un último e inútil gesto
de dignidad para con el desconocido que llegó al final de su camino entre
extraños. Ni siquiera otorgarle un póstumo abrigo al agotado anciano, algo que
cobijara lo que fuera su cuerpo para no quedar a la intemperie.
Nada de nada se
pudo hacer por él. Sólo una oración en voz baja, pidiendo por un merecido
descanso para el anónimo viajero.
Y ahí quedó: boca
arriba, expresión tranquila, ojos cerrados, labios morados, cuerpo rígido,
rodeado de desconocidos.
Y así, bajo la
mirada de los seis extraños y una lluvia intensa, helada, que le empapaba la
barba, las cejas, los cabellos, el anciano yació en su última hora.
Y nosotros, raro e
improvisado cortejo fúnebre, nos quedamos esperando a la policía al lado del
viejo tirado, en silencio, sin saber qué decir.
Hasta que uno de
los vecinos levantó la cabeza hacia el cielo y musitó con honda amargura en la
voz:
-“Parece que va
a seguir lloviendo. ¡Qué día de mierda!”.
*Nota: este
relato tiene la particularidad de ser el primer cuento que el autor escribió en
su carrera literaria.-
Te pregunto compañerazo si esto sucedió en la realidad.
ResponderEliminarUn abrazo.