Para Aquiles,
mi hermano lobo.-
Estaba
rodeado. Aunque no pudiera ver a las feroces criaturas que se escondían en la
penumbra de la noche, sabía perfectamente que estaban allí.
Acechando. Esperando. Cazando.
Las tres fogatas aún seguían representando una defensa, una especie de
triángulo con largas llamas que se elevaban un par de metros sobre la tierra en
cada uno de los vértices invisibles. Pero no había manera de calcular cuánto
tiempo más seguirían encendidas. Ya habían transcurrido varias horas desde que
las hiciera, cuando notó que no estaba solo en aquél páramo helado. Aunque
nunca pensó que la compañía fuera tanta. Ni tan hambrienta.
El fuego crepitaba ante él y a sus espaldas, detrás del tronco del árbol
en el que se apoyaba, pero sabía que a cada minuto que pasaba, su fuerza iba
menguando, y que acabaría por consumirse casi con seguridad antes de la llegada
del alba. Faltaba tanto para que amaneciera, toda una eternidad. Y ellos tenían
paciencia.
De tanto en tanto escuchaba entre los árboles que se hallaban al otro
lado de las fogatas, un pequeño y casi imperceptible ruido que se multiplicaba
por el eco y la sordera metálica que el hielo y la nieve generaban en los
sonidos del bosque. Primero a la derecha, luego a la izquierda; más tarde
delante, poco después a sus espaldas.
Eran muchos. Nikolai lo sabía. Toda su vida había transcurrido en
aquella Siberia helada y aterradora, tan proclive a las fábulas y los relatos
heroicos, pero tan cruda y salvaje que muy pocos habían podido sobrevivir en
ella. Y quizás en breve, él pasara a aumentar el número de los que habían caído
ante la implacable naturaleza. Y los seres que la habitaban.
Lobos.
Lo supo ante el primer ruido, ante la primera rama que quebraran, ante el
primer sonido de patas hundiéndose en la nieve.
Lobos.
Una manada entera. Quizás diez o doce, y
sabía que estarían hambrientos. Él mismo lo estaba, y eso que tenía una
estupendo rifle y toda una vida de experiencia cazando. Pero ellos eran mejores
cazadores. Y él estaba sólo.
Había cometido el mayor error que podía cometer un hombre curtido y
habituado a aquellos lugares: confianza, descuido, distracción. Había
focalizado su atención en algo más, y eso finalmente le iba a cobrar caro el
error. Ese algo más era lo que lo había llevado a ese sitio.
Curiosamente llevaba horas sin pensar en él, y su mención llegó con la fuerza
de la obsesión.
Varios días atrás Nikolai había tomado la decisión de emprender el
regreso a su cabaña, precario hogar siberiano, luego del dificultoso e
infructuoso viaje al sendero de caza del río Kolyma. Todos los años caminaba
casi cincuenta kilómetros en busca de una de las presas más codiciadas de
aquellos sitios: el alce.
No lo hacía por gusto. La carne de alce era muy valiosa, tanto nutritiva
como económicamente. Al igual que su cuero. Nada tenía desperdicio y muy pocos
se aventuraban a ir tan profundo de los bosques siberianos, cruzando tundra y
estepa.
Seguramente por esa misma falta de competencia, había tenido tanta
fortuna en el pasado, regresando siempre cargado de todas las presas que le
permitían sus fuerzas. En sus hombros, en el pequeño trineo que arrastraba con
un cordel atado a su cintura, y a veces incluso, hasta en brazos. Siempre y
cuando no necesitara tenerlos libres para usar el rifle.
Nikolai era pobre, no tenía dinero para comprar perros de trineo.
Nokolai era un ermitaño, no soportaba la compañía de otros hombres, por lo cual
decidía hacer esas expediciones de caza en soledad. Nikolai volvía con el
trineo vacío, no había tenido suerte en esta ocasión.
En verdad no podía explicar la causa. Simplemente
no había alces. Había recorrido todas las cercanías del sendero de caza que sus
ancestros visitaran por generaciones, siempre volviendo con preciadas piezas;
pero por primera vez en décadas, no había alces.
Tal vez el clima estuviera cambiando. Tal vez los grupos de alces
hubieran decidido apartarse del sendero y transitar otro camino. Tal vez
alguien ya los había cazado a todos. O tal vez, simplemente se hubieran
extinguido.
Ese invierno había sido el más cruel y salvaje que Nikolai recordara, y
cada bocanada de aire gélido que metía a la fuerza en sus pulmones reforzaba
ese conocimiento. Motivo por el cual tenía aún mayor importancia la necesidad
de regresar con algo para subsistir hasta la llegada del verano, que aún
distaba mucho de bendecirlo con su apenas templada calidez. El calor real, el
verdadero, no existía allí.
Eso era Siberia. La nada misma hecha de hielo, nieve y muerte.
Tomar la decisión de regresar había sido difícil, pero sabía que
cualquier demora excesiva en aquellos páramos, se pagaba con la vida. Una ventisca que
borrara el rastro de los caminos, una crecida repentina de los ríos, una bajada
drástica de temperatura, y... adiós.
Con resignada amargura, había tomado la decisión de regresar sin nada
más que su espíritu quebrado. Y aún la vuelta estaba plagada de peligros.
La caza en general era escasa, pero en aquellos días había sido peor que
nunca. Tardaba días en lograr abatir una mísera liebre, y hasta había tenido
que resignarse a cocer alguna que otra escuálida ardilla en las cenas nocturnas
al tenue calor de las fogatas.
Por donde lo abordara, aquél viaje arrojaba pérdidas. Y un gusto a
amarga derrota que le sazonaba la experiencia.
Pero lo más difícil llegó al tercer día de emprender el regreso. Sólo
había una cosa peor que la extrema soledad de aquellos lugares casi desérticos,
y era la compañía inesperada.
Nikolai lo supo una mañana en la que al abandonar el sendero de caza
para orinar, encontró huellas que se hundían en la nieve.
Huellas enormes, pesadas y profundas.
Huellas de lobo.
Toda una vida en Siberia le había dado el
conocimiento suficiente para saber que esas huellas eran de un lobo enorme,
casi sobrenatural, de unos setenta u ochenta kilos. Una verdadera abominación
de la naturaleza. Un
lobo estepario.
Nunca se había cruzado con uno, pero las historias de su padre y sobre
todo las de su abuelo estaban plagadas de aquellos seres a los que los
primitivos habitantes habían denominado “huargos”. Figuras casi mitológicas que
conferían a las ya de por sí atemorizantes aptitudes de los lobos normales,
caracteres superiores, monstruosos y perturbadores. Muy pocos habían enfrentado
a un lobo huargo, y muchos menos había logrado sobrevivir para contar la
experiencia.
De regreso a la senda había meditado largamente, mientras continuaba el
viaje, sobre qué recomendaciones recordaba de sus antepasados para hacer frente
a tales bestias. Su rifle sin dudas era una de ellas, quizás la mejor defensa
que pudiera tener. También el fuego, las fogatas nocturnas lo ayudarían a
dormir con cierta protección. Pero sobre todo recordaba una: cambiar de camino
constantemente y nunca, jamás, salir al encuentro del animal.
Ese mismo día giró y cambió el sentido de sus pasos varias veces. Por la
noche encendió hogueras formando un perímetro triangular en torno a él, y
durmió malamente unas horas con la espalda apoyada contra un alerce mientras el
rifle descansaba en sus manos, cargado y listo para disparar.
Al despertarse, volvió al sendero, y a los pocos metros encontró aquello
que no quería.
Enormes huellas de lobo.
Trató de no entrar en pánico, recogió sus pocas pertenencias y siguió camino,
luchando con la nieve a cada paso que daba, orillándose a los acantilados que
se habrían como profundas heridas en los costados de los montes. Cambiando de
ruta cada vez que el terreno se lo permitía. Hundiendo sus pies en las heladas
aguas de los arroyuelos que bajaban de las montañas para que su rastro se
perdiera en el bosque siberiano.
Pero día tras día, al despertar luego de una
noche de poco sueño y tensa vigilia, a menos de cien pasos de donde hubiera
reposado, aparecían las gigantescas huellas de patas.
Finalmente, su paciencia se vio colmada. No soportó más estar en el
lugar del perseguido. Él, que era un cazador, no podía permitirse vivir
atemorizado y escondiéndose, huyendo y cambiando sus hábitos. Y decidió ir
contra la experiencia de tantos y tantos otros.
Decidió ir tras el lobo huargo. Y cazarlo...
Habían pasado veinte días desde que tomara aquella decisión y en vista
de la situación en la que se encontraba ahora, Nikolai no podía más que
maldecirse a sí mismo una y otra vez hasta hartarse de su propia voz interior
reclamándole por su estupidez.
Ahora el peligro de uno se había transformado en muchos. En esas
criaturas que lo habían tomado desprevenido y que lo acosaban desde las
sombras. En aquellos seres que esperaban que las fogatas siguieran con su
inexorable pérdida de energía, para saltar sobre él y destrozarlo.
Sabía que no tenía balas para todos. Abatiría algunos, pero en cuanto
intentara recargar sentiría las feroces dentelladas hundirse en su carne.
Quizás se llevara al infierno uno más con el gran cuchillo que utilizaba para
desollar a sus presas; pero al final, el número terminaría por imponerse a la
pólvora y el acero. Y en ese momento no sólo las fogatas se habrían extinguido,
sino también su vida.
Si tan sólo hubiera renegado de su instinto de cazador y hubiera
priorizado el de supervivencia. Pero para ello debería haber tomado otra
decisión diez noches atrás, y no estaba en sus manos cambiar el pasado...
Los días se habían sucedido con excesiva rapidez, y en su mente lo único
que cabía era la caza del lobo. Por momentos encontraba sus huellas claras y
bien marcadas en la nieve. Y
por otros las perdía para encontrarlas decenas de pasos más adelante.
Aunque lo malo no era eso. Lo malo era cuando las encontraba detrás de
él.
Sabía que los lobos que cazaban en manada eran un peligro latente de
aquellos sitios. Pero los solitarios, los lobos esteparios, eran una completa
incógnita. Se decía que cuando llega el invierno, el frío y los vientos, la
manada sobrevive pero el lobo solitario muere. Eso no aplicaba a los lobos de
las estepas.
Los que vivían en manadas tenían a su favor la fuerza del número, más
que la astucia.
Cazaban en grupos, rodeaban y atacaban al resguardo de la noche. Requerían
presas mayores, para poder dar sustento a toda una manada, que podía estar
conformada desde cinco o seis a decenas de lobos. Pero en Siberia no había
presas para tantos, y rara vez se encontraban manadas de más de diez o doce
lobos. Ellos se sometían al macho líder y cazaban como uno sólo.
Pero el lobo estepario era diferente.
En la estepa, la caza era casi inexistente por lo tanto no había manera
de que varios lobos pudieran alimentarse a la vez. Por eso los más
grandes, o los más valientes, se separaban de las manadas que habitaban los
bosques y seguían sus vidas en solitario. Aunque para poder sobrevivir, habían
tenido que volverse aún más primitivos que los otros, más grandes, más
poderosos. Un lobo de la estepa era una criatura solitaria, sí, pero extremadamente
letal. Y la naturaleza, contribuía al dotarlo de condiciones para poder
sobrevivir por sí mismo.
Y allí, él se encontraba con las huellas de uno de ellos. Había decido
jugar con sus propias reglas, escaparse del lugar de víctima y reclamar el de
cazador. Lo había perseguido, acechado aunque sin cruzarse nunca con él. Pero
el lobo había recogido el desafío y había convertido la cacería en una lucha
entre iguales.
Por momentos Nikolai se sentía en la delantera de la lucha, siguiendo
las marcas que dejaba su adversario por horas. Pero otras tantas veces, en
cuanto retrocedía en busca de un arroyo para reabastecer su cantimplora, notaba
las mismas huellas en su retaguardia. No podían ser dos, lo sabía
perfectamente. Simplemente era el mismo rival, aunque tan hábil y experto que
lograba cambiar su rastro con tanta pericia como él.
El juego se volvió una rutina. Nunca se cruzaban cara a cara, pero
siempre se percibían cerca. Durante las noches Nikolai escuchaba largos y
pronunciados aullidos que salían de un sitio inidentificable del bosque, y
sentía que la sangre se le congelaba aún más por el temor que por el intenso
frío que lo envolvía.
Durante el día intentaba devolverle el gesto y entonaba con fuerza
canciones de cazadores, de hombres bravos y valerosos, canciones más propias de
una taberna que de las profundidades de la helada Siberia. Creía
que así como los aullidos demostraban el coraje del lobo, los cánticos gruesos
y sonoros eran una manera de contestarle, y a la vez acallar los temores que lo
acosaban.
Sintió que aquella bestia era una especie de par. También era un cazador
como él, también prefería ocupar el lugar opuesto al de la presa, también tenía
que hacerse notar desafiando a su rival a viva voz. Pero reconoció que él mismo
era a su vez un lobo estepario, siempre alejado de los de su raza, viviendo en
lo salvaje, luchando por sobrevivir.
¡Vaya coincidencias!
Una de las fogatas se apagó, y sacó a Nikolai de sus cavilaciones...
Era imposible que se sumergiera en la oscuridad del bosque para
conseguir más leña con la que alimentar las llamas. Allí lo acechaban aquellos
que habían logrado lo que nunca otros: dejarlo sin escapatoria.
Sin duda había mérito en ellos, pero Nikolai
se sentía abatido. Mientras con una mano apretaba con fuerza la empuñadura del
rifle, con la otra se mesaba la tupida barba que le cubría las mejillas y el
mentón. De no haber estado tan sumergido en la lucha cazador-bestia, habría
notado que otros participantes habían ingresado al juego. Y no se encontraría
allí, atrapado a la espera de un amanecer que nunca vería.
Ellos eran muchos, y no jugaban limpio. Contra el huargo se había
tratado de una lucha individual, como los combates singulares que se relataban
en las historias de antiguos caballeros. Era un juego de astucia, de
posicionarse todo el tiempo delante del otro, de nunca descuidarse, de ver más
allá del camino que se proyectaba frente a sus ojos.
Pero en la naturaleza no había reglas, ni
contemplaciones, ni caballerosidad. En ella todo se reducía a matar para no
morir, a subsistir sin importar qué, a vivir vigilando constantemente. No se
trataba de una lucha entre iguales, se trataba de una guerra contra el clima,
el hambre, la geografía y los demás jugadores. Y nadie jugaba limpio.
Tal vez debió haber pensado en eso cuando cazó a aquel pequeño ciervo
cinco días atrás...
En pleno descenso de un risco había encontrado bebiendo en un arroyuelo
helado a un ciervo joven, dando sus primeros pasos en la vida salvaje.
Normalmente no lo hubiera abatido, no se sentía bien consigo mismo tomando una
vida tan joven, pero la caza era prácticamente nula y hacía varios días que no
probaba bocado.
El juego de estrategia con el huargo le demandaba la mayor parte
del tiempo, borrando sus huellas, rastreando las del otro, subiendo y bajando,
avanzando y retrocediendo, que no alcanzaban los ratos que le dedicaba a la
caza; y la carne seca y el forraje se le habían agotado hacía ya buen tiempo.
Luego de abatirlo, desollarlo y quitarle las
vísceras, coció la carne al fuego y guardo algunas partes sanguinolentas en su
morral de cuero, pensando si los gusanos y las moscas le darían tiempo de
aprovechar esa carne al día siguiente.
Comió cuanto pudo, hasta hartarse. Y al final se disponía a quemar las
sobras, como tantas veces lo hubiera hecho, recomendación que profesaban los
buenos cazadores para evitar atraer a otras bestias carnívoras. Pero algo lo
detuvo. Pensó que la falta de alimento también corría para el lobo estepario, y
tal vez el animal evaluara que él resultaba una presa demasiado complicada y
decidiera dirigirse hacia otro sitio en el que la caza fuera más propicia.
No le gustó ese pensamiento. Le parecía una tremenda injusticia que
luego de tantos riegos, tantas penurias y vigilia en esa lucha entre cazadores,
el lobo se viera obligado a renunciar simplemente porque él dio antes con el
ciervo y lo devoró.
Sabía que lo que hacía era una locura, que no tenía sentido, que si el huargo
estaba tan hambriento lo atacaría antes de abandonar la cacería. Pero no le
importó. Echó las sobras sobre una raída manta de lana, camino doscientos pasos
y depositó su contenido contra un abeto añejo rodeado de rocas.
Esa noche no hubo aullidos. Esa noche, luego de muchas noches, durmió
bien.
A la mañana siguiente, no encontró sobra alguna, aunque la manta estaba
completamente desgarrada.
Los días se sucedieron y la carne que llevaba se agusanó casi de
inmediato. Volvió a pasar hambre. Un hambre horrenda que se mezclaba con el
frío y las ventiscas, con las noches de aullidos e insomnio, con el miedo al
desamparo, a la soledad y a la muerte.
Una mañana se levantó y sintió que un mareo lo tumbaba al suelo. Con
esfuerzo se puso de pie, recogió sus cosas y siguió camino. Dedicó todo el día a
cazar. Se olvidó momentáneamente del huargo, y focalizó su instinto de
caza en buscar una presa. No consiguió nada. Y por la noche, al terminar de
encender la fogata, cayó rendido a escasos metros de la misma, sin fuerzas
siquiera para arrastrarse hasta un árbol.
La oscuridad lo tragó y tuvo pesadillas horribles, de hombres
despedazados por bestias primitivas, monstruosas y horripilantes, que caían
sobre sus víctimas mientras unos lúgubres aullidos le daban música a la carnicería.
Nunca supo si había imaginado los aullidos, o estos se habían colado de
la realidad a sus sueños.
Al despertarse, avanzó a trompicones hasta las cercanías de un manantial
que surgía entre las rocas, a menos de cincuenta pasos de donde se hubiera
desmayado la noche anterior.
Y lo que encontró allí lo hizo dudar sobre si había recuperado la
conciencia o seguía durmiendo.
Una enorme liebre pardusca se hallaba inerte a unos metros del
manantial, con el cuello torcido en una posición antinatural, y el vientre
desgarrado y sangrante sobre la nieve apenas derretida.
La tomó con desesperación y casi no le dio
tiempo suficiente al fuego para que la cociera. Comió con
un hambre salvaje, con los dedos hundiéndose en la carne, saboreando las
vísceras, desgarrando piel y cuero con los dientes, con un hilo de sangre
chorreándole por los labios.
Se sintió pleno. Se sintió feliz. Se sintió salvado...
La segunda fogata se agotó en la noche y espantó los placenteros
recuerdos del sabor de la liebre, luego del hambruna de días atrás. Sintió un
nudo en el estómago al pensar sobre qué clase de Dios le da esperanza a un
hombre, salvándolo un día para entregarlo a sus enemigos poco tiempo después.
Sus enemigos. Ya no eran tan sigilosos. Podía escuchar con claridad sus
pisadas. Incluso algunos gruñidos que demostraban impaciencia. Ellos también
debían haber pasado hambre. Ellos también la saciarían en poco tiempo.
Sentía que hubiera preferido caer en combate con el lobo huargo,
que luego de haber danzado durante días, de haber pasado hambre, frío y miedo
en igualdad de condiciones, cualquiera de los dos que finalmente venciera al
otro lo tenía ganado. Sin embargo, esos extraños se iban a llevar el premio.
Otra injusticia.
Justicia. Qué palabra tan propia de humanos. Y sin embargo, los humanos
la aplicaban tan poco...
Sólo dos días atrás se había cruzado con esos extraños seres de su
propia raza.
Era mediodía, y no veía huellas del lobo estepario ante él, así que
seguramente lo tenía tras sus pasos. Ya se había acostumbrado completamente a
la situación, y apenas le molestaba. Era como quien sabe que luego de la
penumbra de la noche, llega el sol y le toca reinar al día. Ellos
intercambiaban las posiciones de cazador y presa. Ellos bailaban la danza
salvaje. Nadie más estaba invitado.
Los cazadores lo miraron. Eran tres, estaban sucios y mal vestidos. Unas
añejas pieles de oso los protegían del frío y de la nieve. No llegaron a
acercarse mucho a Nikolai, pero aún así él sintió su olor. Hedían a podredumbre
y malicia.
Se plantaron frente a él, y lo
saludaron despectivamente.
“Fronterizo”, lo llamó el más robusto de los tres, sin dudas su líder.
Le preguntó si estaba sólo, si se dirigía a algún sitio en particular, y
si estaba siguiendo el rastro de alguna presa.
“Si”, contestó a las dos primeras preguntas,
mientras apretaba la empuñadura de la escopeta y endurecía las facciones de su
rostro.
“No”, mintió a la tercera, mientras le daba un tono cortante a sus
palabras y tensionaba todo su cuerpo, como un gato dispuesto a saltar sobre un
ratón y acabar con su vida.
Los hombres lo observaron con desconfianza, intercambiaron miradas, uno
escupió a los pies de Nikolai, y otro le preguntó si por casualidad había visto
rastros de un enorme lobo huargo.
Sabía que esos hombres estaban buscando algo. Tal vez las huellas del
lobo no hubieran pasado inadvertidas para otros, como no lo habían pasado para
él. Sabía que detrás se encontraba un bosquecillo pequeño, rodeado por
pendientes de roca, demasiado grande para ser rastrillado por un hombre en
busca de una presa, pero no por tres. Ellos también tenían rifles, ellos
también sabían matar.
Un impulso repentino se apoderó de Nikolai e hizo que alzara la escopeta
y apuntara a los hombres. Les gritó que él no era ningún patético guía de caza,
que por algo él era un “fronterizo” así como lo llamaban, y que desconfiaba más
de las bestias humanas que de las salvajes.
Los hombres lo miraron con una mezcla de odio y estupefacción. El
silencio reinó entre ellos, y el viento azotó sus rostros barbudos. Los hombres
volvieron a cruzar miradas. Uno escupió al suelo, otro maldijo a los “estupidos
fronterizos”, y el tercero instó a sus acompañantes a seguir la búsqueda al
otro lado del pico Yutskin, tres kilómetros al norte de allí.
Se alejaron, y Nikolai respiró profundo. Se
sentó sobre la nieve, trató de calmar los nervios que le atenazaban las manos
alrededor de la escopeta y pensó que había sentido más miedo en ese momento
ante otros hombres como él, que en las oscuras y solitarias noches surcadas por
aullidos.
“La más peligrosa de las naturalezas es la humana...”, pensó “... porque
es la más traicionera.”
Tal vez se hubiera equivocado en repeler a los hombres aquel día. Si se
hubiera unido a ellos, de seguro la manada no lo hubiera rodeado. Si hubieran
cazado juntos al huargo, el camino de regreso habría sido otro. Pero a
Nikolai no se le daba bien la compañía humana. Por eso vivía donde vivía. Esa
decisión se había tomado mucho tiempo atrás. Lejos de ese páramo, de esas
nieves, de esos lobos...
La tercera fogata chisporroteó y se apagó, dejando a Nikolai con la
única luz que la luna lanzaba sobre las heladas tierras de Siberia.
Se preparó para lo peor. Y lo peor llegó.
Lentamente, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, unas
oscuras figuras de cuatro patas fueron acercándose al árbol en el que Nokolai
apoyaba su espalda, justo en el centro del triángulo de fogatas ya extintas.
Los lobos estaban allí. Feroces. Hambrientos.
Divisó nueve, grandes aunque famélicos. Los había pardos, grisáceos,
negruscos y moteados. Sus pelajes eras gruesos y hubieran abrigado los hombros
de más de una dama de alta sociedad. Pero sus dueños aún estaban vivos, y
querían llenar sus estómagos con carne humana.
Nikolai se sacudió la nieve de los hombros, alzó la escopeta y apuntó.
Venían de todas direcciones, formaban un perfecto círculo a su
alrededor, gruñían y daban dentelladas al aire. Se los veía ansiosos,
anhelantes y concentrados.
De entre ellos uno se adelantó, sin dudas el líder. A él le iría el
primer disparo.
Los tenía a menos de veinte pasos. Sudaba aún en el frío de la noche,
tiritaba más por el miedo que por la helada ventisca que barría la superficie
del páramo.
Sabía que iba a morir. Lucharía, sí. Pero la muerte se había encarnado
en esos lobos que se aproximaban inexorablemente y solo dilataban más su
agonía.
Deseó tener algún ser querido en quién pensar, alguien por el cual
batirse a duelo valerosamente por última vez, alguien cuya imagen fuera lo
último que se llevara de este mundo.
Un amigo. Un familiar. Una dama.
Nadie.
Ninguna persona acudió a su mente, como ninguna persona habitaba en su
corazón. Pensó que el frío se había apoderado de él hacía muchos años, cuando
había entregado su alma a la vida salvaje.
No sintió remordimiento alguno.
A menos de diez pasos de él, los lobos tensaron sus patas. Se prepararon
para saltar sobre él, para desgarrarle la garganta y los miembros, para devorar
su carne y acabar con su vida.
Alzó el rifle. Se preparó para luchar contra ellos, para llevarse unos
cuantos al infierno, para morir en la inmensa soledad de Siberia, y no dejar
nada que lo recordara.
Y fue entonces cuando una oscura figura saltó desde las penumbras del
bosque por encima del cerco de lobos y se posó frente a él.
Era el lobo más grande que jamás hubiera visto en su vida.
Debía medir casi dos metros de largo y su
morro se alzaba a unos cinco palmos del suelo. Su pelaje era gris, como las
rocas de los riscos siberianos, y blanco, como la nieve recién caída en la mañana. El pelaje se
veía tupido y cerrado, millones de gruesas cerdas de un brillo impoluto y una
majestuosidad impensada para tamaña bestia. Sus patas eran enormes y poderosas,
sus muslos robustos y musculosos, su tórax erguido y estilizado.
Se plantó frente a él y notó a la luz de la luna sus facciones. Tenía
una mandíbula enorme, propensa a triturar lo que fuera, y de ella sobresalían
dos largos colmillos capaces de hendir cualquier cuero. De su hocico salían
rápidas y espesas volutas de vapor caliente que se perdían en la helada noche.
Todo su rostro era blanco, a excepción de la negra nariz y del pelaje por
encima de sus ojos, que asemejaba a un yelmo gris perla, con bordes negros en
las orejas.
Pero lo que atrajo mayormente la atención de
Nikolai eran sus ojos. Celestes como el cielo claro luego de días de nevadas.
Los párpados negros, como si alguien los hubiera delineado con un pincel. Y la
mirada más feroz y salvaje que jamás hubiera visto en criatura alguna.
Eso era un lobo siberiano. Eso era un lobo estepario. Eso era un lobo huargo.
Nikolai sintió una mezcla de incredulidad y
estupefacción. Nunca habría creído posible que una bestia encarnara tan
perfectamente el sentido de lo salvaje, de la naturaleza en estado primitivo,
de la libertad de formas y sentidos.
Sintió que lo que ese lobo representaba, era lo que él había querido ser
toda su vida.
Y ya no temió.
El lobo huargo le dirigió una mirada feroz, y se dio vuelta, enfrentando
a la manada.
Los enormes colmillos relucieron cuando mostró su dentadura entre
amenazantes gruñidos, y giró su cabeza hacia los lados, de manera que todos los
lobos lo vieran.
La manada también comenzó a gruñir y a removerse inquieta.
El lobo más grande, el líder, se lanzó contra el huargo y ambos
se trenzaron en una lucha fiera y salvaje. El mundo se redujo a garras y
dientes. Mordían, rodaban, rasgaban, se trababan en la lucha y se liberaban una
y otra vez, hasta que ambos estuvieron magullados y sangrantes sobre la nieve.
Hasta que el lobo líder se lanzó contra el huargo tratando de
abrirle un surco en la
garganta. Cerca estuvo de hacerlo, aunque sólo hizo falta que
éste girara velozmente hacia un lado y hundiera sus dientes en el cuello del
atacante. Apretó con fuerza, se revolvió hacia los lados, mientras el otro se
debatía, gemía y lanzaba dentelladas al aire, claramente superado en fuerza y
potencia por el huargo.
Hasta que la bestia mayor sacudió con fuerza a su presa y la lanzó
contra las brazas agonizantes de una de las fogatas. El lobo cayó, sangrando y
gimoteando, y en cuanto logró ponerse de pie, salió huyendo desesperadamente en
dirección a la oscuridad del bosque que rodeaba el páramo.
El resto de la manada asistió a la lucha atenta y ansiosa. Consumado el
desenlace, se revolvieron inquietos en sus sitios, algunos lanzaron dentelladas
al aire, otros gruñeron o gimotearon.
El lobo huargo volvió a mostrar sus dientes y todo se convirtió
en una huida precipitada en la misma dirección hacia la que saliera su líder.
La noche volvió a su silencio sepulcral.
Nikolai lejos de comprender qué había pasado, sintió que
inconscientemente sus brazos aflojaban la tensión sobre el rifle y sus piernas
flaqueaban, manteniéndose en pie con extrema dificultad.
El lobo estepario giró su cabeza, lo miró inexpresivamente, y emprendió
una veloz carrera perdiéndose en la noche.
Nikolai se mantuvo confuso y dubitativo unos segundos más y se dejó caer
en la nieve, tiritando aún de frío y miedo.
La mañana llegó, y Nikolai recogió sus cosas. Enfundó la escopeta,
guardó el cuchillo y una vez más emprendió el camino de retorno a su hogar.
Pensando aún con somnolencia en los extraños sucesos de la noche anterior, no
pudo evitar que la ironía se apoderara de ellos. Que su persona y la del lobo
estepario quedaran unidas, más allá de las diferencias de especie. Que cada uno
hubiera protegido al otro de su propia raza. Que se reconocieran como iguales
frente a todo lo demás.
Pocas jornadas le quedaban por delante, pero el camino sería más veloz.
Ya no seguiría rastros. Ni retrocedería sobre sus pasos. Ni cambiaría de
senderos.
Sólo se dirigiría a su hogar. Como tantas otras veces.
Pero por primera vez en su vida, no estaría sólo.
Los aullidos de su hermano lobo lo acompañarían todas las noches.
Y eso lo reconfortó.
ALEJANDRO LAMELA
No hay comentarios:
Publicar un comentario