CURIOSIDADES: JUAN Y LA GUERRA



   Sé que hay mucha gente (yo particularmente desprecio bastante eso, aunque no lo juzgo con tanta severidad) que decide tener un cuento “como los de…fulano”, o incluso novelas enteras o hasta notas periodísticas. Es como tratar de tomar a alguien como inspiración, alguien consagrado, famoso, reconocido e identificable en cuanto a su forma de escribir, y tratar de contar algo como lo hubiera hecho él, o como si lo hubiera hecho él. Y allí es donde está mi rechazo.
   Yo tengo que escribir por mí mismo, no buscar emular a otro. No puedo meterme en sus zapatos (sobre todo los de tipos tan torturados y desquiciados como suelen ser los escritores más reconocidos, además de muy muertos, claro está, ya que su valía pareciera surgir luego de que la Parca se los llevara de paseo), en su mente, en sus vivencias, en su manera de ser y de escribir, porque es algo completamente imposible. Y escucho muchas veces, y reconozco que alguna que otra he tenido que hacerlo también, que “escribo como fulano”, “mis relatos se asemejan a los de mengano”, o “los cuentos tienen un aire a sultano”. Y en verdad odio escuchar que digan eso, pero mucho más odio tener que caer en ocasiones en ese recurso para poder dar una idea sobre de qué demonios escribo y por qué diablos lo hago de esa manera.
   Es odioso. Sobre todo porque muchas veces me he visto metido sin querer en una misma categoría (¿!) con autores de la talla de Poe, Quiroga, Lovecraft o Maupassant. Y la verdad cuando lo digo, me siento un hereje. Y cuando escucho a otros decirlo sobre mí, me siento un farsante.
   Pero sé, porque mi búsqueda total y absoluta de creatividad y del aprovechamiento de cada espacio posible para aplicarla me impedirían ir en la dirección contraria, que nunca jamás me he sentado a escribir un cuento, un relato, tratando de emular la forma de tal o cual autor reconocido.
   Sin embargo, hay una simple verdad que cambia toda la ecuación: todos los autores nos leemos entre nosotros todo el tiempo. Y otra que la apoya: todos los seres humanos somos impresionables, influenciables e inspirables (sí, inventé la palabra!).
   Es algo que simplemente ocurre, de estar leyendo a un autor e incorporar su forma de relatar, hacerla nuestra, agregándole cosas y modificándolas según nuestra concepción del mundo (gracias a Lacan por su “Teoría del espejo”). Y es allí adonde apunto: uno puede sentirse tocado por otro autor, puede hacer propio su relato, sus temas y la forma de tratarlos, pero siempre va a ser algo diferente y original, porque sólo cada uno está dentro de uno mismo.
   Distinto es tratar de copiar o plagiar, intentar ponerse en el lugar de “Chejov hubiera escrito este párrafo así”, y demás berretadas literarias que no le aportan nada a uno (más que unos cuantos millones de dólares en el banco a muchos vendedores de best-sellers mediocres), e incluso humilla y ofende la figura del escritor invocado.
   Hecha esta aclaración, estoy en paz conmigo mismo para lo siguiente. Creo, sin lugar a dudas, que “Juan y la guerra” debe ser el cuento más directamente influenciado por otro autor, y sobre todo por un cuento específico de otro autor, que he escrito en mi vida.
   Ese autor es Jorge Luis Borges. Ese cuento es “John Ward y Juan López”.
   Llevaba un tiempo (breve, porque Borges no es de mis escritores favoritos) leyendo libros de cuentos de su autoría, y siempre estaba esa cuestión del tiempo, de la circularidad de sus relatos, de la atemporalidad constante, del inicio y fin, de la serpiente que se muerde la cola. Y también el tema mío personal del desafío de ver si yo era capaz de generar un relato de ese tipo. A veces es una especie de juego literario proponérselo. También lo fue escribir un cuento sólo de preguntas (“La Nada”, a la fecha aún inédito) o uno en el que la última palabra de una oración fuera la primera de la siguiente (a la fecha aún sin escribir).
   Le di muchas vueltas al asunto. Estuvo en mi cabeza por años. Siempre tomaba la forma de relato negro, de policial, y sabe Dios que no me gusta ese género, y con excepción de un trabajo en la universidad, no lo he abordado porque no me siento cómodo con sus reglas. Curioso si tomamos en cuenta que escribo relatos muchas veces puramente de suspenso, pero no puedo aún realizar uno meramente policial. Entonces, la dificultad de querer escribir ese “cuento cíclico” se sumaba a la de mis carencias como escritor de relatos detectivescos. Y nunca salía nada.
   Pero un día leí en una revista “John Ward y Juan López”, de Borges; y si bien no es un relato cíclico, me dio la idea de cambiar el contenido policial por uno bélico. De modificar a la víctima de asesinato, por la víctima de la guerra. Y de que todos éramos víctima y victimario en una guerra.
   Ese fue el click que abrió la puerta a “Juan y la guerra” (que es, debo reconocer, uno de mis cuentos preferidos al día de la fecha, y de los que más orgullo me generan). Justamente busqué el nombre más común de todos, para que diera la idea de que todos nosotros éramos ese soldado valiente, pero conflictuado, patriota pero descreído, tenaz pero aniñado. Heroico, pero con miedo a morir. A morir por nada.
   Y debo reconocer que pensé en mi queridísimo abuelo Lino. En su participación en la Segunda Guerra, peleando por unas ideas que no eran las suyas, contra un enemigo inicial que luego sería su aliado; y un aliado inicial con el que nunca podría compartir nada. Don Lino, estaba orgulloso de su participación, pero personalmente, separada de todo patriotismo hueco, de toda ideología, de toda absurda interpretación. Él estaba orgulloso de su valor, de su tenacidad, de sus penurias. Y yo, al escucharlo una y mil veces, estaba orgulloso de él.
   Luego vinieron las ideas más rápidamente, la caminata, la soledad, la colina, el enemigo, los disparos, la agonía, los miedos, las contradicciones, la muerte (con cierta influencia de películas bélicas norteamericanas como “REsctando al soldado Ryan”; “Pelotón”; “Cartas de Iwo Jima”, etc.). Y el otro soldado, tomando su lugar, como tantos soldados retomando el camino de los muertos, quizás sólo para morir en el mismo lugar, de la misma forma, y por los mismos ridículos motivos que el anterior. Exacto! He allí lo cíclico. Lo cíclico de toda guerra, de la absurda autodestrucción humana, de su condena a repetir eternamente sus odios y errores. A morir y renacer en otro, para morir nuevamente, casi sin aprender nada en el camino.
   Y cuando me quise acordar, el cuento estaba terminado. Y terminaba exactamente con el mismo párrafo con el que comenzaba. Y la historia no tenía final, porque puede repetirse hasta el infinito. Cíclica. Y tal vez, podríamos decir “borgeana”.

   Quiero creer, que los Hombres podremos algún día ponerle punto final a esa gran y horrorosa historia que siempre volvemos a comenzar, y de la que casi nunca aprendemos nada. La guerra. Que así sea, por el bien de todos los seres vivos, y por la memoria de los que ya no están.- 

JUAN Y LA GUERRA




   Mientras desandaba cautelosamente la ladera que constituía el límite del frente aliado, el joven soldado no podía apartar de sí el temor por su propia vida, sin sentir al mismo tiempo una enorme congoja por todos esos cuerpos abatidos; un crisol de jóvenes valientes muertos en la flor de la vida, luchando por una causa perdida. En ese dilema se batía su mente, cuando por casualidad posó la mirada en el cuerpo de uno de ellos, y notó con cierto estupor un gran parecido entre aquél soldado y él mismo. Aún debajo de la capa de lodo y sangre que cubrían su rostro, notó una gran semejanza. Preso de la curiosidad, se aproximó cuidadosamente al cuerpo sin vida del soldado; y en la solapa de su chaqueta de combate leyó su nombre: “Juan”. Tenían el mismo nombre...
   El descubrimiento no hizo más que profundizar sus inquietudes, replantearse una vez más las mismas decisiones apresuradas, producto de su hombría y juventud desbocadas, que lo habían llevado hasta la ladera de esa colina, en ese país extranjero, peleando por una guerra ajena.
   Mientras comenzó el esforzado camino de subir por la colina, y pendiente de cada ruido a su alrededor, recordaba las valerosas razones por las que se había unido a la causa: claramente perdían peso en comparación con las terribles privaciones que padeciera, las vejaciones que debió afrontar en el proceso, y el espantoso paraje que se extendía a su alrededor. Pensaba en su familia, en sus amigos, en su pasado, en su inocencia perdida...
   Nada podría hacer volver el tiempo atrás, y nada podría sacarlo ahora de ese lugar, a no ser que primero se convirtiera en uno de esos muchachos abatidos en el lodo que acababa de dejar atrás...
   Y su mente volvió a posarse en ese joven, tan similar a él como cualquier otro. No evitó comenzar a hacerse preguntas en su nombre: ¿de dónde vendría?, ¿cuales serían sus motivos para estar allí?, ¿a quién habría dejado atrás?. Seguramente sería el hijo de alguien, el hermano, el esposo, quizás hasta el padre de alguien que ya nunca más podría contar con él, reír con él, vivir con él...
   Todo por luchar en una guerra en la que otros decían que debía luchar. Defendiendo valores que nunca fueron avasallados por otros más que por aquellos mismos que lo enviaron allí. Ellos eran el verdadero enemigo.
   Aún así, allí estaba él, muerto de miedo y cubierto de dudas; y allí estaban ellos, muertos realmente y cubiertos de sangre. Ninguna importancia tenía pensar en otro lugar que no fuera ese, o en otras personas que no fueran ellos. Ahí estaba el mundo real ahora, y todo lo demás sólo parecía un sueño.
   Su pierna se hundió en el fangoso terreno de la ladera, y no sin esfuerzo logró sacarlo y seguir subiendo la pendiente, alegrándose de estar más cerca de la cima.
   ¿Habría llegado también hasta allí ese muchacho? ¿Quién lo habría matado? ¿Qué estaría pensando en ese momento?.
   Sólo Dios lo sabía, aunque en ese infernal frente de combate, surcado por trincheras y sembrado de cadáveres, la existencia del Todopoderoso bien podía ponerse en duda. Porque si Dios estaba con ellos ¿quién estaba con el enemigo?.
   Ninguna respuesta lo satisfizo. Pero al menos encontró un respiro momentáneo en su penar al imaginarse que los otros también debían soportar esas penurias, esos fantasmas, esos terrores.
   Si uno lo abordaba desde ese punto de vista, podría decirse que también eran compañeros de infortunio. Sólo que habían nacido en diferentes latitudes, bajo diferentes banderas, guiados por diferentes líderes, pero habiendo seguido las mismas mentiras.
   Hermanados en la miseria de una guerra absurda. Curiosa hermandad con el enemigo.
   Mientras pensaba en lo extraño del mundo en el que le había tocado vivir, dio un último y esforzado paso, y finalmente logró pararse en la cima de la colina, sintiendo el gélido viento golpear su rostro, alborotar sus cabellos y estremecer sus miembros.
   Pero lo que encontró allí arriba helo su sangre.
   A escasos metros de él, apenas de espaldas y sin haber notado aún su presencia, había un soldado enemigo.
   En ese momento todas sus dudas parecieron caerle encima como un tremendo yunque, comprimiéndolo contra el suelo, aplastando su voluntad e inmovilizando su cuerpo.
   ¿Qué debía hacer? ¿Acaso no era una respuesta sencilla, tomar su arma y disparar contra él? ¿No había sufrido al ver a sus compatriotas muertos al pie de la colina? ¿O acaso no tenían validez los cuestionamientos que se hiciera hasta hace unos míseros instantes? ¿No se había sentido hermanado en el infortunio con aquellos a los que debía matar? ¿Es que la vida ajena sólo valía cuando no se estaba en un campo de batalla?
   Así estaba el joven soldado, sumido una vez más en sus dudas, ahogado en sus interrogantes, cuando el enemigo notó su presencia, y en un abrir y cerrar de ojos tomó su rifle y descargó una andanada de balas contra el pecho del muchacho.
   Cayó hacia atrás por los impactos, resbaló de la cima de la colina, y rodó ladera abajo, como un muñeco de trapo, completamente desarticulado, percibiendo el vacío de la muerta cada vez más cercano, llenándose su rostro de sangre y lodo, sintiendo su vida escaparse lentamente, y a su cuerpo girar sobre sí mismo hasta detenerse junto a los de los otros jóvenes abatidos al pie de la colina.
   Y mientras la sangre inundaba sus pulmones, creyó ver venir por el mismo sendero que él hubiera transitado antes de encontrar los cuerpos al pie de la colina, un soldado aliado, un muchacho como él, ajeno a lo que había ocurrido, cumpliendo con la misión de reconocimiento de rutina.
   Pero antes de llegar a verlo claramente, sus ojos se nublaron y la vida lo abandonó, perdiéndose su último pensamiento en el joven que se aproximaba...
   Mientras desandaba cautelosamente la ladera que constituía el límite del frente aliado, el joven soldado no podía apartar de sí el temor por su propia vida, sin sentir al mismo tiempo una enorme congoja por todos esos cuerpos abatidos; un crisol de jóvenes valientes muertos en la flor de la vida, luchando por una causa perdida. En ese dilema se batía su mente, cuando por casualidad posó la mirada en el cuerpo de uno de ellos, y notó con cierto estupor un gran parecido entre aquél soldado y él mismo. Aún debajo de la capa de lodo y sangre que cubrían su rostro, notó una gran semejanza. Preso de la curiosidad, se aproximó cuidadosamente al cuerpo sin vida del soldado; y en la solapa de su chaqueta de combate leyó su nombre: “Juan”. Tenían el mismo nombre...


ALEJANDRO LAMELA.-