EL CORREDOR


La Muerte está tan segura de su victoria,
que nos da toda una vida de ventaja

   Sólo le importa correr. Avanzar, seguir adelante, dejar todo tras sus pasos. Cuando corre, el mundo y cada persona que habita en él, dejan de existir. Lo único que realmente importa es él y el camino. Sus piernas y su respiración. Sus pisadas y el ritmo de su corazón. Todo lo demás pierde importancia cada vez que se lanza a la carrera. Nada puede desviarlo de su meta. Mientras transita por ese páramo casi desierto, siente lo mismo que cada vez que corrió una maratón: libertad. La serenidad, el sosiego, la paz interior, son sólo condimentos extras. La libertad que le da su marcha es la mayor de las recompensas. Y lo hace feliz.
   Tardó mucho tiempo en empezar a correr. En verdad, comenzar a entrenarse después de los cuarenta años es dar una ventaja muy grande para con el resto. Pero el resto, los otros corredores, nunca fue el rival a vencer. Ni siquiera el cronómetro lo es. Ni siquiera él mismo lo es.
   El verdadero y único rival es el paso del tiempo. Ese es un rival casi invencible. Casi.
   Allí, en esa maratón nocturna, en esa ruta casi desierta que bordea el desierto, él siente que realmente puede vencer el paso del tiempo. Lleva veinte años haciéndolo. Ha corrido muchas carreras, pero cada una que logra completar es una reafirmación de que está vivo, y de que aún puede hacerlo. No es fácil: cuando uno tiene ya casi sesenta años, el cuerpo es un aliado poco confiable, el clima entorpece todo, la alimentación se reduce a lo que se debe comer y no a lo que se quiere comer.
   Es simple: el mundo no es lugar para viejos.
   Pero allí está él, corriendo, por ningún motivo, y a la vez por el más importante de todos. Y su mente se libera, vaga por encima de las preocupaciones mundanas, deja de lado los hechos corrientes, y sólo se centra en respirar correctamente, apoyar bien los pies, evitar que la transpiración le empañe los ojos. Y seguir… siempre seguir.
   Hasta que lo siente. De improvisto, y casi inexplicablemente, lo siente.
   Lo sabe. Más allá de toda duda, más allá de toda conjetura, de toda especulación.
   No está solo. Y no se trata de otros corredores. La largada fue tan escalonada que luego de casi cuarenta kilómetros, están tan alejados unos de otros, que en la espesura de la oscuridad nocturna del desierto es imposible siquiera que lleguen a verse. Es alguien más. Un alguien que no es alguien. Un alguien que siempre estuvo, está y estará allí. Quien fuera la original motivación para correr, para seguir adelante, para vivir.
   La Muerte. La siente a su alrededor, acercándose sin esfuerzo alguno, aproximándose como un depredador, rápida e invencible, casi alcanzado su paso, casi tocando su espalda. Sabe que poco puede hacer, que poner fin a todo sólo depende de ella. Pero se revela, apura el paso, tira su cuerpo hacia adelante, y corre más rápido.
   Aumenta la velocidad, estira aún más sus cansadas piernas, proyecta su vista hacia el frente con el anhelo de quien lucha por su vida. No se va a terminar allí, no es esa ruta desierta, en esa noche, tan cerca de la meta, siendo aún joven.
   No, ya no es joven. Hace muchos años dejó de serlo. Justamente, comenzó a correr cuando los síntomas y las evidencias eran abrumadores. La decrepitud, la terrible decadencia humana. El cuerpo, la mente, la sociedad... todos comenzaron a hacérselo notar, casi al mismo tiempo, como un pesado e ineludible destino trágico. Y sintió miedo de envejecer. De volverse obsoleto. De morir. Fue entonces cuando decidió empezar a correr, al principio para distraerse, luego para estar en forma, finalmente como una vía de escape a lo impostergable.
   Pero ahora, todos aquellos miedos son más tangentes que nunca. Ella está ahí, casi a su lado, apenas unos pasos por detrás… Y él siente la mayor de las convicciones arder en su pecho, y fuerza aún más sus piernas para seguir corriendo, aún más rápido, aún más fuerte, aún más lejos. Aún está vivo. Y el viento en su rostro que produce su propia velocidad es el fiel testimonio de ello. Para eso se entrenó, por eso se obsesionó, y estando allí no permitirá que la Parca se lo lleve.
   La meta está cerca, se ve la luminosidad de la ciudad detrás de una pequeña colina. Lo percibe. Pero también percibe lo otro, al ser que busca llevárselo. Siente que algo intenta frenarlo, que le consume la energía, le saca el aire. Como unos brazos invisibles que lo toman de los hombros, que envuelven su cintura tirándola hacia atrás, que hacen más pesadas sus piernas, que agobian sus desgastados huesos, que vacían sus pulmones.
   En una explosión de rebeldía se lanza con el resto de sus fuerzas en una carrera vertiginosa y descontrolada. La deja atrás, la aleja. Reniega de ella, de su poder, de su finalidad, de su constancia. De su victoria…
   Cruza la meta. La victoria es suya. La gente corre hacia él para abrazarlo, aún sin conocer realmente el verdadero alcance de su logro. Los buscan. Quieren premiarlo. No lo logran. Porque al momento exacto de cruzar la meta, se desploma inconsciente sobre el suelo. Y su corazón, víctima del esfuerzo sobrehumano, deja de latir.

ALEJANDRO LAMELA.- 

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