Quienes me conocen personalmente saben que
me encantan los deportes. Verlos y practicarlos. Hay algo en el sacrificio
personal, en la superación de los límites, en la búsqueda de “ir más allá” que
me encanta. Y dentro de los muchos que practiqué, reconozco que he corrido.
Brevemente. Fueron unos meses no más. Sin
preparación. Sin plan de nada. Sin objetivos directos. Pero me encantó. Unos
meses después de una de las operaciones que tuve que sufrir (y que me dejó con
mi movilidad reducida durante 35 días) se sumaron algunos factores que
desembocaron en eso: me mudé a vivir solo a Capital, quise retomar una parte
deportiva de mí que siempre me gustó, mayores espacios y lugares para practicar
cosas. Y un día, así como Forrest Gump (pero sin ninguna Jenny que me dejara
plantado) me largué a correr.
Nunca había corrido, más allá de las clases
de gimnasia en el colegio. Y fue una hermosa sorpresa encontrar que uno
disfruta enormemente una actividad así de la manera en que surgió.
Empecé corriendo en Parque Centenario y
Parque Chacabuco (mi favorito). Y como no puedo con mi genio, al principio era
trotar tranquilo una media hora, después fue hacer tantas vueltas al Parque o a
la pista, después fue hacer pasadas de velocidad. 3 kilómetros… 5 kilómetros… 8
kilómetros… El error fue no hacer una base física, tener un plan realizado por
alguien con conocimiento. Y a la larga lo pagué.
En menos de seis meses empecé con dolores en
las rodillas, y como había comenzado una nueva actividad (que no viene al
caso), y la misma acaparó toda mi atención, fui lentamente espaciando las
salidas para correr, hasta que noté que realmente me estaban lastimando, y
dejé. Pero ese tiempo me dejó a mi varias cosas muy valiosas.
Y fueron las bases para este pequeño cuento.
Principalmente una: la sensación del viento
en la cara dejando todo atrás… la libertad que da correr. Tuve muchos años esa
sensación en el agua, por mis épocas de nadador, pero sentirla corriendo fue
(extrañamente) una sorpresa.
La respiración, la transpiración, el ruido
de las pisadas, el pecho ardiendo, el esquivar a otros corredores (y ser esquivado),
la adaptación al clima, el silencio mental aún en el ruido envolvente de la ciudad…
muchas cosas, quien ha corrido sabe de lo que hablo. Y eso de dejar atrás todo.
Un día (creo que en la pista de Parque
Chacabuco), mientras aún vaciaba mi mente de contenido, me fue viniendo esa
idea, la de dejar atrás todo, lo bueno, lo malo, los miedos, las alegrías, las
dudas, los dolores, y sólo correr.
La muerte apareció. Ella siempre aparece.
Me imaginé corriéndonos a todos, de atrás,
con la confianza suprema de saber que a la larga nos iba a vencer… y ahí fue
surgiendo “El corredor”.
También quizás inconscientemente se me metió
una imagen del abuelo Simpson en un capitulo corriendo una maratón y escapando
de alguien que él creía que era la parca. Todo puede ser, ya saben cómo es la
mente de los escritores. No, la verdad no lo saben. Es un maravilloso y
horripilante caos interconexo. Pero es una mente y hay que darle buen uso.
Me pareció que el personaje debía ser un
hombre mayor, no necesariamente viejo, pero si grande. Llamaba mi atención, con
cierto grado de fascinación, ver cómo hombres y mujeres de arriba de 50 años me
pasaban como alambre caído, y pensé que la técnica, el deseo, la dedicación,
vencen casi cualquier obstáculo, aún uno tan alto como la edad.
Los
veía tan compenetrados, tan seguros, tan firmes y convencidos. Genial, un canto
a la vida y al deporte. Tuve que homenajear eso, a veces me pasa: la necesidad
de llevar a palabras cosas admirables de otros seres, que yo puedo tener o no, pero aún así me motivan.
El personaje debía ser anónimo, y a la vez
contarnos su historia. Debía estar sólo, debía haber un ambiente de inmenso
espacio, pero también una “lucha” mental consigo mismo, con su cuerpo, con el
paso del tiempo. Muchas batallas y a la vez la nada que uno lleva cuando corre.
Tenían que ser fuerzas centrífugas afectando a ese hombre. Y nosotros corriendo
con él.
No es un cuento muy elaborado, recuerdo que
salió muy naturalmente, de un saque, sin mucha vuelta de tuerca. Y siempre supe
(al ir armando la idea días posteriores a que se me ocurriera) que el final
tenía que ser una especie de victoria pírrica: según quién lo lea uno dirá que
ganó el corredor o que ganó la muerte. O hasta que empataron. Mi idea fue que
el ganar y perder fuera relativo. Y una pizca de esa situación en las que en el
camino de evitar algo, uno lo termina provocando.
Tenía que morir, pero también tenía que
vencer. No sólo a los otros, a sí mismo, a sus limitaciones (por eso el detalle
de que empezó a correr ya de grande), pero a la vez tenía que estar latente su
humanidad, sus debilidades, su fragilidad, que es la de todos…
Dudé con el detalle de la frase de inicio,
al parecer es anónima, o la han dicho tantos en tantos medios que ya se hizo
popular, pero me pareció que venía al caso perfectamente. La Muerte acechándolo
todo el camino, todo el tiempo ahí, tras sus pasos, hostigándolo y motivándolo
en igual medida. Como nada ni nadie lo puede hacer.
No hay mucho más para contar. A veces la
simplicidad de los hechos lo es todo. Tomé pequeñas cosas de mi breve
experiencia en maratones (sólo 2, pero las disfruté muchísimo), y de allí fue
tocar un poco de oído. Pero creo que lo que expresa tiene mucho que ver con el
correr, y a la vez no. Tiene que ver con el paso del tiempo (es uno de mis
cuentos que meditan sobre ello), y sobre cómo uno lo enfrenta. Con hidalguía,
con fortaleza, con cierto miedo, pero como lo que es: un camino, un viaje, un
destino en sí mismo.
Y al correr, no necesariamente uno huye.
A veces, uno vuela, en cuerpo y mente.
ALEJANDRO LAMELA.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario