Cuando ingresé al Hospital General de
Reykjavik no tenía idea de aquello con lo que me iba a encontrar. O en realidad
sí: sabía que me esperaba una persona que se debatía denodadamente entre la vida
y la muerte. Jürgen Svensson, mi jefe, (y uno de los mejores fotógrafos del
mundo) yacía en una cama de ese hospital desde hacía varios días. Y yo, su fiel
asistente, iba a su encuentro.
Reconozco que tuve que armarme de coraje
antes de ingresar. Jürgen estaba en una situación desesperante y no había mucho
que se pudiera hacer por él. La mayor parte de su cuerpo presentaba graves
quemaduras, de las que nunca se recuperaría, y su estado general era
irreversible.
“Sólo cuestión de horas”, me dijo uno de los
médicos cuando lo consulté. El daño había sido muy extenso y profundo; aún así
consideraban milagroso el hecho de que hubiera soportado tres días en esa
agonía.
Pero allí estaba yo. Y allí tenía que estar.
Simplemente traté de prepararme para lo peor
y aferré con fuerza mi bolso, en el que llevaba el sobre con las fotografías,
el motivo fundamental por el que sentía que debía estar en ese lugar. Las
últimas muestras del talento sin igual de Jürgen, de su coraje, de su valor.
Las últimas fotos que había tomado, aquellas por las que había corrido un
riesgo tan grande, el que finalmente terminaría llevándose su vida en
sacrificio.
Todo eso, ahora cabía en un simple sobre,
cuyo contenido aún no me había atrevido a contemplar...
El hecho de que esas fotografías existieran,
consistía un milagro en sí mismo. Cuando los expedicionarios que socorrieron a
Jürgen me dieron los restos de su cámara, ésta estaba prácticamente destruida.
El cobertor especial contra las altas temperatura había cedido y algunas partes
presentaban fisuras; otras estaban simplemente derretidas. Pero el rollo con
las fotografías que él había tomado se había salvado.
Algo bueno entre semejante desastre.
Y por ese motivo estaba allí. Sentí que se
lo debía a Jürgen, que él tenía un derecho supremo a ser el primero que
contemplara el trabajo por que el había dado su vida. Ninguno de nosotros debía
poder ver esas tomas de seguro maravillosas, únicas, fantásticas del interior
de ese imponente volcán. Por eso las revelé a solas, por eso solamente las dejé
secar el tiempo determinado, y las recopilé a oscuras, sin querer verlas en
ningún momento. Eso simplemente estaba reservado para sus ojos.
Traté de aferrarme a estos nobles
pensamientos cuando ingresé a su habitación. Pero de nada me sirvió para
enfrentar aquello con lo que me encontré.
En una cama cubierta de una especie de domo
estéril que consistía en una cortina plástica para evitar todo tipo de
contacto, estaba Jürgen. O al menos, lo que quedaba de él.
Me acerqué con un gran temor de que mis
emociones me traicionaran, pero asumí la carga de responsabilidad que me
correspondía y me senté en la única silla que había en la habitación, justo a
su lado.
Su estado era desesperante.
Todo su cuerpo se encontraba cubierto de
vendas húmedas, ungüentos y apósitos contra quemaduras. De los pies a la cabeza
no había un solo centímetro de piel en él que no sufriera los efectos del
fuego.
Era una visión horrenda.
En algunos lugares podía traslucirse entre
los vendajes restos de su piel quemada, herida, carbonizada, adhiriéndose a las
vendas, supurando fluidos, manchando de una viscosidad sanguinolenta las
sábanas en las que reposaba su cuerpo.
Y entre esa mezcla de aflicción, asco y
estupor, los ojos sin párpados de Jürgen se posaron en mí.
Al verlos, sentí un estremecimiento en todo
mi cuerpo, y luché denodadamente por evitar reaccionar con espanto. Con mucho
esfuerzo logré calmarme.
Esos ojos inyectados en sangre, me miraron
con familiaridad.
Y con desesperación.
Noté que Jürgen quería comunicarse conmigo.
En verdad no hubiera creído posible que
alguien en ese estado aún se mantuviera con un mínimo de conciencia y cordura,
o que pudiera reconocer algo del mundo que lentamente se iba desvaneciendo a su
alrededor. Pero Jürgen siempre había sido un luchador, un modelo a seguir, un
aventurero sin par, y como tantas otras veces, en esta ocasión se preparaba
para afrontar una nueva aventura.
Y allí estaba yo, para despedirme de él.
Su cuerpo se agitó en una especie de
convulsión y noté que con un enorme dolor, abría sus labios calcinados y
partidos, tratando de hablarme. Me acerqué a su rostro lo más que me permitió
el recubrimiento plástico de la cama, y traté de aguzar mi oído para escuchar
los leves susurros que provenían de él.
Fue cuando oí sus primeras palabras:
“Un infierno... allí... abajo... todo es
un... infierno...”
Traté de contenerlo, de pedirle que no
gastara sus fuerzas en rememorar lo terrible que había ocurrido allí, pero de inmediato
su mirada cambió, las facciones de su rostro se contrajeron debajo de las
vendas y un dolor insoportable se transmitió desde todo su ser.
“Debes... escucharme... tú... nadie... sabe
lo que... hay... allí abajo...”
Sentí que mi corazón se encogía. Hubiera
deseado estar en cualquier lugar del mundo a excepción de aquel sitio, pero era
mi obligación. Se lo debía a Jürgen, a su tarea, a su sacrificio.
Lo que él quería, con la última reserva de
sus fuerzas, era relatarme lo que había sucedido allí, en ese volcán que había
consumido su vida casi por completo. De segura él deseaba que yo fuera la
mensajera que relatara a otros todo aquello que él había vivido. Y sentí que un
gran honor me había sido otorgado.
Con un esfuerzo tremendo, con voz ahogada y
una respiración entrecortada, Jürgen comenzó a relatarme su historia:
<<Después de meses de preparativos,
Jürgen y el resto del equipo habían logrado comenzar el descenso al sitio que
los había obsesionado por años. Tomasson, el geólogo; Borg, el vulcanólogo; y
Jürgen, el fotógrafo, finalmente estaban llegando a las entrañas de uno de los
sitios más peligrosos del mundo: el volcán Litmanen.
No había sido fácil la preparación, como
tampoco lo había sido conseguir los fondos, el equipo ni las habilitaciones del
gobierno Islandés para desarrollar tan terrible tarea. Luego de muchos estudios
e innovaciones técnicas visionarias, el descenso a las profundidades de uno de
los mayores volcanes activos del mundo, finalmente se había convertido en una realidad.
Ellos tres habían sido seleccionados, cada
uno una eminencia en su especialidad, para realizar el relevamiento de datos de
tan titánica tarea. Con un equipo de la más moderna tecnología, habían dejado
tras de sí al resto de los técnicos que componían la expedición y bajaron por
la ladera interior del volcán.
El calor y los vapores eran enemigos
implacables, pero ellos habían preparado todo hasta el más mínimo detalle.
Desde su traje compuesto de amianto y una aleación de materiales resistentes al
calor extremo, hasta el cable reforzado de titanio acoplado a un arnés en sus
cinturas que era la forma en la que volverían a subir a la superficie.
El descenso fue tremendo y tortuoso; a
medida que se hundían en las entrañas de ese gigante que escupía fuego y magma,
notaron que la tarea sería más difícil de lo que nadie hubiera imaginado. Los
visores de sus escafandras constantemente se nublaban por el sudor de sus
propios cuerpos. Las botas se clavaban en la superficie de las paredes
basálticas del volcán y de vez en tanto resbalaban, quedando al borde de una
caída que hubiera supuesto el fin prematuro de la expedición.
Lo primero que perdieron fue el contacto
visual con la boca del volcán. Eso era algo previsible por las dificultades del
terreno y los vapores tóxicos que al elevarse obstruían la visibilidad. Pero lo
que realmente preocupó al equipo de tres hombres fue la intermitencia de las
comunicaciones. Había una interferencia fuera de los cálculos, y lo único que
lograban transmitir era unas casi ininteligibles afirmaciones, entrecortadas,
hacía la superficie.
Jürgen pensó que lo único importante cuando
llegara el momento, sería poder pedirles que volvieran a subirlos. Aún así, los
tres hombres siguieron adelante.
A medida que descendían por las paredes
internas del volcán, las imágenes a su alrededor se volvían cada vez más
extrañas. Encontraban vetas de ríos solidificados hundidas en la superficie,
producto de innumerables erupciones anteriores; también algunos conductos que
de seguro liberaban parte del aire caliente hacia otros sectores, los cuales
trataban de esquivar para no perder tiempo en el descenso; y unas enormes
columnas de basalto que se erguían desde las profundidades inescrutables del
volcán.
Pero sobre la superficie misma de las
paredes, encontraron algo que no pudieron explicar. Al comienzo pensaron que
eran simplemente unas muescas, unas hendiduras y figuras formadas al azar por
el calor y los desplazamientos de roca. Pero a medida que siguieron
descendiendo, comprendieron que aquello en lo que se apoyaban eran unas enormes
runas labradas en la roca, cuyo significado ininteligible para ellos, quizás
estuviera esperando en ese sitio primitivamente desde tiempos inmemoriales.
Los tres hombres no encontraron explicación
alguna para aquel descubrimiento. Aún así, siguieron internándose en ese
descenso que parecía no tener fin.
Luego de algunos sobresaltos y tratando de
conservar todas las fuerzas posibles, llegaron a una extensa saliente, justo
por encima del magma. La magnificencia de lo que tenían ante ellos dejó
completamente estáticos a los tres hombres por unos instantes, pero concientes
de su profesionalismo cada uno comenzó a desarrollar con prestancia la tarea
por la que habían sido enviados allí.
Y mientras Tomasson y Borg se dedicaron a
recorrer con lentos y pausados pasos la gran saliente sobre el mar de magma,
Jürgen tomó su cámara especialmente adaptada para soportar las condiciones
extremas y comenzó a sacar fotografías.
Aquello era sublime.
Nunca
nadie había podido llegar a un lugar como ese, jamás en la historia del hombre
alguien había logrado adentrarse en las profundidades de un volcán tan inmenso
y tempestuoso como el Litmanen en estado activo. El sueño de tantos y tantos
hombres estaba siendo realizado por ellos tres. Y nada podría borrar nunca de
sus rostros la satisfacción que sentían en ese momento.
Un estallido menor de magma los sobresaltó.
Era algo normal en esa situación, y aunque estuviera previsto, no dejaba de ser
un enorme peligro. Sobre la superficie de magma se notaban pequeñas erupciones,
como viscosas burbujas que estallaban en varias direcciones. Pero los tres
siguieron con sus tareas.
Tomasson, el geólogo, recorría la superficie
de la pendiente tomando pequeñas muestras del material rocoso casi a cada paso.
Revisó las paredes del volcán, el polvo que se juntaba en él, las capas de
ceniza apelmazada, y encontró algunos orificios en la ladera, como si fueran
cuevas naturales, generadas por el calor y los movimientos sísmicos tan
frecuentes en los volcanes.
Borg, el vulcanólogo, era el que más riesgo
corría de los tres ya que su tarea era específicamente todo lo relacionado con
el magma. Se acercó al borde de la saliente y con gran cuidado tomó algunas
muestras de roca fundida, en recipientes especialmente preparados para ello,
que sacó de la cintura de su traje. Recorrió el borde una y otra vez, midió la
temperatura ambiente y la del líquido, y observó con admiración las extrañas
burbujas que explotaban sobre la superficie.
Y Jürgen, simplemente se dedicó a tomar
fotografías de todo, a dejar plasmado en evidencia visual todo el arte natural
que se encontraba en ese sitio. Las paredes internas del volcán, las
formaciones rocosas en constante cambio, la marea silenciosa que oscilaba
mostrando mil variaciones de rojo y amarillo, y las figuras gaseosas que
emergían de la superficie del mar de magma.
Y de repente, algo cambio.
Tomasson y Borg dejaron de lado sus tareas y
miraron a Jürgen. Los tres habían presentido un temblor diferente en la
superficie de la saliente. Los tres había sentido un incremento drástico de la
temperatura. Los tres habían notado un aumento de los gases que se elevaban
hacia el cielo que se alzaba muy por encima de la salida de la boca del volcán.
Pero lo que Tomasson y Borg contemplaron al
mirar a Jürgen, él lo había estado observando con espanto y estremecimiento
varios segundos antes de que ellos se percataran del fenómeno.
Allí, sobre la superficie infernal del
magma, entre los gases mortíferos y el calor agobiante, entre las explosiones
incontenibles de lava y los temblores de las columnas de basalto, una figura
comenzaba a erguirse>>.
Jürgen interrumpió el relato. Su cuerpo se
contrajo y comenzó a estremecerse. Los aparatos que controlaban sus funciones
vitales empezaron a hacer toda clase de ruidos. Yo comencé a gritar pidiendo
por los médicos.
Llegaron y de inmediato se dedicaron a
revisarlo. Jürgen convulsionaba, entraba y salía de la conciencia. Y gritaba
con una voz gutural y entrecortada:
“Todo comenzó a temblar... y estallar... fuego... grandes llamaradas...
fuego por todos lados... primero envolvió a Borg... estaba cerca de él... cerca
de la orilla...”
Los médicos trataban de estabilizarlo,
corrieron las láminas plásticas, lo inyectaban por todas partes, las máquinas
seguían lanzando sonidos de alarma, una enfermera me pedía que me fuera.
“Después... después fue por Tomasson... una gran ola de... magma...se
alzó contra él... lo consumió de inmediato...”
La
habitación era un pandemonio, todos corrían, llamaban a otros médicos, pedían
instrumentos, trataban de intubarlo, mientras él se retorcía e intentaba seguir
hablando, ahogándose en líquidos que fluían de su garganta calcinada.
“¡¡Y vino por mí... esa... cosa... vino por mí... grité por el
transmisor...que me subieran... el cable se tensó y jaló de mí hacia
arriba...pero cuando lo hicieron... ya fue tarde... había fuego... fuego en
mí... en las paredes...en las rocas... y él... él danzando en el medio de ese
mar de lava...!!”
Luché contra la enfermera por permanecer en
la habitación. Rogué que me dejara estar allí, argumentando que era lo más
cercano a él que tenía en ese momento. Pero mientras me arrastraba fuera, logré
escuchar por entre el revuelo y la conmoción, que Jürgen gritaba a viva voz,
asfixiándose en sí mismo:
“¡¡Nadie... nadie debe volver allí... él habita allí... las runas...
advertencias... nadie debe verlo... nadie!!”
Salí del hospital.
Fuera el silencio, el frío y la oscuridad
reinaban. Caminé varias cuadras sin sentido. No lograba procesar todo aquello.
Pero me sentía profundamente triste y confusa. Triste de ver a mi mentor dando
sus últimos estertores, entre visiones extrañas y monstruosas. Y confusa sobre
el significado de sus palabras, de sus alaridos.
Una gran amargura se apoderó de mí por no
haber siquiera logrado cumplir mi misión de hacerle saber que su trabajo se
había salvado. De que al menos viera una vez antes de morir las fotografías por
las que había dado su vida.
Las fotografías.
Tomé el sobre que llevaba en mi bolso, y me
orillé contra un callejón. A un costado había un contenedor de basura que los
vagabundos usaban para encender fuego en las heladas noches. Me acerqué a él en
busca de luz.
Rompí el sobre y comencé a mirar las
fotografías.
Magníficas, todas ellas.
Un verdadero crisol de luces y destellos. De
colores cálidos y nubes de vapor. De magma y fuego. Una tras otras fueron
pasando las imágenes ante mí. El trabajo de Jürgen, aquél que me había negado a
mirar reservándolo para sus ojos. Una maravilla incomparable.
Hasta que en una de ellas contemplé, con
horror y estremecimiento, que entre el mar de magma que se encontraba allí en
el fondo de ese primitivo volcán, una figura alta y desgarbada, completamente
cubierta de lava y fuego, sin vestimenta, sin cabellos, simplemente compuesta
de la materia misma del volcán, miraba majestuoso y amenazante hacia la cámara.
Presa del terror, vinieron a mí las últimas
agonizantes palabras de Jürgen:
“Nadie debe verlo”.
Y con mis manos temblorosas eché a las
llamas del contenedor, las fotografías y los negativos de aquello que Jürgen
había descubierto y decidido llevarse a la tumba para siempre.
ALEJANDRO LAMELA.-
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