CABALLO DE GUERRA




   Era un burro, y no le gustaba serlo. De hecho, imaginaba imposible que alguien quisiera ser un burro. Incluso se sentía peor, pues era el burro del herrero, lo que equivalía a una vida pobre y sacrificada. Pocos seres eran más desafortunados que él, y ser consciente de ello, lo hacía aún más miserable. Para colmo de males, era un burro viejo, y la vejez no le sienta bien a nadie.
   Pero era un burro, y por más que lo meditara, eso seguiría siendo así. Había nacido como burro, vivía como burro y moriría como tal. Y el mundo parecía estar de acuerdo con ese orden.
   Aunque el contraste entre su existencia y lo ahora mismo pasaba ante sí era terrible y demoledor.
   Ver desfilar frente a sus ojos de burro a esos gigantes y nobles corceles de guerra lo hacía sentir aún peor, más pequeño, más insignificante, más insulso y hasta estúpido. Esos caballos de guerra, valientes, imponentes, gallardos y magníficos, caminaban con su paso marcial constante, cargando a sus notables jinetes en sus lomos, orgullosos ambos, esplendorosos y heroicos hacia la batalla y la gloria. Una visión de ensueño. Y él seguía siendo un burro.
   La vida del burro era común y monótona. Sencilla, limitada y aburrida. Laboriosa, sacrificada, lenta y áspera. Todas las mañanas comenzaba desde muy temprano haciendo funcionar con su fuerza y tiro la enorme maquinaria del fuelle, ayudando al herrero en su repetitiva, absurda y estúpida tarea (aunque imprescindible, había que reconocerlo) de hacer herraduras.
   La forja emanaba un calor insoportable que le hacía sudar por su duro pelaje de burro, desde la punta de sus largas y cómicas orejas, hasta el extremo de sus patas pequeñas y rechonchas, duras y curtidas por el trabajo diario, embarradas y anónimas en su tarea constante.
   Y ellos caminando frente a él, con esa seguridad en sus rostros, sabiéndose caballos, entrenados para la guerra, para hacer historia, para conquistar y arrollar, aunque también para morir y pudrirse al sol en una tumba a cielo abierto… ¡Pero una muerte gloriosa al fin!
   Cuando a él le llegara su hora (no tan lejana, luego de toda una vida de burro), partiría como tal, conseguirían de inmediato otro en su lugar, y el mundo seguiría su curso, la vida continuaría sucediendo en otro lugar, y nadie lo recordaría en esa herrería, pese a que todos los que pasaban por allí se llevaban puestas las herraduras que él había ayudado a fabricar.
   ¿Cómo se comparaba eso con la carga feroz e implacable contra un enemigo en el campo de batalla, ganando tierras, honor y gloria para la posteridad? No había parangón.
   Aunque… a veces se preguntaba si los caballos eran tan conscientes de su existencia como él. Si sabrían desde el primer momento adónde se dirigían, los riesgos que correrían, las privaciones a las que serían sometidos. Quizás no fueran tan de buen agrado con el conocimiento de todo ello a cuestas, en sus mentes, angustiándolos. Tal vez algunos no estarían de acuerdo, y se replantearan varias cosas. Él, en cambio, aunque era un burro sabía de todo aquello. Claro que lo sabía.
   En algunas ocasiones, había visto a los ejércitos vencidos regresar por el poblado, en amarga retirada, con los hombres embarrados, sangrantes y dolientes. Y sus caballos aún en condiciones más precarias. O lo que era peor, sin ellos. La derrota no le sienta bien a nadie.
   Toda la gloria de la que hablaban los viajeros en sus historias de guerra, la de ese tal Bucéfalo, o aquél conocido como Babieca, incluso el de Rocinante, palidecían ante la cruda realidad de la muerte y la derrota. En eso, quizás, se sentía superior a ellos: él había visto el reverso de todo, había estado allí a la ida y a la vuelta. Ambas contrastaban notablemente.
   Y aunque nunca hubiera pisado un campo de batalla, aunque sólo soñara con aquello, sabía lo que venía después. Pero, ¿en verdad soñaba aún con ello? ¿Se sueña con la desolación, con perder la vida por un hombre al que le importas menos que su espada, por una nación que te cuenta como un recurso material, por unos seres que no dudarán en comerte si el alimento escasea?
   No estaba tan seguro… A fin de cuentas, a él no le cambiaba mucho la vida si el bando vencedor era uno u otro, si los estandartes que flameaban en el pabellón eran rojos o azules, si las pecheras de esos caballos tenían cuadros o rayas, si sus amos hablaban norteño o sureño.  Él seguiría haciendo herraduras, viendo el sol salir y ocultarse, respirando y viviendo. Tal vez con la perspectiva de las cosas que había visto, ser burro no estaba tan mal.
   Para el burro siempre había comida, siempre tenía reservado un pequeñísimo pero cómodo lugar en el establo, con la paja que olía a él, con su amo que lo cuidaba ya que su trabajo dependía de su fuerza, con algunos niños que jugaban alrededor con sus dedos en las sienes asemejándolos a sus enormes orejas, con las mujeres que le dedicaban algunas miradas de ternura y unas palabras de cariño al tonto, común y poco noble burro.
   Pero la vida, lenta, aburrida y monótona, aún era vida. Y la gloria solía tener un precio doloroso y absurdo, uno de sangre y muerte, uno de vísceras laceradas por espadas y esquirlas de explosiones, de relinchos agonizantes y sacrificios ingratos ante una simple pata rota…
   Se sintió muy triste. Vio pasar a una nueva cuadrilla y ya no percibió en su interior la admiración o la envidia. Sintió pena, congoja, angustia ante lo inevitable, solidaridad para con esos inocentes que daban sus vidas en guerras que no eran las suyas, por causas que nunca eran correctas o erradas, por hombres que no eran buenos ni malos.
   Por primera vez en su vida, se sintió feliz de ser anónimo, de no jugar un lugar vital en una guerra, de su vida repetitiva y rutinaria, de sus dos comidas diarias, de su paja en el establo, de su amo laborioso pero justo, de su pueblo en el medio de la nada, del tiempo que transcurría lento pero continuo, de sus meditaciones interminables… de ser burro.
   - Buenos días herrero- dijo una voz acostumbrada a dar órdenes-. Perdimos algunos de nuestros caballos de tiro en el barro luego de la tormenta, y no nos alcanzan para empujar los cañones colina arriba. ¿Cuánto por ese burro?
   Y su vida cambió.
ALEJANDRO LAMELA.-