CAMINO AL MATADERO

  


   Mientras el limpiaparabrisas libraba una incansable e inútil batalla contra el agua que bañaba persistentemente el auto en su andar por la ruta, él permanecía absorto en la contemplación de todo cuanto se cruzaba en su trayecto.
   No eran muchas las oportunidades en las cuales podía viajar con su padre a solas, y disfrutar de las charlas que iban surgiendo de la nada, las cuales le permitían seguir absorbiendo nuevos conocimientos y sensaciones. Por ello trataba de aprovechar y disfrutar de esas travesías al máximo.
   Inmerso en su regocijo y satisfacción, tomaba nota mental de cada pequeña cosa contemplada en el camino, cada nueva imagen, cada insignificante cambio del paisaje. Sus ojos de niño inocente y observador, viajaban de una cosa a otra, disparando mil y un pensamientos novedosos. Un verdadero goce de los sentidos, aún a pesar de mal clima.
   En todo ello distraía su imaginación, hasta que el automóvil comenzó a bajar su velocidad. El muchacho miró hacia el frente y notó que se aproximaban a un camión de transporte de ganado.
   En ese momento su mirada, hasta entonces divertida y despreocupada, comenzó a cambiar.
   A medida que se acercaban a la parte trasera del camión, y la velocidad del auto continuaba disminuyendo, el joven comenzó a distinguir las grandes osamentas del ganado que llevaba en su acoplado.  
   Había al menos veinte vacas en él, y no pudo evitar la fascinación de las diferencias entre ellas: las había negras, moteadas, con marchar irregulares, otras bastante geométricas, y algunas casi blancas en su totalidad.
   Pero lo que más llamó su atención fue la completa y absoluta calma que reinaba en todas ellas. Amontonadas, aprisionadas, zarandeándose constantemente a bordo de un vehículo en movimiento, resbalando en sus propios excrementos, con una lluvia torrencial que las empapaba, ellas permanecían impasibles.
   Era admirable.
   Y lo que producía aún más extrañeza en el joven era verlas tan tranquilas sabiendo hacia dónde se dirigían.
   Sí, era sólo un niño, pero sabía perfectamente adónde se dirigía ese camión y su desventurada carga.
   Al matadero.
   No pudo evitar sentir una enorme congoja invadiendo su pecho. Sabía, por una charla anterior que había tenido con su padre en otro viaje, que por esa misma ruta se llegaba al gran matadero que se hallaba en las afueras de la ciudad. Pero por fortuna hasta ese momento, nunca se habían cruzado con uno de esos camiones que debían cubrir el lúgubre trayecto hacia su destino final.
   A partir de entonces, ya no pudo enfocar su atención en otra cosa que no fueran esas pobres desdichadas.
   Mientras el automóvil se pegaba aún más a la cola del camión, y su padre comenzaba a impacientarse e insultar al aire por la imposibilidad de rebasarlo, él sólo podía meditar en el viaje de esas pobres vacas.
   Tenía una idea muy elemental sobre lo que les esperaba. Sabía que toda la vida de esos seres había tenido desde su mismo comienzo la finalidad que se les aproximaba inexorablemente. Sabía de la cuidadosa preparación que habían recibido durante toda su existencia para ir a parar a ese tenebroso lugar al que se dirigían, en el cual una atroz maquinaria pondría sangrientamente fin a sus vidas en pocos segundos de un horrible sufrimiento.
   Y al verlas parecían tan desesperantemente ausentes del conocimiento de aquello que les esperaba. Simplemente allí estaban, de pie, amontonadas, golpeándose entre ellas cada vez que el camión hacia un movimiento brusco producto de la resbaladiza calzada, mugiendo tristemente.
   Esperando lo inevitable.
   Le asombraba la tranquilidad con la que iban directamente hacia su aniquilación.
   Comenzó a preguntarse por qué no se rebelaban, por qué no evitaron subir al camión, por qué no huían ante la menor oportunidad, si eran tantas, tan robustas, tan fuertes.
   Pero no halló respuesta alguna. Sólo unos cuantos pares de ojos grandes, negros, suplicantes, resignados.
   Un nuevo insulto de su padre, esta vez en un tono más alto, lo sacó por un segundo de su meditación. Seguía enfrascado en su intento de rebasar al camión, fracasando una y otra vez.
   El muchacho no lo comprendía. No entendía cómo su padre, al que tanto admiraba por su bondad y calidez, podía ser tan indiferente ante aquellos seres que recorrían el último trayecto de sus vidas. Cómo podía afrontarlo con tanta naturalidad, sin recalar ni por un segundo en el supremo sacrificio que aquellas criaturas hacían en pos de la raza humana.
   ¡Cuanta verdadera nobleza tan tristemente ignorada!
   Pero luego pensó un segundo en sí mismo, y se sintió culpable. Él tampoco estaba exento de responsabilidad, él también había comido carne miles de veces, había repetido cotidianamente el acto por el cual esas infortunadas vacas debían dar sus vidas.
   La tristeza lo invadió. Y el contemplar esos ojos serenos que parecían observarlo desde el camión sin recriminarle nada, sin objetar nada sobre su forma de vida, sobre sus crímenes, lo hizo sentir aún peor.
   Trató de desviar sus pensamientos mirando hacia los campos. A los costados de la ruta el agua comenzaba a juntarse formando grandes charcos entre los sembradíos y pastizales. La tierra recibía la bendición del agua y la retransmitía a otros seres en un ciclo naturalmente perfecto.
   Y al ver aquél espectáculo se preguntó si para aquellas vacas esa visión sublime de la naturaleza sería como contemplar el paraíso. Al ver algunas otras vacas sueltas en los campos pastando, sintió que ellas estaban tan sólo un paso más atrás en el triste destino de aquellas del acoplado.
   El auto se sacudió bruscamente hacia el costado y de inmediato retomó su posición anterior, luego de una nueva maniobra frustrada de su padre por poder sobrepasar al camión.
   Volvió su mirada sobre el vehículo que tenían delante.
   Era difícil no pensar en la ingratitud del Hombre.
   Sabía que aquellos animales daban todo de sí en post del bienestar y la comodidad de su verdugo. Su leche, su cuero, su carne. Su vida.
   Y el Hombre sólo los alimentaba, hacía transcurrir sus vidas velozmente, acelerando su crecimiento, llenando su organismo de químicos, matando al poco tiempo de haber nacido a sus terneros, destrozando su cuerpo y profanando sus restos hasta reducirlos a mercadería de consumo.
   No era justo. Y sin embargo, allí estaban ellas: tan pacientes, sin quejas, sin reclamos, sin culpas.
   Su calma lo volvía loco de impotencia.
   Pero no encontraba en ellas más consuelo que la contemplación de sus enormes y tranquilos ojos.
   Y mientras el auto de su padre finalmente comenzó a rebasar al camión, los ojos tristes e inocentes del niño intentaron una silenciosa despedida de aquellos otros ojos, grandes y piadosos, que segundos después veían al automóvil colisionar brutalmente de frente contra otro y deshacerse en  hierros retorcidos, mientras se preguntaban: “¿Adónde irán los humanos siempre tan apurados?”.

                                                                     ALEJANDRO LAMELA.-

 

*Este cuento fue galardonado con el 1º Premio en el III CERTAMEN NACIONAL DE NARRATIVA “JÓVENES ESCRITORES” DE EDICIONES MIS ESCRITOS 2011, haciéndose por el mismo acreedor al derecho de publicación del libro "Bajo los Abismos de la Locura, cuentos fúnebres".-

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