EL MONJE

EL MONJE



我們最好的老師,是我們的最後一個錯誤
-Nuestro mejor maestro, es nuestro último error-





Desde el momento mismo en el que abrió sus ojos con las primeras luces de la mañana, había sentido esa extraña intranquilidad. No es que nunca tuviera inquietud alguna, pero ese tipo de desasosiego específico lo había alterado, levemente en un principio, para ir aumentando gradualmente hasta llegar al punto en el que decidió que era necesario interrumpir sus tareas habituales para meditar.
En el suelo de la sala de meditación del templo, el monje cruzó sus piernas en loto con la más sutil de las gracias, resultado de décadas y décadas de dedicación a la búsqueda de la pureza espiritual. Cerró sus ojos y dejó ir su espíritu para que éste lo guiara allí adonde sus pasos no podían llevarlo en el mundo material. Suavemente se desprendió de las ataduras mundanas que lo limitaban a seguir atento a su entorno: el roce de su hábito contra su vieja y arrugada piel; el viento helado de la montaña, que irrumpía sin pedir permiso por las estancias vacías del monasterio de Mù Wǎn, erizando suavemente la piel de su cráneo completamente calvo; el aroma dulce y penetrante del incienso que ardía sin vacilar a pocos metros de donde él estaba y se filtraba a través de su estudiada y acompasada respiración; la dureza matizada de la humilde esterilla de oración debajo de su frágil y delgado cuerpo. 
Todo eso quedó atrás. Simplemente fue como si en un momento determinado su ser espiritual se dejara caer desde un acantilado, como esos tantos que había fuera del templo en esa montaña tan alejada del mundo real, y su alma se zambullera en un río envolvente y reconfortante. Ni frío ni templado. Etéreo y absoluto. Y él permitiera que su suave pero firme corriente lo llevara fuera de los límites del mundo físico.
Allí, él encontraba su verdadero santuario.
Pero esa vez, algo no estaba bien. Luego de incontables años de total dedicación a su causa, de entrega y abnegación, de humildad y sacrificio, le resultaba absolutamente natural meditar. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que había fracasado en ello. Largos años de paz y sobrecogimiento se interponían entre él y esa sensación que en ese preciso momento cada vez se hacía más familiar. Preocupantemente familiar.
Fue atrás en el tiempo, hasta la última vez que había podido sentir algo así. Había sido justo en la época en la que perdió al último de sus compañeros monjes. Luego de mucho resistir, producto del casi absoluto aislamiento en las montañas de Fēng Shān, la peste había ingresado en el monasterio y uno a uno se había llevado a los pocos monjes que allí residían. Esa perturbación lo había afectado, no por temor a vivir una vida solitaria en la montaña, sino por la ayuda que le dieron esos monjes durante tantos años de estudio y autoconocimiento. La sensación se volvió más intensa.
Decidió hurgar en ella. Navegó entre los recuerdos de esas décadas de aprendizajes, esos tiempos sin tiempo en el que aprendió a vivir nuevamente, como un recién nacido, comprendiendo día a día el valor de la vida, de los seres, de los elementos, del espíritu, del Chi. A través de todo eso había dejado de ser la sufriente y atormentada criatura que llegara a sus escasos veinte años frente a las puertas del monasterio en busca de encerrarse en él y enseñarse a sí mismo a no sentir. La perturbación ahondó en su centro. 
Recordó después de mucho tiempo que el dolor de la pérdida lo había llevado allí. El inexorable y envolvente traspaso progresivo del amor, al miedo, a la ira, al odio, al sufrimiento… Amor a su esposa, miedo a la pérdida, ira ante los trágicos acontecimientos, odio hacia el responsable, sufrimiento de su alma inmortal. 
Con todo eso había llegado y los monjes lo habían aceptado. Afeitaron su cabeza, purificaron su cuerpo, lo vistieron con las telas del Jiasha, lo alimentaron con vegetales y frutas, lo indujeron a renunciar a las pasiones mundanas, a encontrar la paz en la soledad, a cavilar más allá de sí mismo sobre los valores del mundo, y a encontrar la serenidad dentro de sí mismo. Sin dolores, sin remordimientos, sin dudas, sin ansiedades, sin culpa.
Eso último produjo una puntada en la base misma de su fe. Estaba cerca de la revelación que lo había molestado desde esa misma mañana, que lo había sacado de su devota vida en la montaña, que lo había aguijoneado con una rudeza no sentida en mucho tiempo.
La recordó a ella. Su esposa. Recordó el amor, como quien recuerda un sueño dentro de un sueño, una vida desde una reencarnación, un pasado desde un futuro que bien podría no haber sido. Y recordó su muerte.
Recordó al culpable. A ese ebrio inmundo que se dejó dominar por los monstruosos fantasmas de la bebida y la violencia, que la ultrajó y la asesinó con sus propias sucias manos en un arrebato de furia y desenfreno.
Recordó que todo lo que él quiso fue asesinarlo. Matarlo sin miramientos, sin consecuencias, sin contemplación, sin culpa, sin castigo. Y por eso escapó de ese mundo, asqueado de sí mismo, para evitar lo que el dolor le reclamaba hacer. Refugiándose en ese santuario para evitar ser víctima de sus emociones irreflexivas. 
Allí estaba. Hoy era el día. Cincuenta años exactos desde el día que pidiera asilo en el monasterio para no equilibrar la balanza, para no usar sus manos haciendo lo que la justicia no haría, para no matar al asesino de su esposa… para no suicidarse por matarla.



ALEJANDRO LAMELA.-