EL CRÁTER EN LA LUNA





   Aquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno de trabajo en el observatorio con la misma tranquilidad de siempre, producto de años de rutinaria tarea. Aún así, podía decirse que todas las noches había en él un renovado optimismo sobre lo que podía llegar a realizar en una solitaria jornada de observación y relevamiento de datos.
   Comenzó con su ritual habitual: servirse una gran taza de café; apilar unos cuantos cuadernos llenos de anotaciones a un costado del enorme telescopio de la sala central; chequear minuciosamente las últimas coordenadas de observación; planificar y acotar el campo de estudio de la jornada; limpiar sus lentes; y finalmente empezar con la tarea.
   Y acercándose al visor, comenzó con su labor nocturna habitual.
   Aunque pareciera un trabajo repetitivo, el profesor Thompson era extraordinariamente feliz en aquel lugar. Toda su vida había soñado con poder dedicarse a la astronomía, y luego de muchos años de esfuerzo y estudio finalmente había podido encontrar su lugar en el mundo, aunque fuera uno muy remoto y solitario.
   Hacía más de veinte años desde que llegara por primera vez al observatorio de Stonevalley, cargado de emociones, de descubrimientos por hacer, de ideas revolucionarias y posibilidades científicas ilimitadas. Poco le importó la ubicación tan remota de aquel sitio, prácticamente aislado de toda civilización. En aquel páramo del noroeste, el poblado más cercano se encontraba a más de cincuenta kilómetros, algo que de seguro influyó en que durante dos décadas Thompson fuera el único que trabajara por las noches en aquel sitio.
   Pero se sentía privilegiado. Aunque la observación de la Luna fuera algo casi obsoleto para muchos, luego de tantos años de estudios repetidos hasta el hartazgo, en aquel lugar todo era diferente. La gran ventaja del observatorio de Stonevalley era justamente la geografía en la que se hallaba: la más similar a la superficie lunar que pudiera encontrarse en todo el planeta.
   Stonevalley era casi una réplica de la corteza lunar, sólo que con las obvias variaciones que la atmósfera y la presencia de vida podían producir en ella. Mesetas áridas, picos montañosos con escasa vegetación, cientos de cuevas de roca, senderos erosionados contra las laderas, polvo y más polvo acumulándose por doquier.
   Pero Thompson, sabía que no había en todo el mundo mejor lugar para poder estudiar comparativamente la geología lunar con la terrestre más que allí.
   No por nada, los aborígenes originales de aquel sitio lo habían llamado en su lengua “Tierra de la Luna”, por lo que tenía perfectamente sentido haber colocado allí tantas décadas atrás uno de los telescopios más potentes y precisos de observación lunar que pudiera hallarse.
   Mientras tomaba las primeras anotaciones de la noche, estableciendo los puntos de referencia y observación de aquella jornada, notó a medida que iba aproximándose al cuadrante específico, que algo fuera de lo común había sucedido.
   -Cuarto cuadrante, en las cercanías del cráter de Tycho, en la parte sur de las zonas elevadas de la Luna-.
   El espacio delimitado sobre el que había relevado datos la noche anterior se veía claramente diferente, modificado estructuralmente, con una fuerte presencia de acumulación de polvo y rocas en zonas donde no las había encontrado antes. Comenzó a modificar levemente la orientación del telescopio, y halló aún más señales de que algo muy grande había ocurrido.
   Fracturas, desprendimientos, hundimientos.
   Hasta que ubicó la muestra definitiva: un enorme cráter penetraba la superficie, uno nuevo, uno que no estaba allí la noche anterior. Seguramente, el producto del impacto de un meteorito de importantes dimensiones.
   Frenéticamente, comenzó a tomar nota de su hallazgo.
   No se tratara de algo único: la Luna tenía millones de cráteres, ya que al no tener una atmósfera, los meteoritos y asteroides que viajaban por la espacio chocaban contra ella con la naturalidad con la que las olas del mar rompen sobre la costa.
   Pero había algo que generaba una especial expectativa en el profesor Thompson: cada nuevo cráter descubierto en la superficie lunar pasaba a llevar el nombre de su descubridor.
   Tantas veces Thompson había estado cerca de lograrlo, que casi había abandonado toda esperanza de pasar a la inmortalidad. En cuanto se reportaba con el Centro Continental de Observaciones, siempre se encontraba con la misma respuesta: otro ya lo había descubierto. 
   Semanas antes; días antes; hasta horas antes.
   Era algo desesperante.
   Pero esta vez estaba completamente seguro que aquel fenómeno no podía haber sido registrado por nadie más que él. Era su zona de observación, su responsabilidad, su descubrimiento. La mayoría de los grandes telescopios ya no le dedicaban tanta importancia a la contemplación exhaustiva de la Luna, por lo que el de Stonevalley tenía todas las de ganar ante una situación como esa.
   Decidió realizar un relevamiento en detalle de los resultados del impacto sobre la superficie, ya que de otra manera el informe estaría incompleto. Preparó las coordenadas de aproximación, moduló el telescopio hacia una de las paredes del cráter, y realizó el acercamiento.
   Su vista viajó a través del espacio, cruzando kilómetros y kilómetros en un segundo, el milagro de la ciencia en su máxima expresión.
   Y finalmente comenzó a observar su tan ansiado fenómeno. Vio las cumbres circulares del cráter, el desplazamiento de las cortezas, la fragmentación de las rocas, las nuevas terrazas que se habían formado, el lecho rocoso fracturado, y no pudo evitar sentirse atraído a examinar dentro de una de esas fracturas.
   Se aproximó lentamente; los cálculos matemáticos debían ser muy precisos para no perder la referencia exacta, los hacía en su mente y volcaba de inmediato en sus cuadernos de notas. Entró con su vista a través de la hendidura, vio las paredes laterales rajadas, la fuerza del impacto. Notó que el cráter había literalmente rebanado una enorme elevación de terreno lunar, como si una zarpa gigantesca hubiera cortado un trozo de montaña.
   Vio los restos de rocas acumulados a un lado, las cuevas que se habían formado contra las paredes laterales del cráter, el polvo que había desplazado, y cómo éste aún no se había asentado en la superficie.
   Pero de repente y como un haz de luz que viajara a través de millones de kilómetros en un instante, vio algo que congeló su sangre y entumeció sus miembros.
   Algo se había movido.
   Apartó los ojos un segundo, limpio sus gafas, y pensó que tal vez la emoción lo había traicionado. Trató de calmarse y volvió la vista sobre la mirilla.
   Y lo que encontraron sus ojos pareció una verdadera alucinación.
   Allí, entre los restos de roca fragmentada, habitando las hendiduras que se habían generado por el golpe del meteorito sobre la ladera de la enorme montaña lunar, en el lado interno de las terrazas de lo que ahora era un enorme cráter, su enorme cráter, había una decena de criaturas moviéndose lentamente al unísono.
   Thompson sintió que su corazón se detenía.
   Sudaba a mares, sus lentes se empañaban, su pulso parecía haberse vuelto loco hacía ya varios minutos. Pero esos seres seguían allí con su laboriosa tarea.
   Apenas ajustó el curso de aproximación del telescopio, pudo verlas con mayor claridad.
   Eran seres extraños, muy lejanamente humanoides. Eran altos y bastante grotescos. Su figura robusta demostraba una enorme espalda encorvada. Tenían piernas torcidas y brazos extremadamente grandes y gruesos, con manos que no dejaban de levantar restos de enormes rocas lunares, trabajando en conjunto para depositarlas en otro sitio. No tenían cabello alguno, ni vestimenta de ningún tipo.
   Pero lo que más llamó la atención de Thompson fue la rugosidad de su piel (si aquello podía llamarse piel): era una mezcla de roca y polvo, solo que en movimiento, como si en lugar de músculos, tuvieran piedras entrelazadas una con otra, y en vez de una elástica piel, un polvo blanco caliza cubriera su superficie, y le diera a todo su ser una tonalidad marmólea como nada que hubiera visto en su vida.
   Trató de pensar científicamente, pero descubrió que realmente era algo imposible en ese momento. Toda su experiencia le decía que aquello era irreal, que no había vida en la luna, que las condiciones de subsistencia sin una atmósfera eran imposibles para casi cualquier organismo, que era irracional considerar que luego de tantos años de estudio, de misiones tripuladas enviadas a la Luna, nadie hubiera hallado rastros de aquellos seres.
   Pero allí estaban.
   Seguían con su laboriosa tarea de remoción de escombros, y Thompson pensó que tal vez esa fuera la explicación. Tal vez aquellos seres vivieran bajo la superficie lunar, en las gigantescas cuevas de aquellas montañas descomunales, manteniéndose ocultos, lejos de todo lo que pudiera observar o visitar la superficie, hasta que ese meteorito rebanara su hogar y los dejara al descubierto.
   Sí, tal vez lo que aquellos seres habían sufrido fuera una especie de cataclismo espacial, y lo que ahora hacían era reconstruir su hogar, reorganizar su hábitat luego del desastre para poder hundirse nuevamente en las catacumbas lunares en las que vivieran por cientos, miles... ¡millones de años!.
   Su mente volaba, construía hipótesis, relevaba datos, pero al mismo tiempo pensaba en que ese era el descubrimiento astronómico más grande de la historia humana, que su nombre sería reconocido por todos, que cambiaría el curso de los hechos de allí en más.
   Pero debía volver a mirar, tenía que contemplarlos nuevamente, antes de comunicarse con el Centro Continental de Observaciones, y revelar a otros su descubrimiento.
   Necesitaba un último momento de privacidad entre él y aquellos seres; aquellas criaturas quienes, por el simple hecho de existir, cambiarían su vida y la de todos los seres humanos.
   Y cuando volvió a contemplarlos a través de la mirilla del telescopio sintió que el terror se colaba por sus pupilas hasta el fondo de su alma.
   Todos y cada uno de aquellos seres habían detenido sus tareas, quedando en completa inmovilidad, con su rostro elevado, y su mirada dirigida exactamente a los ojos de Thompson.
   No podía ser cierto. Su mente debía estar fallando. No había forma física de que esas criaturas lo hubieran detectado. No a través de semejante distancia. No cruzando el espacio.
   Era imposible.
   Pero allí estaban, con sus cabezas elevadas, y esos extraños ojos hundidos en las rocas de sus pómulos, mirando hacia él y su telescopio.
   Y de repente un golpe fuerte y seco se oyó en el observatorio.
   Thompson giró de su sitio, con el rostro completamente desencajado, su corazón latiendo a mil revoluciones por minuto, su vista dirigiéndose hacia la puerta principal del observatorio que estaba a sus espaldas.
   Varios golpes volvieron a tronar en la soledad de la noche.
   Los lentes resbalaron por el rostro del profesor Thompson, haciéndose añicos contra el suelo, mientras sus manos y piernas no paraban de temblar, en un convulsivo ataque de pánico.
   Un último gran golpe sonó, y la puerta que estaba contemplando, voló por los aires.
   A través del umbral, una, dos, tres, diez figuras atravesaron la noche y entraron en el recinto.
   Thompson no podía reaccionar ante lo que estaba viendo.
   ¡Ellos... ellos estaban allí!
   Seres como aquellos a los que había estaba contemplando, con sus músculos de roca, sus cabezas sin cabellos, sus pieles como polvo, estaban frente a él, salidos de aquel paraje tan similar al de la luna en el que se hallaba el observatorio, aproximándose, amenazadores, imparables, rodeándolo, elevando sus enormes y robustos brazos rocosos hacia él, desgarrando sus ropas, comprimiendo sus miembros, triturando sus huesos.
   Y entre los irracionales gritos del profesor Thompson, unas voces ahogadas, pastosas, guturales, hablaron al unísono, exclamando en un sonido similar a la lengua humana algo así como: “Nuestros hermanos nos pidieron que ya no te dejáramos espiarlos”.


ALEJANDRO LAMELA.-

DOS RUEDAS EN LA VIDA




   Somos bípedos, eso en algo debe influir en nuestra concepción del mundo. Desde la primera vez, siendo muy pequeños, en que nos ponemos de pie por nuestros propios medios, la concepción del mundo pasa a ser esa, pasa a estar regida por el equilibrio, el balance[ , la coordinación. Con el tiempo le agregamos la agilidad, la destreza, y finalmente la velocidad. Años después, siendo niños, queremos a toda costa una bicicleta. Y tiempo después de eso, queremos una motocicleta.
   Casi pareciera un ciclo natural, y si bien no a todos les gustan, o eligen esos medios para movilizarse, aquellos a los que sí, mantienen a lo largo de toda su vida una relación particular con esas dos ruedas: de cariño, de respeto, de compañía. Y, obviamente, están los que se fanatizan a ultranza, y deliberadamente forman subgrupos, tribus urbanas con las que recorren el mundo.
   Los ciclistas son los más naturalistas. Ya sea porque de pequeños Papá Noel les regaló esa bici por la que tan bien se portaron durante todo el año; ya sea porque por primera vez sintieron al tenerla que algo les pertenecía sólo a ellos; ya sea  porque fue la ocasión inicial en la que pudieron desplazarse más velozmente que la propia velocidad que su cuerpo les permitiera; o ya sea  que quedaron fascinados por los Bicivoladores y quisieron emularlos toda la vida (quien fue niño o adolescente en los 80s sabe de lo que hablamos).
   Son criaturas especiales, que se impulsan por la vida con un tipo de comuunión  con el medio ambiente; que no contaminan; que no consumen recursos (más que litros y litros de agua por la lógica transpiración que genera pedalear en verano); que se acostumbraron a llevar a cuestas una pesada cadena reforzada con titanio para poder estacionar la bici sin problemas de inseguridad; que van disfrutando del paseo, aún  si les toca una calle empinada; y que no se hacen tanto problema por el tránsito, ya que siempre les queda el recurso de subirse a la vereda, y a otra cosa.
   Será que están acostumbrados a superar obstáculos desde pequeños, cuando tuvieron que sobreponerse a mil y un porrazos para aprender a andar sin rueditas, agarrándose de una pared, pidiendo la ayuda de algún abuelo o tío compinche, raspándose codos y rodillas en un sinfín de caídas y contusiones que aún  así no los desviaron del objetivo primordial. Tanta perseverancia y  a la larga se logra. ¡Y vaya satisfacción que se siente al poder desplazarse sin esos ridículos e infantiles complementos! Es como si a uno le quitaran las muletas, y pudiera caminar por su propia cuenta.
   Ellos disfrutan del sol, y tienen todo un arsenal de justificativos para, aún en los días de lluvia y frío, seguir utilizándola. No les importan las paspaduras (recuérdese la expresión “más colorado que huevo de ciclista”); ni llegar bañado en sudor a casi cualquier lado; ni que los salpique cuanto vehículo les pase cerca; o incluso ellos mismos lleguen con toda una línea de mugre a lo largo de la columna por ese siempre deficiente guardabarros. Ellos le dan para adelante. Y ya sea por avenidas, bicisendas, ciclovías, veredas, o hasta rutas y autopistas (sí, hay inconscientes de ese estilo), avanzan. Es que hay cierta cosa de bohemio , de evitar los carriles normales de la vida.  
   Verdad es que se requieren ciertas precauciones que los convierten en símiles caballeros templarios: el casco (como yelmo), las rodilleras, coderas, guantes y zapatillas especiales (como armadura) les sirven para enfrentar esa quijotesca batalla contra la vida motorizada. Y lo logran. Algunos, todos los días; otros, simplemente en sus ratos libres, en los cuales deben rivalizar espacio con los skaters y rollers.
   Esa es justamente otra tribu. No confundir, así como podía diferenciarse un mohicano de un siux por su cabellera, a ellos se los diferencia por la cantidad de rueditas que deben utilizar. Quizás muy pocos aprovechen este medio para dirigirse a sus empleos, quizás el prejuicio sea demasiado grande, y se los tilde de inmaduros, de yankilizados, de poco masculinos incluso. Pero a ellos no les importa. Tienen su mundo, sus acrobacias, sus capacidades y poderes especiales que les resultan muy convenientes en lugares de la ciudad en los que el espacio se reduce, y el ingenio se agudiza. Además, pueden decirse ser mas cool, más fashion, más audaces. No cualquiera domina esos zapatos con ruedas; y ellos lo saben, y lo llevan adelante con orgullo y determinación.
   Y tenemos a los motociclistas. Ellos sí que son legión. No sólo pueden ir a sus empleos en su moto (compañera, amante, extensión de su cuerpo, madre, esposa, hija, cama, vehículo y sustento), sino que muchas veces incluso andar en moto es parte de su trabajo.
   Los motoqueros son especiales. Suelen ser grupos cerrados y movilizarse en manadas, como lobos sobre ruedas, rudos y salvajes, compartiendo cervezas en cuanta placita encuentren para aprovechar esos poquísimos minutos que le ganaron a alguna entrega, y disfrutar sin que nadie de la patronal se entere.
   A su vez se diferencian entre los que hacen delivery alimenticio y los que entregan sobres y paquetes. Cuestión de cilindrada, de capacidad de empuje, de motivación. Pero todos tienen poco tiempo, por eso viven a mil, quizás sea la única manera en la que conciban vivir la vida. Por eso andan tan raudos, por eso se llevan puestos tantos espejos retrovisores, por eso parecen figuras fantasmales salidos de la nada. Y los automovilistas los odian, los peatones les temen, y las chicas los aman. ¿Acaso hay algo más copado que invitar a una chica a dar una vuelta en moto?
   Si párrafos más atrás se citó a los Bicivoladores, aquí se debe hacer lo mismo con Renegado. Incluso, sin ser motoquero, con Mad Max, más por una cuestión de filosofía (eso de “guerrero del camino”) que de vehículo. Es curioso, pero hay un sentido de indestructibilidad  en ellos que es al mismo tiempo admirable y condenable por la falta de instinto de autopreservación.
   Pero no es simple. Hay que saber utilizar el balance del cuerpo (y sumarle al peso propio, y el de aquello o aquellos que se transporte, que varía y mucho) si no se quiere terminar pareciendo a una mancha de tuco contra el frente de un colectivo. Hay que conocer cada calle, el sentido y caudal del tráfico, las horas pico, los cruces peligrosos, la coordinación (casi nula en Buenos Aires) de los semáforos. Y la regla nro. 1: siempre ser el primero en la línea de detención en los mismos, ya que si se arranca rezagado, los cuadrúpedos los arrinconan… y adiós motoquero querido que un día supiste ser tan audaz.
    También los acompañantes deben tener en claro las reglas: las mujeres pueden agarrarse de la cintura, pero no por cariño sino por necesidad de superviviencia; el resto debe compensar con los costados y la fuerza de la entrepierna, lo cual al bajar nos dará una idea de lo que sentían los jinetes de antaño.
   Aunque hay problemas insalvables: por más equipo impermeable que se tenga, la lluvia siempre se filtra y no hay cuerpo que no se estremezca al sentirla; también es imposible mantener un peinado si uno debe usar durante muchas horas al día un casco en la cabeza (aunque algún coqueto a ultranza recurre a toneladas de espeso gel, y va paliando la situación); y ni hablar de la capacidad de ser disparado como por una catapulta en caso de colisión frontal…
   Somos bípedos. Todos nosotros. Así que la próxima vez que vea a alguno de estos intrépidos rodando por la ciudad, no los insulte, ni los discrimine; piense que lo único que ellos lamentan es no poder ser centauros de dos ruedas en lugar de cuatro patas. Es que aún no todas las figuras mitológicas fueron inventadas. Y la imaginación avanza sobre ruedas.

ALEJANDRO LAMELA.-