LA CONFESION





   Los cuatro pasos que dio al ingresar retumbaron pesadamente en las descascaradas paredes de la vieja iglesia. Se detuvo, temeroso de su propio eco. Se prosternó, rozando el suelo con los pliegues de su sobretodo, al tiempo que se persignaba con manos temblorosas e inquietas.
   No levantó la vista. Vergonzosamente, sus labios profirieron una plegaria dirigida a la figura que yacía con la cabeza inclinada en la cruz de madera. No pudo mirarlo mientras rezaba.
  Volvió a persignarse, y se puso de pie. Caminó lentamente, como si intentara acallar el sonido de sus pisadas. Sus caros zapatos italianos no se lo permitieron. Se acercó al confesionario y, vencido, dejó caer sus rodillas contra el desgastado taburete de ébano. Apoyó sus codos en la repisa, hundiendo su cabeza entre los brazos, apretando su cuerpo contra el panel lateral.
   Dudó unos segundos antes de emitir sonido. Finalmente, las sílabas brotaron de sus labios:
   -Perdóneme Padre, porque he pecado –susurró con voz casi infantil.
   -¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión, hijo mío? –respondió pausadamente el hombre dentro del confesionario, ante la voz que conocía.
   -Un año, Padre. Usted mismo tomó mi confesión.
   -Oh, sí. Cuéntame, Mauricio, qué es lo que aflige tu corazón.
   -Lo condenaron, Padre. Lo condenaron –respondió el sujeto con voz entrecortada-. ¡Condenaron a Núñez a cadena perpetua!.
   La frase flotó en el aire unos segundos, y se repitió largamente, hasta chocar con la alta cúpula de la iglesia. Quien la había pronunciado parecía debatirse consigo mismo en busca de una calma que no lograba encontrar. Al otro lado del panel, sólo silencio.
   Finalmente, el sonido se ahogó, y el sujeto reunió el valor suficiente para continuar:
   -Perdóneme, Padre Guillermo. Es sólo que... yo sólo... no puedo Padre... la culpa...
   -Cálmate, Mauricio. Debes tranquilizarte. Sabes que estoy aquí para escucharte, tal como  lo he estado siempre.
   El joven intentó recomponerse. Al menos de momento, aquellas palabras parecían haber surtido efecto. Sacó la cabeza de entre sus manos, estirando las mangas del abrigo, y quedó contemplando las líneas que se dibujaban en la madera. Pero no logró levantar los ojos hacia las ranuras que lo comunicaban con el otro hombre.
   Jadeante, intentó continuar:
   -Estuve ahí, Padre. Escuché la sentencia de pie junto a él. Y no pude hacer nada, Padre. ¡Nada!.
   -Mauricio, sabes bien que tu profesión te lleva a esos momentos. Comprendo tu frustración, tu impotencia...
   -¡No Padre! ¡Usted no entiende! ¡La culpa...! –gimió colérico, y a la vez abatido.
   -Tienes razón, hijo. No es un defendido más. Él es un amigo, un hermano que te ha dado la vida. Pero créeme, haz hecho todo lo posible por él. Más de lo que cualquiera hubiera hecho en tu lugar.
   Las lágrimas rodaron por las mejillas del joven. Desbordaban sus párpados con furia y desesperación, resbalando por su rostro, cayendo en su camisa.
   -Estuve a su lado, Padre. Vi su rostro cuando el juez dictaminó la sentencia. Vi cómo me miraba, sin comprender, y me vi a mí mismo en sus ojos...
   -En verdad, no es fácil hijo. Pero por eso mismo no debes recriminarte nada. Has defendido a tu amigo, una vez más; has dado todo por él incluso después de lo que hizo. Lamento que no haya sido suficiente. Lo lamento aún más por ti que por él.
   -No, Padre. Es que... usted no puede entender –lo interrumpió el joven, tratando de expulsar las palabras de sus entrañas-. Estuve ahí todo el tiempo, pero no podía dejar de pensar en cuando éramos niños, cuando almorzábamos en mi casa, cuado jugábamos en su vereda, cuando me defendía en el colegio... Él siempre me defendió. Y yo... yo...
   No pudo seguir. Las palabras se extinguieron en su garganta, transformándose en espasmos nerviosos y sollozos ahogados. A lo lejos, el cristo seguía impasible en su cruz, sin levantar la vista en su pesaroso martirio.
   -Recuerdo –evocó el sacerdote-, que Nelson siempre fue un chico conflictivo. No era malo, pero siempre estaba metido en algún malandar. Supongo que perder a su madre de tan joven afectó su vida. Pero ahí estabas tú para traerlo de vuelta al buen camino. Incluso de adultos... Yo no pude, perdí su rastro luego de su comunión.
   El joven no contestó. Estaba absorto en su propio mundo. Sus miembros se tensaban, su frente sudaba, su torso se henchía en entrecortados suspiros, su rostro se rasgaba en decenas de nerviosas hendiduras. Y lloraba, tanto que parecía obstinado en purgar su culpa en lágrimas.
    El cura continuó:
   -He perdido la cuenta de la cantidad de veces que has salvado el pescuezo de ese muchacho. Siempre en cosas turbias, entrando y saliendo de prisión. Ladronzuelo. Él rodeado de malas compañías, mientras tú te convertías en un gran abogado. Un defensor de aquellos que, como él, parecen no tener remedio. Pero créeme, entiendo lo que es perder una de esas almas por las que luchamos, aunque todos piensen que no deben ser salvadas.
   El muchacho interrumpió su llanto de improvisto. Apretó sus puños, y en sus enrojecidos ojos se dibujó por un instante una lejana visión de ternura. Pero se borró de inmediato, y una furor ciego ocupó su lugar:
   -¡No, Padre! ¡En verdad usted no entiende! ¡Aldana, Padre! ¡Aldana!
   El sacerdote pareció más apesadumbrado al escuchar aquél nombre. Cerró los ojos con dolor, y al abrirlos, habló al joven con voz grave y paternal:
   -Una gran muchacha, Aldana. Una gran pena. Aún puedo verlos a ustedes tres de niños correteando por la sacristía. Inseparables. Siempre me pareció increíble que alguien como Nelson se casara con una joven tan dulce, tan jovial. ¡Qué horror, hijo mío! ¿Cómo pudo hacerle eso a la persona que más lo amó? ¿Cómo pudo asesinarla con sus propias manos?. Pobrecilla. Ojalá Dios salve el alma de ese muchacho. Pero la justicia de los hombres ha actuado. Entiendo que, aún así, quisieras salvar a tu amigo. Lo entiendo...
   -No, Padre. Usted no entiende –exclamó el joven secamente, mientras levantaba los ojos y en su rostro se dibujaba un gesto extraño- ¡La muy perra quería contarle! Y yo no podía permitirlo, Padre. Si Núñez se enteraba que dormía conmigo cada vez que él caía en la cárcel, me hubiera matado. Así que la maté, y ellos creyeron que él lo había hecho. Yo me encargué de que lo creyeran. Por eso, Padre, usted no entiende... la culpa... ¡la culpa!.
ALEJANDRO LAMELA.-

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