Bajo los abismos de la locura, una receta para llegar al núcleo de la Tierra (o al centro del alma)



           
¿Qué hay abajo de todo? ¿Te lo preguntaste alguna vez? Abajo de capas y capas de maquillaje, detrás de la última puerta (tanta gente con la barba de color azul habita el planeta), abajo de la última máscara. Y cómo se llega a ese lugar, o lo que sea. 

Hay quienes dicen que la receta más certera para llegar al centro de la Tierra, al núcleo del alma humana y de todo lo que existe, es precisamente la locura. No la filosofía, no los adelantos tecnológicos, no la meditación trascendental, no las drogas psicoactivas: simplemente, ese estado anímico/mental que surge por azar en individuos random de la especie, que sigue siendo aún inexplicable, amén del deslomante esfuerzo de las ciencias, que tiene un perfume como de azahares putrefactos del apocalipsis y que se dio en llamar, a falta de mejor nombre, demencia.
Eso es exactamente lo que propone el libro de cuentos Bajo los abismos de la locura, del escritor y periodista Alejandro Lamela, en un lenguaje poético que coquetea con la mística: entrarle a esta… “enfermedad mental”, a este estado de anormalidad (porque nos “aleja de las normas”, según Foucault) desde otro costado. Interrumpir quizás la razón, encerrar a los jueces morales internos y disfrutar de una experiencia estética que apunta a lo más afilado de nuestros sentidos y nuestra memoria emotiva, a través de un octaedro con un cuento en cada cara. Y así, tal vez, encontrar una puerta o un camino que nos comunique directamente con el núcleo de la Tierra, con el centro del alma humana.


Cuento bien presentes

“Es porque en todos hay una falta de algo; de consciencia, de cordura, de razón o de explicación”, comenta el autor, a propósito del subtítulo del libro (cuentos ausentes). Pero yo lo retruco. “Okey, banco todo; pero, a la vez, me parece que son historias muy presentes, muy concretas, muy fuertes”. Exigen una inmersión de cabeza hacia la profundidad de sensaciones que ondulan en los abismos de los textos, cuyos nombre se perfilan en la punta de mi lengua pero escapan antes de que pueda atraparlos.
Se exige del lector una presencia en el centro de los relatos; nada debe ocurrir en el mundo externo mientras se accede a la lectura, ningún factor debe interrumpir el trance. Y, si hay conexión entre lector y texto (y es más bien difícil que no la haya; habría que decir que roza la menor probabilidad existente), así sucederá (#Palabra).
El cuento que abre el volumen, Cajita musical, es un claro ejemplo de esto. El lector ingresa de entrada en la vida amorosa de Pablo y Johanna. El pequeño drama que abre el relato como una herida superficial, que no resultará ajeno a quien lleve algunos años en una relación de pareja (encontrar el regalo perfecto para el ser amado), va creciendo, a medida que se construye el texto con paciencia, técnica y elegancia, hasta atravesar hueso y cartílago. Hasta que se empieza a perfilar, entre tinieblas, el perfil de una guadaña. El final es escalofriante, aterrador, perturbador. Nos deja con más preguntas que respuestas. Algo parecido a cuando Charly García nos alerta, desde su canción Estaba en llamas cuando me acosté: “Volviendo al tema del hombre de la cama en llamas: ¿tenía algún problema? ¿Estaba loco? (¿borracho, tal vez?) No lo sabemos”.


Finales agazapados como un espectro detrás de la puerta, o “el final es en donde partí”

Si bien no existen elementos que permitan prefigurar los finales de ninguna de las historias del libro, mención (más que) especial para El columpio, El hambre y Detrás del telón. 
En el primero de los relatos mencionados (El columpio), una mujer trabaja en la tranquilidad de su hogar, hasta altas horas de la noche (otra vez: ¿a quién no le habrá pasado? ¿cómo no sentirse identificado?), en esa extraña tierra de nadie comprendida entre el sol naranja del atardecer y el rayo azul de los primeros instantes del día, cuando la oscuridad logra por todos los medios que la ciudad se deje de molestar y transforma su ruido destructor en un leve murmullo lejano, en donde el suspiro de una mosca sería un cruel, despiadado sacrilegio, castigable únicamente con la muerte. 
La mujer, que necesita el 100 por ciento de su concentración mental para encarar el trabajo que realiza, comienza a ser interrumpida por el chirriar del columpio ubicado en el jardín de su propia casa. Sí, ya sé lo que seguro se estarán preguntando: “¿Cómo es posible que alguien logre transformar un elemento inocente y lúdico como puede ser una simple hamaca, en el desvelo irritante que trastorna los nervios y pone los pelos de punta?”. Me temo que no hay una manera simple y reconfortante de explicarlo. Tendrán que leer el cuento para entender.
El hambre no tiene absolutamente nada que ver con las expectativas que uno va hilando en su cabeza a medida que avanza con la lectura. Nada es lo que parece en esta bellísima y breve historia ensombrecida, fabricada en primera persona. Un relato desgarrador que lleva la angustia a su pico máximo, con aire de confesión que instala a la mente del lector en una atmósfera inquisitorial al mejor estilo de El pozo y el péndulo, de Edgar Poe. O quizás le arrancará a alguien un vestigio de lo que fue la peste negra europea, en una línea similar al retrato magnánimo de Herzog. Como decía, nada más lejos de la realidad. Y, como solía pregonar un conocido estadista: “La realidad es la única verdad”. Y para quién crea que spoileo, me remito y me refugio en las sabias palabras de la diosa de Parménides: “No muestro ni oculto nada; tan solo… doy signos”.
Una vez más, las maquinarias y las ingenieras de una particular puesta en escena teatral se rompen la cabeza contra la más cruda pared de la realidad, en Detrás del telón. La representación, en este caso, consiste en los avatares y desventuras del personaje de una triste e incomprendida ama de casa, encarnada por la actriz principal y protagonista del relato. Casi podría pensarse como una versión atormentada, lacerante y oscurecida de la historia que se cuenta en la canción Detrás de las paredes, de Sui Generis, subyugada por los abismos del lado oscuro del corazón. Construido en clave feminista, este cuento tan terrible y punzante apela a lo mejor de nosotros, buscando una empatía inevitable y un grito de “¡Basta!” que le exige justicia al conjunto de la sociedad, ante el maltrato, imposible de no percibir, a esta altura, hacia las mujeres. 


Para terminar con las lunas gigantes sobre los desiertos (poético y visceral homenaje a Cerati)

La Luna roja, última cara del octaedro mágico que es Bajo los abismos de la locura, es un declarado homenaje al gran músico argentino Gustavo Adrián Cerati, fundador de la banda de rock Soda Stereo, y a su tema casi homónimo (Luna roja), así expresado en la dedicatoria inicial del relato.
El texto crepita lentamente sobre las rumiaciones mentales de Pedro, un joven que ha decidido retirarse de la humanidad, refugiándose en el aislamiento del desierto junta a su mujer y a su hija. Pedro ha llegado a tal extremo, perseguido por extrañas visiones surgidas como consecuencias de un acontecimiento del cuál fue testigo, cuando era un niño, y que parecen desencadenar las noches de luna roja. Pero, por mucho que lo intente, nadie puede escapar del pasado, de su karma, del Destino… ¿O tal vez sí?
En este cuento, en el cual se condensen quizás toda la densidad nebulosa de la pluma del autor y el concepto que atraviesa los otros siete cuentos como un hilo de Ariadna (¿qué es la locura? ¿qué es la cordura?), Alejandro Lamela ejecuta con su pincel metafísico los vaivenes de ese ying/yang que se despliegan en el alma de cada ser humano apenas se queda solo con su ser, oscilando entre la belleza y la paz más armoniosa del universo, y la desesperación galopante más absoluta que mente alguna pueda concebir.  

Facundo Martín Desimone