PASAJERO EN TRANCE Y OTRAS YERBAS

"Pasajero en trance"



   ¡Cuántas cosas se pierden de disfrutar los automovilistas que nunca tuvieron el placer (o la desgracia) de viajar en nuestros pintorescos colectivos! Se han privado de toda la cultura del transporte público. Me compadezco de ellos: solitarios, encerrados en sus minúsculos cubículos de hierro y plástico, desenfrenados en su loca carrera por no llegar tarde, en lucha constante con el dichoso embrague y la maldita caja de cambios, enemigos íntimos del piloto urbano. E insultando. Siempre puteando a todo lo que los rodea y molesta, con el blanco favorito ubicado delante, a los lados y detrás: otros automovilistas igual de furiosos y neuróticos.
   Pobres, tan concentrados en no matar a nadie y a su vez evitar que los maten, no tienen la posibilidad de disfrutar de las pequeñas vicisitudes que ocurren a su alrededor. Se pierden toda la belleza que cualquier viaje tiene por el solo hecho de estar en movimiento constante, siempre buscando llegar a algún sitio.
   Por eso, no hay nada como relajarse, buscar unas monedas en el bolsillo y disfrutar del zoológico a bordo que es cualquier colectivo de nuestra hermosa ciudad. Nada mejor que apoltronarse en la butaca sobre ruedas y contemplar el espectáculo de lo cotidiano por módica suma de unos cuantos centavos.
   El mundillo de viajar en colectivo está plagado de reglas y sobreentendidos que no cualquier versado en antropología o sociología puede llegar a entender del todo: nadie saluda al chofer, sólo se le ladra el monto o destino, con una bronca y desprecio completamente innecesaria e improductiva; luego viene la lucha con la maquinola infernal, que opera a veces como verdaderos tragamonedas (aunque sin posibilidad de ganancia, claro está); o con la tarjeta electrónica que emite ese sonido de tan dudosa comprensión (¿la aceptó o la malnacida sólo juega con mis sentimientos?, ¿se me debita de mi caja de ahorros?, ¿obtengo descuento en el supermercado por usarla?, ¿me suma puntos para canjearlos por un viaje a Aruba?); y enseguida salir a la caza de algún asiento en el cual descansar nuestras maltrechas posaderas.
   Generalmente, los individuales están ocupados y uno debe aventurarse a la convivencia momentánea con algún desconocido, que puede resultar un charlatán crónico, un ebrio oscilante, un señor portentoso que reduzca nuestro espacio de apoyatura, o (en el peor de los casos) un dormilón con poca estabilidad, lo cual hace que tengamos que soportar que se nos confunda con “El Osito de las Buenas Noches” que en la infancia tuvo el entrañable remolón. Eso sí, estos últimos zafan de varias molestias, como ceder el asiento o soportar vendedores insistentes.
   Justamente, esto ha hecho que el infaltable ingenio argentino haya creado una técnica basada en estos “bellos durmientes”, a la que denomino “Pasajero en Trance”.
   El método del pasajero en trance consiste en la sistemática y repentina entrada en sopor del sujeto, no bien la comodidad del mismo sea puesta en peligro, y la ocasión lo amerite.
   Esta puesta en escena se activa al momento en que una embarazada sube al colectivo y todos los asientos están ocupados. Sin dudas la excusa será válida: el hombre (sólo en apariencia) está dormido y no se ha percatado de la presencia de la señora en dulce espera. Esto permitiría incluso sentarse en los primeros asientos (en teoría reservados a personas con inconvenientes motrices) sin ser molestado o mal visto por otros pasajeros. La técnica también sirve para zafar de los ancianos, inválidos y padres con niños pequeños.
   Por eso, cada vez es más frecuente asistir a estos verdaderos desmayos artísticos. Todo sea por evitar la cortesía. Aunque para aquellos que aún la practican, la cosa no es tan sencilla: momento más que desagradable es cuando sube una señora de abdomen prominente y el cortés caballero no sabe si está embarazada o lleva años de adicción a los ravioles. ¿Qué hacer? Si está embarazada y el hombre se hace el distraído, sufrirá la reprobación del resto del pasaje. Si le cede el lugar y la mujer no está encinta, lo tomará como una ofensa para su silueta. Sin dudas, difícil decisión...
   Algo parecido pasa al ceder el turno a una dama para ascender al ómnibus: algunas pocas lo tomarán como un acto de caballerosidad y nuestro gentleman ligara un merecido “gracias”; otras ni se enterarán de que se ha tenido un gesto para con ellas y subirán sin la menor expresión; y algunas malpensadas mirarán con cara de pocos amigos por creer que se les ha cedido el lugar para tener el lujurioso placer de contemplar su trasero al subir. Como puede verse, no es fácil ser gentil.
   Hay, además, un completo séquito de personajes que se puede contemplar (y soportar) desde nuestro asiento.
   Tenemos a las señoras mayores que, luego de haberse pasado treinta minutos esperando la llegada del colectivo en la parada, aguardan hasta el mismísimo momento de estar frente a la máquina de boletos para buscar con irritante paciencia su monedero, contemplar las monedas disponibles, y elegir las de cinco centavos para llegar al importe del boleto, lo que (sin excepción) provocará la ira del chofer, apurado por llegar a horario de planilla, y del resto del pasaje por el retraso.
   También están los vendedores ambulantes, que cuentan con la complicidad del chofer para ganarse unos pocos mangos, e insisten una y otra vez hasta el hartazgo en que les aceptemos un producto que ni por asomo tenemos deseos de adquirir (y si lo hiciéramos, su capacidad de funcionamiento expirará al momento mismo en que pongamos un pie fuera del vehículo).
   Por otro lado tenemos a los infaltables pedigüeños, pesados como mosca de verano, que acosan “por las buenas” al sufrido y temeroso conductor para que los lleve “de onda, loco” a destino.
   O el fumador empedernido, que con cara de “me orino en lo que diga el cartel de no fumar” exhala cual chimenea ese humo denso que convierte el interior del vehículo en una virtual visita a Londres.
   Tampoco es de extrañar que un par de viajantes se trencen en duelo verbal (y a veces físico) por ventanillas abiertas en época de intenso frío (¡Viejo, tan caliente estás que te tenés que ventilar!), o cerradas cuando el calor abruma (¡Loco, abrí que esto es un horno!).
   Ni es ajeno aquel que se sube, saca boleto, y somete al conductor a un detallado interrogatorio para que le diga la mejor forma de llegar a la casa de su querida abuela.
   Justamente el colectivero merece un párrafo aparte. Ese personaje cargado de misticismo, especie de Dr. Jeckyll & Mr. Hyde, que sufre su funesta metamorfosis apenas ocupa su trono de tortura física y mental al frente de la nave.
   Él, que debe ser capitán, celador, guía turístico, vigilante, relacionista público, mecánico y expendedor al mismo tiempo. Él, que debe manejar la presión de conducir y tratar con la locura de la gente con la mejor cara posible. Él, que tiene fama de mujeriego y siempre lleva alguna “compañera de ruta” de copiloto. Él, que está a cargo de la vida de cuarenta (o sepa Dios cuántos, ya que las leyes físicas parecieran no aplicar dentro de estos artefactos, y la materia logra ocupar varias veces el mismo espacio) perfectos desconocidos que parecen no darse cuenta de que es un hombre y no una máquina, de que a la menor distracción los mata a todos incluido él mismo. Él, que busca no quedar como un ogro o un mal tipo, pero al mismo tiempo cuidar su trabajo, de no caer en desgracia con el temido control de la empresa: el “Chancho”.
   El Chancho (figura mitológica, mitad empleado - mitad policía) sabe que al subir todos (incluso en chofer) se lamentarán por su mala suerte. Sabe que tiene poder sobre los demás; que está, cual sheriff moderno, para imponer justicia en ese mundo salvaje que es el interior del colectivo. Disfruta con saberse impopular y es conciente de que su sola presencia provoca verdaderos éxodos hacia la puerta trasera. Aunque nada lo complace más que el hecho de que, justamente, no ocurra nada y su pesquisa arroje saldo positivo. Sin tener que pelear, empujar, o bajar a alguien con su habitual sutileza.
   Todo esto se produce en un ámbito al que, desgraciadamente, no le damos mayor importancia de la que amerita: un mal necesario, un lugar de paso, un medio que (cuando tengamos la posibilidad de adquirir un automóvil) abandonaremos sin culpa alguna.
   Y atrás quedarán los apretujones; las apoyadas y manoseos; los pisotones; los insultos por las demoras; los saltos en el aire producto de los baches; las siestas temblorosas con la cabeza apoyada en el vidrio de la ventanilla; los paisajes vistos desde el vehículo en movimiento; los viajes imaginarios dentro del mismo viaje; los inviernos tremendos en los que una pequeña fisura en los vidrios inunde el interior con una ola de frío polar; el perfume que sólo se siente en esas tardes ardientes de verano con setenta personas amontonadas cual sardinas enlatadas cociéndose en su propio aroma.

   Todo eso quedará en el pasado. Ya nos habremos olvidado de las vivencias que quizás nos convirtieron a nosotros mismos alguna vez en momentáneos “Pasajeros en Trance”. Ya no oiremos esa música celestial que, cual coro de querubines, proclama: “Arriba señores, que al fondo hay lugar”.

ALEJANDRO LAMELA.-