LOMBRICES DE HIERRO

"Pasajero en trance"


  
   La verdad, cuesta descender a las tenebrosas profundidades de ese averno. Da cierto escozor sabiendo que allí abajo uno deambula casi en forma inconsciente, sin reconocer que sobre su cabeza, por encima de toneladas de asfalto, hay un mundo entero que no detiene su vertiginosa marcha.
   Pero el valiente viajero urbano sabe que a veces ni colectivos, ni trenes, ni taxis son solución veloz a sus urgencias temporales.
   Así es que aspira profundamente un último soplo de aire fresco, y se aventura hacia las profundidades de la tierra; entra por aquella verdadera boca del infierno, que en los terriblemente caluroso días de verano porteño desafía a los más audaces: el subte.
   Como profesa el dicho “La necesidad forja héroes”, y son varios los que por no querer desesperarse frente a embotellamientos, semáforos deficientes y tránsito alocado, se arriesgan más allá de los límites de la superficie. Y caen en los parajes del inframundo.
   La primera particularidad de este territorio hundido en las entrañas de la tierra son unos feroces monstruos metálicos, que despiertan más de una pesadilla en quienes se dejan llevar por ellos: las escaleras mecánicas.
   Terror de las personas que sufren de vértigo; azote de los antitecnológicos a ultranza; tortura de los que fantasean seguido con aquellos atemorizantes accidentes caricaturescos, en los que ser tragados por los filosos dientes que se encuentran al final de las mismas es una realidad más fuerte que toda lógica posible.
   Pero no son los únicos que sufren estos trastornos de la mente en el descenso fantasmal: tenemos a los pobres claustrofóbicos, que padecen más que ninguno el hecho de tener que verse sumergidos sin escapatoria alguna, varios metros bajo tierra, como enterrados en vida en una de esas milenarias tumbas faraónicas de los documentales de televisión.
   Ellos empiezan a sudar gotas de traspiración heladas, por el sólo hecho de pensar que tienen que viajar en tales circunstancias. Es por ello que son tan pocos los que se arriesgan; y cuando uno lo hace, es fácil reconocerlo por la cara de pánico y la respiración agitada.
    También encontramos a aquellos que se marean en ambientes estrechos, y el descenso mecánico por esos túneles arqueados les da varias vueltas a la cabeza (y más de una arcada que contener para no pasar papelones vomitivos).
   Por suerte, desde hace ya varios años, hay un problema menos por el cual preocuparse: los malditos cospeles. Esas desgracias de la vida cotidiana del Microcentro que destruían bolsillos, se escurrían con facilidad al momento de sacarlos, y se confundían constantemente con monedas, fichas de videojuegos, y con los otros cospeles, los telefónicos.
   Ahora, sólo tenemos que acercarnos a las ventanillas en las que una amable señorita (o no tan amable, ni tan señorita) nos facilita la tarjeta que nos lanza al siguiente nivel del escenario: el molinete.
   Engendro del demonio, elaboración satánica, alcurnia alquimista, e instrumento de la inquisición, nos da varios motivos para descargar una parva de bestialidades contra su inventor.
   A la ida, duro cachiporrazo policial en los genitales; a la vuelta, puntinazo de centrodelantero de Boca en la línea divisoria de las nalgas. ¡Y guarda con que vaya a trabarse la tarjeta adentro!. Allí sí, tendremos que resignarnos a ver pasar el bólido subterráneo frente a nuestros ojos, sin posibilidad de alcanzarlo, atrapados por ese cancerbero de metal que nos impide llegar a la carroza celestial.
   Una vez superado el escollo, entramos en un nuevo brete: llega la hora de la lotería cotidiana, esa perinola que consiste en atinarle al lugar exacto de la plataforma en el que una de las puertas de la formación se nos abrirá justo enfrente, y gracias a ello deberemos batallar mucho menos para lograr ingresar al vehículo.
   El viaje en sí no trae mayores complicaciones que las de tener que aferrarse a esos aros oscilantes que cuelgan del techo como péndulos (donde el viajero cotidiano desarrollará la habilidad que sólo dan años como equilibrista en el Circo de Moscú).
   Para sobrevivir a la experiencia, hay que separar las piernas para que la apoyatura de los pies evite que nos movamos de un lado a otro del vagón como pelota de ping-pong. Y si logramos la divina bendición de sentarnos, podremos dedicarnos a explorar en mayor detalle otros aspectos de la travesía.
   Hay un momento más que incómodo que se da en el trayecto, y es cuando uno queda sentado justamente enfrente de un perfecto desconocido al que (por aburrimiento, distracción, o sólo por poner la mirada en algo) nos quedaremos observando por un largo rato, sin prestar verdadera atención, pensado en la cena, los líos en la oficina, o cómo debería formar el equipo de fútbol del que somos hinchas.
   Pero la cuestión puede volverse harto bochornosa si uno no se percata de que la mirada inconsciente se ha posado sin intención en un escote, un par de piernas cruzadas, un firme trasero, o (en el peor de los casos) una bragueta...
   Es por eso que al instante de pensar en lo que nuestra vista contempla inocentemente (ver sin mirar, diríamos) corremos horrorizados con los ojos en busca de algo más neutro que enfocar. Y la mirada se dirige inevitablemente a la ventanilla.
   Así contemplaremos cómo esas “Lombrices de Hierro” surcan la oscuridad subterránea, sin temor alguno, ausentes del mundo superior, sin las limitaciones de semáforos, avenidas, sendas peatonales o automovilistas esquizofrénicos.
   Y aliviados por nuestro budista estado de paz, pensaremos que el riesgo tomado ha valido la pena. Mientras que de reojo no dejamos de mirar el cartel que indica la próxima estación, no sea cosa que nos pasemos del destino y terminemos en el Congo Belga.
   En el arribo momentáneo a cada estación, vemos desfilar a otros colegas viajeros, que se mueven entre los túneles que conectan las líneas con una habilidad propia de topos, haciendo transbordos inimaginables, deambulando por esos lugares cavernosos y enterrados a varios metros de la superficie, lejos de la luz, lejos del cielo...
   Pero no hay mucho tiempo para contemplar nada. La nave vuelve a partir. Y mientras se desliza por esas cuevas en tinieblas, vienen a nuestra mente los infantiles temores de leyendas urbanas sobre criaturas extrañas, monstruosas, que habitan esos recintos. Aunque, seguramente, lo más cercano a ellas que llegaremos a ver sean un par de gordas y peludas ratas viajeras.
   Mientras sigamos camino, nadie se quejará por las incomodidades del viaje, los malos olores, o los espacios reducidos. La premisa de todos es la prisa, no el confort; eso queda en un segundo plano.
   Pero la hecatombe llega cuando las detenciones son extensas y las demoras se presentan en toda su dimensión. Esas mismas demoras que tienen el poder de enloquecer a aquellos seres hasta entonces tan pacíficos que viajan presurosos, y quedan convertidos en demonios de traje y corbata, vociferando barbaridades e improperios, maldiciendo a la empresa, al maquinista, a la Secretaría de Transportes, a la voz del altoparlante que anuncia los problemas en la línea...
   Sin embargo, hay un factor que por sí mismo tiene la capacidad de empeorar aún más la cosa: el clima.
   Las bajas temperaturas en la superficie durante el invierno, le dan al viajero un espejismo de agradable brisa veraniega, cálida y reconfortante que proviene de ese hueco oscuro. Y anhela gozar de ese vapor que surge de las alcantarillas, asemejándose a emanaciones volcánicas.
   Pero luego de unos minutos en ese paraíso tropical, el microclima muestra sus desventajas: los pasajeros que llegan enfundados en camperas, sobretodos y pulloveres, al principio se sentirán tonificados por la calefacción natural que emana del viaducto; pero apenas una rato después comenzarán a sentir su sangre hervir en las venas, sin posibilidad de desprenderse de tanto abrigo innecesario en ese ámbito.
   Y encontrará a la salida el golpe de gracia: un choque frontal contra el frío invernal que  abandonara antes de zambullirse en la calidez del subte; frío que le dejará un desagradable recuerdo de gripe, tos y mocos a granel.
   El verano es bastante menos traicionero: está claro desde un principio que descender a aquel lugar del demonio será una experiencia propia de soldado de la legión extranjera en pleno desierto del Sahara.
   El calor es, lisa y llanamente, insoportable. Se buscará frescura frente a uno de esos enormes ventiladores que parecen antiguas hélices de aviones de Segunda Guerra Mundial, pero que poco pueden hacer por nuestra refrigeración corporal.
   Y sudaremos, sudaremos y sudaremos, hasta quedar como pasa secas y achicharradas en ese horno de paredes de concreto, en esa enorme olla a presión, respirando una aire en extremo viciado, que ya ha pasado por varios pulmones ajenos antes de meterse en los nuestros.
   Aún así, muchos hombres destacan las virtudes de un viaje tan caluroso y apretujado: varias apoyaduras de viajero han despertado más de una fantasía erótica en ellos. Pero en contrapartida, más de una mujer se ha visto virtualmente ultrajada por estos maléficos sátiros del subsuelo.
   En fin, todo acaba, e inevitablemente llegará el momento del arribo a nuestro destino. Retomaremos el rumbo de la salida, preocupados por el “Síndrome del Náufrago Subterráneo”: ¿Por dónde corno se sale a 9 de Julio?! ¿Dónde queda Callao? ¿Para qué lado desciende la numeración de Santa Fe? ¿Esto es Avenida Córdoba o me bajé antes?.
   Y la brújula del apesadumbrado Robinson de las profundidades se volverá loca en busca de ubicación.
   Pero es así como al final del pandemónico paseo volvemos a la superficie, lejos de ese averno que desearemos evitar para la próxima, de vuelta al mundo que habitan los seres humanos, a la luz, a la vida, al cielo. Al otro infierno llamado Ciudad...
ALEJANDRO LAMELA.-