EL EXPRESO DEL OESTE



  
   Viajar en la línea de ferrocarril que surca el Oeste del Gran Buenos Aires puede convertirse en una auténtica aventura del tipo Far West. Para el atribulado viajero que elige este transporte para atravesar las salvajes e inhóspitas tierras del occidente bonaerense, la experiencia puede ser enriquecedora, recreativa, y en ocasiones, más que peligrosa.
   El pobre colono que hace patria viviendo lejos del Centro y que, por motivos de tiempo o economía, decide utilizar este medio para llegar a la metrópoli en lugar de la también caótica diligencia suburbana (entiéndase colectivo), está preparado para sortear la serie de dificultades y obstáculos que sólo este maravilloso y pintoresco transporte le puede otorgar.
   Es por eso que hunde hasta el fondo de los bolsillos su anémica billetera; aferra fuertemente contra su pecho el bolso o la mochila, verificando que todos los cierres estén herméticamente sellados; plega aerodinámicamente sus brazos al cuerpo y, luego de tomar aire, se zambulle en la parafernalia del viaje en tren.
   Ya desde el vamos sacar un boleto en la ventanilla tiene sus jocosas peculiaridades: luego de la terrible y amansadora fila que debe soportar (sabiendo que una persona de más o de menos en la cola significan unos treinta segundos de demora, que pueden hacer la diferencia entre llegar a tomar ese tren que ya arribó a la estación o perderlo y llegar no menos de media hora tarde al empleo), el ya para entonces fastidiado viajante es presa de un virtual atraco a la vista de todos.
   ¿O acaso entregarle dinero a alguien que no llegamos a ver en ningún momento, por los vidrios espejados que ocultan al vil y silencioso empleado, no es una especie de robo planificado? A las claras, el dinero va pero no vuelve. La única muestra de que existe vida inteligente del otro lado del panel es la ocasional percepción de algún dedo, y la entrega del talón que nos hace acreedores de un viaje de ida hacia lo desconocido.
   Pero la espera por el ticket lejos está de ser la peor parte de la travesía. Sin dudas, lo más nefasto es el ingreso a los vagones. Al llegar el tren a la estación, cientos y cientos de pasajeros que cargan con la única misión de lograr subir al comboy, al verlo tan cercano, descargan toda su barbarie en el feroz forcejeo por ser uno de los elegidos que reciben la sagrada bendición de haber logrado un lugar entre aquella marea de gente, entre aquellas vacas amontonadas en camino hacia el matadero...
   Por eso, al abrirse las compuertas del infernal paraíso sobre rieles, los viajeros liberan toda su ansiedad y no hay caballerosidad que valga:
   ¡Súbase quien pueda! ¡Las mujeres y los niños que esperen el próximo!.
   Y de inmediato se producen verdaderas estampidas de ganado soltado a la carrera; una tremenda y brutal lucha de titanes donde sólo el más fuerte (y escurridizo) triunfa, evitando la mortal trampa de que la puerta se le cierre a medio cuerpo y lo comprima.
   ¡Y pobre de aquel al que le tocara bajarse en esa estación! Más de una vez habrá tenido que seguir como un seudo-secuestrado hasta la siguiente, y desandar resignado el camino hecho de más.
   Más allá de que la premisa siempre es llegar a subir como sea, hay algunos Lores exquisitos que buscan lograr, además, la comodidad de los ansiados primer y último vagón. La particularidad de los mismos se encuentra en que son los únicos con asientos reclinables; y los pobres infelices que lograr hacerse con uno, tienen la ilusa fantasía de que viajan en “Primera Clase”. Pero aún así, es una lotería acertar a cuál de ellos le funciona la dichosa palanquita para reclinary cuál ha pasado a mejor vida.
   Mientras, el resto de lo pobres diablos deberá conformarse con ser los condenados a los vagones del medio, esos que tienen la “sociable” característica de sólo reclinarse de a dos hacia delante o atrás, para que el viajante solitario no sólo deba soportar la compañía de un extraño, sino de tres (lo cual daría a pensar que estarían confeccionados para fomentar el Truco por parejas durante el viaje).
   Allí, en esos vagones que parecen reciclados del transporte de tropas de la Segunda Guerra Mundial, el sufrido viajero está listo para la diaria inmolación: los resortes de los asientos rotos le “vacunan” las nalgas; la suciedad de las placas de plástico (supuestamente) irrompible de las ventanillas le impiden ver por dónde corno está; el Control que lo despierta para pedirle el boleto justo en el momento en que se estaba quedando dormido. Y la lista de torturas medievales continúa...
   Pero para los mártires que viajan en el único vagón destinado a las bicicletas, la odisea llega a límites insospechados, donde la vida se pone en juego en cada curva, en cada frenada. Imagínese: si ir en un vagón común, apretado contra otros pasajeros que a lo sumo son sólo una masa de carne y huesos, es ya complejo y molesto, ir comprimido contra cadenas, rayos, frenos y pedales (todos metálicos) es verdaderamente una trampa mortal.
   Una vez arriba de los vagones podemos dedicarnos a contemplar los bandos diferenciados que se enfrentan día tras día en una inagotable batalla cíclica: por un lado tenemos a los milenarios “Pungas” (dícese de aquel que recolecta dinero ajeno de los bolsillos de viajeros distraídos) y por otro a los “Boleteros” (especie de primo-hermano del famoso “Chancho” del colectivo). Y están, además, las pandillas de “Pistoleros”, que a cara descubierta obligan al indefenso viajero a vaciar sus ya escuálidos bolsillos, con la amenaza de ser arrojado del vehículo en movimiento.
   Aunque también tenemos a los “Olvidadizos”, que suelen “perder” con extrema regularidad sus boletos. E indefectiblemente se trenzan en batalla con los controles: ambos luchando en singular duelo verbal, en verdaderas justas del léxico argento, en las que la lengua más veloz triunfa. ¡Malhechores y Comisarios, señores! ¡Billy The Kid y John Wayne al alcance de la mano en un día cualquiera de viaje con El Tren del Oeste!.
   Pero, como en todo buen Western, no podían faltar los indios. Si bien durante el trayecto no hay una caravana de peregrinos que reciban una lluvia de flechas aborígenes por cruzar sin consentimiento sus tierras, esto muta por un igual de peligroso diluvio de piedras que tienen por blanco la extensa y zigzagueante serpiente de metal. Sobre todo cuando ésta pasa por los terrenos aledaños a las “aldeas” que los cobijan.
   Sin embargo, hay alguien que está exento a todas estas clasificaciones. Él no es control, ni pistolero, ni peregrino, ni indígena. Él es “El Maquinista”. Ese “Llanero Solitario” que siempre realiza el mismo viaje, solo y aburrido; sin posibilidad de cambiar el rumbo, sólo las velocidades; rezando para que ningún suicida elija justamente su turno para concluir con su misión kamikaze. Y es él quien, cada tanto, hace sonar la atronadora bocina que, sin ser igual al retumbar del clarín, bien podría creerse es “El llamado de la Caballería”.
   Aún así, a pesar de estos rasgos tan pero tan criollos, la experiencia no deja de sorprender por sus ribetes pintorescos. Incluso se puede decir que viajar en El Tren del Oeste abre la experiencia hasta planos internacionales: ¿A quién no le vienen a la mente los atiborrados trenes de la India, cuando ve decenas de tipos viajando trepados en el techo de los vagones, colgando del tren como racimos de fruta madura que está a punto de caer? ¿Quién no eleva la vista al cielo e insulta en varios idiomas, cuando nota que el cacharro en el que viaja avanza a paso de hombre, y le vienen a la mente las imágenes de los trenes supersónicos franceses o japoneses?.
   Y después de notar todo esto, el sufrido viajero que ve próxima la estación de su destino, se hace la pregunta existencial mientras está por descender: ¿Quién carajo habrá bautizado a estas empresas de transporte ferroviario con nombre de próceres?. Si fue para honrarlos, difícilmente lo hagan, y muy probablemente logren que aquellos héroes argentinos estén retorciéndose en sus tumbas...

   En fin, y como podrá verse, si bien la realidad geográfica nos señala que estamos muy lejos del Texas norteamericano, aquí, en el Lejano Oeste bonaerense, podemos vivir toda una experiencia del tipo Western en nuestro querido y odiado “Expreso del Oeste”.