LA MUERTE ENAMORADA



   A pasos agigantados deambulaba solitaria por la tierra la espeluznante figura a la que nadie podía ver, sentir, ni escuchar, a excepción de ese instante último.

   Orgullosa y petulante, la Muerte vagaba sombría por la tierra que para ella se veía tan desolada.

   Por más que hubiera buscado en los rincones más recónditos del planeta, no encontraba un igual, un semejante, una criatura de la oscuridad como ella.

   Sólo humanos.

   Esas plagas de las que solía burlarse hasta el cansancio por su falta de eternidad, por la debilidad de su carne, por la sencillez absurda de su existencia. Nacer, vivir, sufrir, morir. Una y mil veces se preguntó a quién podía interesarle tan limitada perspectiva de ser.

   En comparación, eran escoria pudriéndose a un costado del camino, del camino de los inmortales. Nada tenían en común. Por eso la Muerte contemplaba a los mortales con desprecio y repugnancia. Como objetos inanimados que por más que lucharan con todas sus fuerzas, el viento del implacable paso del tiempo terminaría amontonando en esos depósitos de cuerpos por los que complacida solía rondar: los cementerios.

   Los miraba como material descartable, como capullos de mariposa, como frágil porcelana. Y su trabajo era romperla.

   Tenía miles de formas de hacerlo. Ese era su arte y su pasión. Nadie en el mundo podía imitarla. Los asesinos eran simples emisarios de sus manos. Los desastres naturales, fuegos artificiales. La peste, reflejo de sus turbios pensamientos. Las desgracias, su pasatiempo preferido.

   Así transcurría el tiempo para un ser atemporal. Así se veía desde su posición a los seres que dominaban la tierra: como granos de arena en el desierto, como gotas en el mar, como insectos en la selva.

   Pero hubo un día en que, de entre la marea de gente desechable, la Muerte encontró una pequeña perla. Una joven. Pero no una más del montón.

   Caminando alegremente por las calles de la ciudad, la joven vivía un día más de su corta existencia con tal ausencia de temor que la misma Muerte sintió intriga.

   Deseó averiguar porqué uno de estos seres tan ridículos, que desperdician el cuarto de hora de sus vidas en peleas insensatas y dudas existenciales, caminaba con tal soltura, con tal alegría y felicidad, que nada ni nadie podía llegar a invadir sus placenteros sentimientos.

   Y fue tanta la curiosidad que la Muerte sintió, que por primera y única vez en toda su existencia interrumpió por unos segundos su inexorable trabajo al que muchos llaman “destino”.

   Y ese ínfimo instante, la nada para un ser eterno, el minúsculo momento en que se distrajo de sus siniestros deberes, fue su perdición.

   Acostumbrada al rancio olor de la sangre coagulada, de la putrefacción de la carne, la Muerte sintió la suavidad del perfume que emanaba como un torrente inmaculado de los cabellos de la joven.

   Sintió desde lo más profundo de su ser, la extrañeza de envidiar por un instante la debilidad humana, esa ausencia de perdurabilidad de la que siempre se burló.

   Por primera vez en su milenaria existencia experimentó la tentación de la carne, esa jaula del espíritu que encerraba el alma de esos frágiles seres. Y peleó consigo misma, porque creyó inadmisible que una criatura de su linaje pudiera tener esos deseos por algo tan bajo como un humano.

   Pero no era eso lo que le molestaba.

   Había algo más que le carcomía las entrañas, un pequeño detalle que cambiaba por completo el rumbo de los hechos, un oscuro designio al que ni siquiera ella podía negarse.

   La joven debía morir.

   Ella era la siguiente en su implacable lista de víctimas.

   La Muerte sintió por primera vez la miseria y frustración de no poder concretar su trabajo.

   La impotencia la abrumó. Petrificada por no verse libre de cumplir con el trámite habitual, se batió en duelo singular con sus propios deberes. Y el deseo inextinguible que inundaba su interior pegó el golpe de gracia.

   Meditó largamente formas de evitar el final impostergable.

   Buscó en su milenaria experiencia algún hecho siquiera comparable con la encrucijada que lograba conmover a tan despiadado ser, que conseguía estremecerla hasta el infinito. Justo a ella, la mismísima Muerte, dueña y señora del sufrimiento, el dolor y la pena.

   Pensó en salidas elegantes, en planes disparatados, en ideas revolucionarias. 

   Pero nada calmó sus ansias.

   Estaba quebrada entre dos designios irreconciliables: su deber y su deseo. No había negociación ni plan salvador posible. Ella debía morir, y tenía que ser por sus propias manos.

   Pensar que una simple y trágica caricia suya alcanzaba para poner fin a tan confuso sentimiento.

   Podía ser en cualquier momento y de cualquier manera. Podía ser ese automovilista presuroso y neurótico que avanzaba en loca carrera por la avenida. O ese balcón escuálido de mampostería. O esa pequeña falla cardiaca congénita que de vez en cuando se hacía recordar en el grácil cuerpo de la muchacha.

   Y se reconfortó con la idea de darle una muerte placentera, un sueño permanente, un dulce letargo.

   También pensó en retrasar el designio, en darle unos minutos más de dulce existencia, de plena felicidad, de luminosa presencia. Ese sería su regalo para ella.

   Pero no. Nada atenuaba su dolor, su tristeza, su lástima.

   Solía guardar al menos un recuerdo de algunas de sus víctimas, de aquellas que llamaran remotamente su atención, al menos un  pequeño detalle que volviera algo más entretenida su misión milenaria, la que con el paso de los años había dejado incontables seres recolectados en su haber.

   Eso era lo único que evitaba que se aburriera de tanta matanza indiscriminada, de tantas criaturas similares que sucumbían bajo su fatal caricia. Eran las diferencias que ella misma marcaba y archivaba en sus recuerdos lo único que convertía a algunas de esas criaturas homogéneas en algo más que un número en su lista de deberes cumplidos.

   Pero sintió en sus viejos huesos que si cumplía con la presente misión, no olvidaría uno solo de los rasgos de la joven, que los conservaría en su interior recordándolos en todo momento, atormentándola para toda la eternidad.

   Y la muerte sabía de eternidad.

   Pero irrumpiendo en sus acongojados pensamientos, como un relámpago fatal y trágico, le llegó la respuesta a su inmensa incógnita. Comprendió que, como todo ser que recibe el castigo por sus pecados, su propia condena era este inexplicable sentimiento que la acechaba.

   Entendió que en el complejo plan del universo, ni siquiera la muerte estaba exenta de recibir castigo por sus errores. Y entre dientes maldijo al Supremo.

   Mientras tanto, la joven la seguía deslumbrando con su frescura, su soltura, su libertad.

   Creyó que era la gracia con la que se desplazaba, su ausencia de temor ante tantos peligros latentes, su dulce expresión al contemplar el milagro de la existencia.

   Pero no. No era eso lo que le atraía.

   Buscó una explicación que la dejara satisfecha, que apartara tal confusión de sus pensamientos, que la devolviera a su implacable rutina.

   Pero sólo encontró una. Y lo comprendió todo.

   La Muerte lloró amargamente porque al fin entendió que se había enamorado de la Vida que irradiaba esa joven.

   Se dio cuenta de que eso era algo que nunca podrían compartir, que nunca tendrían en común, que jamás los uniría.

   Aceptó horrorizada que ese amor era imposible.

   Supo en ese preciso instante lo que debía hacer.

   Resignada, miró por última vez a la muchacha.

   Y volvió al trabajo.

 
                                                                                                  Alejandro Lamela.-

*Este cuento fue galardonado con el 1º Premio en el Certamen Nacional de Narrativa 2005 de ediciones Telmo, haciéndose por el mismo acreedor al derecho de publicación del libro "A las puertas del anochecer, cuentos fúnebres".-


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