NO HAY DIOS


Lo he buscado en todas partes. Aún lo hago. Hay una necesidad existencial que me lleva a desear, con todo mi ser, confirmar su existencia. Es que así debe ser, así se supone que sea ¡No puedo estar solo! Se presume que todo aquello que nos rodea, aquello que puede verse, tocarse y sentirse, en ello está Él personificado. Bueno, no es suficiente para mí...

   Sé que no debería cuestionarlo, ni a su “diseño perfecto”, ni su santo silencio. Sé que ese no es el papel que me corresponde. Aún así no puedo dejar de sentir que el eje mismo de lo que soy, gira alrededor de Él, de lo que necesita de mí, de lo que yo debo hacer por Él.

   Lo he buscado en sus lugares sagrados en todo el mundo, en eso sitios donde tantos otros han dado testimonio vivo y espiritual de haber percibido su figura. Pero aún allí no ha habido ni explicación ni satisfacción alguna a mis demandas.

   He intentado hacer mi búsqueda más específica, y en mi afán estuve en sus templos, en sus iglesias, sinagogas, mezquitas y demás lugares sacros de reunión para aquellos que sí sienten haberlo encontrado, que interpretan haber hallado la respuesta a sus plegarias, un refugio en el que compartir su fe. ¡Cómo envidio a los malditos!

   Si sólo se me permitiera a mí estar satisfecho con su simple ignorancia; contentarme con esos cánticos, oraciones traspasadas de generación en generación. Y en muchos de esos sitios, esas imágenes inertes que me miran con ojos piadosos, siguen vacías para mí. Nada de eso responde a mis cuestionamientos. Son sólo un acuerdo tácito de dar fe ciega sobre algo que nadie puede probar. Es patético. Pero aún así se ven felices, y los odio por ello...

   He ido al encuentro de sus profetas, predicadores y discípulos, de sus hermosas palabras y sus rimbombantes discursos, sólo para llenar de decepción el enorme hueco que hay en mí. Farsantes. Si en algún sitio alguien tiene las respuestas, no son ellos.

   He investigado sobre Él en cada libro escrito para atestiguar sobre su presencia: la sagrada Biblia, el santo Corán, la venerable Torá, y tantos otros antiquísimos textos en los que se explica que la fe no requiere de pruebas, de evidencia, ni de explicaciones, solamente una creencia en aquello que “es porque debe ser”.

   ¿Acaso no es mi propia existencia una comprobación de la suya?. Tal vez, pero es la duda, esa inmunda inquietud que taladra las almas y los espíritus lo que me está volviendo loco. Y esos escritos sólo son manuales de instrucciones para iniciados, para justificar sus propios defectos y avaricias, sus horrores y sus guerras, sus pecados e injusticias.

   Es que también he ido en su búsqueda en los campos de batalla, en los cuales quizás se siente más que nunca esta misma necesidad que yo siento de que Él me explique ciertas cosas, saber el porqué de tantos sinsentidos.

   Y quizás el único bálsamo a mi indefensión es notarme hermanado con aquellos pobres infortunados que piden a gritos, con su cuerpo destrozado, sangrantes y entre agonías, exigiendo a través de las ahogadas palabras que atraviesan sus gargantas por última vez, poder ir al encuentro de Aquél que pondrá fin a todos sus dolores. Y los he visto irse, sin más respuestas en el aire que el eco de sus propios desgarradores gritos perdiéndose en la nada misma de la muerte.

   También en los sitios de curación he tenido esperanzas de encontrarle. ¿Dónde acaso puede hacerse más evidente su indiferencia que en una fría y tenebrosa sala de hospital, en la que otros patéticos seres tratan de imitar su omnipotencia y salvar de las garras de la muerte a esos desvalidos? Si la muerte es también Dios, sólo que con ropas fúnebres...

   Y se van, los moribundos se van al abismo de la inexistencia por decenas, miles, millones y nada ni nadie acude en su encuentro para consolarlos, para decirles que todos los sacrificios de su vida bien valieron la pena. Ellos se van, y ya nunca regresan.

   He rezado y orado en todas las lenguas posibles con la ilusión de que tal vez, como un encantamiento mágico, al dar con la adecuada las puertas de su reino se abran para mí y poder contemplarle en su gloria y magnificencia. Pero nada se materializó ante mi presencia al expresarme en esos idiomas, dialectos, códigos y jergas.

   Sólo sé que miles de millones de seres humanos suplican diariamente en la privacidad de sus hogares y de sus corazones por su ayuda, su consejo, su presencia. Y únicamente obtienen el ingrato pago de su indiferencia, tal vez el mayor síntoma de desprecio.

   ¿Por qué? ¿Por qué ignorar a su mejor creación? ¿Por qué dar la espalda a aquellos a quienes supuestamente hizo a su imagen y semejanza? ¿Sólo porque lo alaban como autómatas?  ¿Porque disfruta viendo sus patéticos sacrificios truncados ante su gloriosa pasividad? ¿Acaso las plantas y animales, los arroyos y las rocas, también claman por Él? 

   No hay respuestas. Esa es la única y absoluta verdad. Lo que me hace preguntar: ¿Cómo justificar mi existencia si no puedo probar la suya? ¿Para qué diablos estoy aquí?

   Creo que el hecho de deber amarle tanto, hace que le odie. Veo que sus propias contradicciones se trasladan a todos. Tal vez no seamos tan diferentes y Él también necesite alguien en quien creer. Pero es demasiado perfecto para admitirlo, por eso se esconde.

   ¡Cobarde! Lo grito con lágrimas y rabia, si temor de su reprimenda, porque aún su peor ira significaría la salvación de borrar la duda acerca de su existencia.

   He gritado por Él, he recorrido el mundo por Él, he desgarrado mi ser y mi razón por Él; me he humillado en la búsqueda de un pequeño y mísero gesto que confirme su presencia. Pero ¿por qué habría de contestarme, si soy sólo uno más entre tantos?

   Y lo daría todo, absolutamente todo, porque Él se apiadara de mi dolor, de mi soledad, de mi tristeza y simplemente me preguntara con ternura, tan sólo una vez siquiera: -“¿Por qué lloras, Lucifer?”.

                                                                  ALEJANDRO LAMELA.-

*ESTE CUENTO FUE GALARDONADO CON EL 1º PREMIO DEL CERTAMEN NACIONAL DE JOVENES ESCRITORES 2012 DE EDICIONES "MIS ESCRITOS".-

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