La primera vez que conscientemente leí un
cuento de H. P. Lovecraft fue alrededor del año 2004, en un compilado de
cuentos fantásticos que me prestara un amigo. Recuerdo que leí “El retrato de
Pickman” y hasta el día de hoy es uno de los cuentos de terror que más me ha
impactado, e incluso atemorizado.
Nada que ver con el estilo del maestro Poe,
pero descubrí que se podía hacer un relato de terror, o sobrenatural al menos,
desde un lenguaje mucho más llano y directo, sin tanta descripción encriptada
de atmósferas y circunstancias. Lovecraft “va al hueso”, te busca el miedo, te
pone los monstruos ahí, y arreglate como puedas.
Nunca quiero copiar a un autor, ni imitarlo,
ni parecerme, sentiría que es una falta de respeto hacia él, hacia el lector,
pero sobre todo hacia mí mismo, por desaprovechar la posibilidad de ser
creativo (pecado imperdonable, a mi entender). Por ello nunca busco ser como
otro, pero eso no quiere decir que no sea permeable a la posibilidad de
incorporar detalles, maneras, formas, estilos y demás de otros grandes autores.
Lovecraft no es el más talentoso. Ni el más
prolijo. Ni siquiera el más original (aún dentro de su propia obra, los relatos
sobre zombis son insoportablemente similares). Pero así y todo es un genio.
Creó un universo de universos. Y eso (junto con su forma tan directa de
enfrentar el miedo y zambullirse en él) fue lo que sentí que podía servirme.
Imprimí por mi cuenta muchos cuentos sueltos
de él y los leí completamente desordenados, pero lo importante era la idea, el
temblor de miedo en el aire, ¡el susto! De eso el hombre sabía de sobra.
La idea de que hay “otros mundos” dentro de
este mundo, otras realidades, otros planos existenciales que en ocasiones
podemos palpar, a los que se puede acceder buscándolos o tropezando con ellos,
dio lugar a más de un relato inspirado en esa idea. “El árbol negro” (que forma
parte de “Bajo los abismos de la locura”), “Aquelarre”, “En las entrañas de la
Tierra”, “El cráter en la luna” (aún
inéditos), y este relato fueron surgiendo de esa idea, tan ajena al principio
pero tan cercana al final. El famoso “Necronomicón” tan irreal como vivo en el
imaginario de los lectores de terror, estuvo presente en todos ellos. Y así
fueron surgiendo, y de seguro seguirán haciéndolo (hay una idea bastante
formada de libro entero compuesto por ellos).
Rompí cierta regla (estoy más flexible con
ella) que me impongo de no enviar a certámenes cuentos que están pensados para
formar un libro en sí mismos con otros relatos específicos. Pero el certamen en
el que este cuento obtuvo la mención era sobre relatos geológicos, motivo por
el cual estuve en la disyuntiva entre participar con “Los Fuegos Ancestrales” y
“El Cráter en la Luna”. Me incliné por el primero, y según se ve, fue una buena
elección.
Desde muy chico tuve curiosidad por Islandia
(el nombre de su capital quedó grabada en mí gracias a un juego de computadora
muy antiguo “¿Dónde está Carmen San Diego?”, muy ñoño, pero súper educativo), y
desde allí surgió el tema de hacer algo sobre esta tierra de volcanes, tan
misteriosa y lejana, tan especial y única.
Debía tener un trasfondo científico,
obviamente, y un terror que no se mostrara en el momento exacto de la acción,
sino que se fuera generando por algo que ya había sucedido (el caso de la
historia relatada con dificultad por el malogrado Jürgen -los nombres surgieron
de personajes de series, deportistas y casualidades-). El título del relato me
encanta, a veces creo que debería haberlo utilizado para otro relato, uno más
profundo o para título de libro, pero es bueno dejarse fluir con esto. Ya habrá
otros buenos títulos, siempre los hay.
En cuanto a los personajes, mi mejor amigo
es fotógrafo, así que hubo algo para tomar de él desde el mundo real e
insertarlo en esta ficción (de todas formas, espero que Diego Saucedo nunca
tenga que viajar a Islandia, por si las dudas).
Y la criatura. Siempre hay un monstruo al
final del camino. El monstruo en sí no es otra cosa que la personificación de
nuestros miedos, y ellos son un cúmulo de cosas que desconocemos y a las que le
damos el lugar de aquello que no podemos abarcar (para profundizar mi idea
sobre esto vale leer los prólogos de “A las puertas del anochecer” y “Bajo los
abismos de la locura”).
Pero el monstruo debe aparecer en el momento
exacto del relato (en este caso, del relato dentro del relato), ni antes, ni
después… Lovecraft entendía eso a la perfección.
El monstruo aparece, el horror se apodera
del personaje y (eso busca el autor) del lector. Todo al mismo tiempo. ¿Y qué
pasa? Uno se aleja, corre, se espanta, huye… al menos el personaje lo hace. El
lector, en cambio, sigue leyendo (en la mayoría de los casos). Quizás porque se
siente protegido por los límites del papel, quizás porque cree que sólo es una
ficción que no podrá lastimar su realidad, quizás porque se cree mejor
preparado o más astuto que el protagonista… o quizás la curiosidad es más
fuerte que los miedos.
Yo personalmente, me inclino por esta última
opción.
Gran motivador la curiosidad. Como aquella
que me hizo interesarme más por la obra de Lovecraft, y al día de hoy lo volvió
uno de mis grandes maestros dentro de la narrativa de terror sobrenatural.
Espero que a su espíritu le haya gustado el humilde homenaje. Los lectores
atemorizados harán honor a su impronta. Y esos lectores (míos y de tantos otros
escritores con muchísimo más talento) son hordas más grandes que las de
cualquier mundo plagado de monstruos que ¿imaginara? Mr. Lovecraft.
El miedo tiene seguidores incondicionales
más allá de las épocas. Y los planos existenciales.
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