FILOSOFOS AL VOLANTE





   Están aquellos que los comparan con psicólogos, por tener el extraño don de lograr que la gente les relate, fluidamente y sin pensarlo, la historia de sus vidas. Hay otros que los ven como sacerdotes, por la paciencia con la que escuchan los pecados escondidos en las profundidades de las almas de los viajeros. Otros los creen periodistas callejeros, versados en mil historias y anécdotas para contar.
   Yo los veo más como Filósofos de ruta, que disponen de míseros minutos para demostrarnos su cosmovisión del mundo. Y a veces, resulta más que interesante escucharlos.
   La vida del taxista es como la del profeta errante, la del eterno peregrino, o hasta la del barquero Caronte: amos de los viajes, reyes de las avenidas, dueños de las calles.
   Es que, para desarrollar esta tarea sin volverse loco, hay que tener cierto espíritu aventurero, cierta filosofía de tomar del camino lo que éste les ofrezca. Sin reproches. Sin fastidios.
   Y tendrán días de largos y suculentos viajes; días de estéril deambular por la ciudad; días de sol y envidiosas miradas a sus trasportados por poder aprovecharlos; días de lluvia y heroicos salvatajes de ciudadanos huyendo de las aguas del diluvio.
   Pero si de algo debemos estar seguros, es que ellos siempre estarán allí, con sus ideas rebotando una y mil veces en la soledad de sus mentes, esperando la llegada de un extraño con quien compartirlas; al menos por un momento, para que el camino no sea tan solitario.
   Es el caso de  Néstor, cruzando las calles porteñas en su Renault, creyéndose que es el “Che” atravesando los países latinoamericanos en su motocicleta, llevando las palabras “Revolución” y “Lucha” a oídos harto acostumbrados a frases derrotistas y comentarios desalentadores.
   Pero para Néstor, revolucionario sobre ruedas, el mundo no se ve sólo a través de un único par de ojos. Él hace apología de la “mente abierta” y de las “políticas multisectoriales”, mientras a la pasada le dedica una efusiva puteada a un motoquero alocado.
   Una detención obligada en un semáforo es la excusa perfecta para relatar homéricamente la antiquísima y preciada anécdota de cuando llevó en su vehículo al tercero al mando de la Cuba castrista.
   Y dispara el comentario escuchado en aquella ocasión, que sorprende al intelectual versado en variedad de doctrinas: “Sabes tú, Chico, que la Extrema Izquierda es funcional a la Extrema Derecha; van de la mano como buenos enemigos que se necesitan para justificar su existencia”.
   Y acto seguido llega la explicación taxística de la teoría foránea, mitad adoptada mitad plagiada. Así, el tachero comunista autocrítico nos ilustra el fundamento de su idea perfeccionada en la furia cosmopolita de las calles de Buenos Aires, añejas e imparciales testigos del paso de políticas y barbaridades de todos los sectores, de todas las ideologías.
   Nos cuenta de sus temores en las épocas de dictadura, cuando había que tener mucho cuidado al sacarle charla a un pasajero, que podía resultar ser un potencial “botón” que entregara posibles marxistas: “No señor, preferible era hablar del clima, de las minas o del fútbol en aquella época; pero en cuanto a política había que ser un maniquí”.
   Al tiempo que ahonda en las profundidades de su pensamiento, nos distrae con frases Leninistas para que no notemos que la ruta elegida para llegar a destino nos está haciendo recorrer tres veces el camino necesario... Es que, bueno, hasta un socialista a ultranza necesita hoy del vil dinero...
   Si hay un lugar en esta alocada ciudad en donde estos graduados con honores de la “Universidad de la Vida” dan cátedra, ese lugar son las paradas al paso y estaciones de servicio.
   Allí, en esos pequeños paradores donde ellos comen, cargan gas, hacen sus necesidades, y piropean a la surtidora de robustos muslos, se generan verdaderas reuniones de letrados y pensadores.
   Hasta podría decirse que es su Foro, centro de conferencias en los que debaten sobre política, deportes, vías de acceso y mujeres. Ellos hacen de la antigua dialéctica grecorromana una práctica aún útil, entretenida y jocosa para quien los oye discutir tan apasionadamente sobre temas casi irrelevantes para otros, pero vitales para que la ardua rutina del tachero sea un poco mas amena y llevadera.
   Algunos verdaderamente disfrutan a pleno de su trabajo, saben sacarle el jugo a la experiencia, y son felices con lo que ésta les provee.
   Es el caso de Ricardo, poeta del asfalto, que siempre esta listo a la conquista de pasajeras. Su filosofía se resume al simple hecho de que el hombre ha llegado a este mundo para pasarla bien, y dentro de ese sosiego, las mujeres son el plato principal.
   Uno puede notar en él pequeños detalles que lo pintan en cuerpo y alma: el cabello bien peinado con gel; el bigotito al ras como perfecto casanova francés; la pulcritud de su vestimenta, con la infaltable corbata de seda sobre la camisa blanca; el aire acondicionado del elegante Ford a temperatura ideal. Todo pensado para el abordaje llano y sin ataduras de los seres que distraen su mirada a la vuelta de cada esquina.
   Es que el tipo, más que ganarse el plato de cada día, sale de levante. Y el hombre se tiene sobrada confianza.
   Nos cuenta que siempre que ha tenido la oportunidad de elegir a sus pasajeros, se ha inclinado por las mujeres. Sean los fundamentos que sean (la charla, las galanteadas, las insinuaciones, o el simple baboseo) nuestro Don Juan tiene su talón de Aquiles en las criaturas de faldas cortas. “¡Cuántas veces he regalado viajes por el sólo hecho de acercar el bochín!, cuenta. Y nos hecha en cara que la treta lo ha llevado a más de un lecho tibio.
   Y habrá que creerle. Aunque a todos los demás nos faja con una tarifa más que elevada, producto de su aletargado andar y sus interminables detenciones en semáforos, esquinas, cambios de carril y gentilezas al ceder el paso. Aún así, él sigue en su mundo. Se lo ve girar con tal delicadeza sobre el volante como si sus manos acariciaran la cintura de una mujer y no el tosco cuero del tapizado.
   Pero lo que realmente se le envidia, es su paciencia al manejar. Nunca un grito pelado, nunca un improperio, nunca una seña obscena. No sea cosa de que por perder la compostura alguna presa apetecible se escape de su mira telescópica...
   Si el taxista tiene un enemigo en la Ciudad, ese es el colectivero. Indeseado vecino de tareas, más de una vez ambas razas conviven en un frágil equilibrio dentro de un ecosistema que los impulsa todo el tiempo al combate.
   Es la ley de la jungla, y como la naturaleza porteña es sabia, a uno lo proveyó de tamaño y al otro de agilidad.
   Y la batalla diaria se libra.
   Los colectiveros quieren aproximarse al cordón cerca de las paradas señaladas, y los tacheros se les escabullen para levantar pasajeros por cualquier lado. Los taxistas tratan de respetar la vía de circulación, y los bondiceros les tiran toda la carrocería encima para tener un hueco. Es una lucha de egos en la que muchas veces los pasajeros quedan en medio del fuego cruzado.
   Algunos conductores se toman la justa con valor e hidalguía, tratando de aguantar la presión de un trabajo en extremo estresante con paciencia y perseverancia. Y otros simplemente dejan que hierva el agua y la olla a presión estalle.
   Tal es el caso de Roque. Él tiene la visión de que la calle es un gran campo de batalla, y él, un cruzado que debe velar por la seguridad de desconocidos. Uno lo ve con sus ciento diez kilos a cuestas, comprimido en el asiento del Peugeot, tenso hasta los límites musculares, alerta y dispuesto a trenzarse en todo momento.
   Suda, gesticula, refunfuña, lanza improperios (¡Vaya Dios a saber a quién!), se frota el rostro con las manos, y tamborilea los gruesos dedos sobre el tablero. El hombre está sufriendo y uno quiere ponerse de su lado y ayudarlo, pero no sabe cómo. Entonces, temerosamente se le saca charla, y sin quererlo termina desatando el vendaval de ira contenida.
   Sea un peatón que cruzó a destiempo, un automovilista que se cree campeón de Fórmula 1, un pasajero que no le paga con cambio, o hasta un policía que le señala un desvío, Roque siempre tiene una misma frase de cabecera que resume toda su política del camino: ¡Pero porque no te vas a la re p...%$&#*/°@!  
   Y se le queja al pasajero explicándole lo injusto del trabajo, lo insalubre de los nervios que pasa al volante, hace escala en los reclamos de una mujer insaciable de dinero que lo espera en su casa, y de seis hijos que quieren lo último en jueguitos electrónicos.
   Tan intensa es su frustración que se la trasmite por empatía al pasajero, dejándole un no tan grato recuerdo de fastidio, ansiedad y violencia reprimida.
   Es que así son ellos, cada uno con sus mañas, su filosofía, sus defectos y virtudes, su visión del mundo. Y nosotros, los que viajamos en el asiento de atrás, ajenos de lo que es una vida sobre ruedas, sólo compartimos pequeños aunque maravillosos momentos con esos seres tan sabios como sufridos.
   Y aunque a veces no lo notemos, solemos dejar de prestar atención a sus discursos por la tremenda preocupación que nos provoca esa “bomba de tiempo” que no deja de correr frente a nuestros ojos, aumentando la cotización del viaje hasta el dolor crónico de bolsillo.
   Así, nos perdemos la oportunidad única de ver cómo es el mundo a través de otros ojos. Todo por culpa del vil dinero que siempre nos distancia a los seres humanos, meras marionetas de la economía de guerra.
   Por eso, amigo lector, la próxima vez que levante el brazo intentando detener a uno de aquellos bólidos de contrastantes colores amarillo y negro, piense bien qué clase de charla desea tener.
   Y aprovéchela.

   Quién le dice, quizás esté viajando en compañía de un Nietzsche, un Kant o hasta un Platón en potencia. Aunque, eso sí, difícilmente encuentre algún Diógenes motorizado haciendo gala de su desprendimiento material...

ALEJANDRO LAMELA.-