CARNE




“Deberías temer, miserable, no al fuego eterno
sino a lo que más odias en la vigilia”.
(“Triste le ville”, Abelardo Castillo).

   Sé que están allí fuera. Lo sé. Tratando de encontrarme, de recuperar el rastro. Buscándome para satisfacer sus feroces ansias. Intentando seguir con la carnicería. Eso es lo que está pasando allí fuera: ¡Una maldita carnicería!
   No tengo idea de dónde me encuentro. La huída fue muy rápida, caótica, desesperada. Pero los tenía encima, podía oír sus bestiales gruñidos sobre mí. Al menos logré escabullirme, de milagro. Ya me tenían. Estaba perdido. Escapé por mera casualidad.
   En estas últimas horas a eso se resume todo: a la casualidad sobre quién será el siguiente en caer en sus garras. Y a la imperiosa necesidad de escapar; y seguir escapando.
   Ya perdí la cuenta de cuántas veces los tuve sobre mí desde que esta pesadilla comenzó. Pero aún estoy con vida,  y eso es todo lo que cuenta.
   ¡Malditos monstruos!
   Me siento mareado, confuso, al borde del desfallecimiento. Percibo un dolor agudo en mi espalda, justo por debajo de mi hombro; seguramente un rasguño con el alambre de la cerca a través de la cual pasé en desenfrenada carrera un segundo antes de que se me echaran encima.
   Escucho cómo la sangre golpea detrás de mis oídos, cómo mi corazón late al límite de sus posibilidades. Es lo que siente una presa cuando está siendo cazada. Eso es en lo que se convirtió la especie humana ahora: la presa más buscada.
   Estoy completamente agotado, intentando recuperar el aliento en la penumbra de este sitio extraño. No sé con precisión dónde me encuentro, ni que haré a continuación. Todo cambió. Nada es ni volverá a ser igual. Simplemente nada será.
   Aún no logro razonar eso. La desesperación es demasiado grande.
   Mi ocasional compañero de refugio no parece estar mucho mejor que yo. Apenas es un muchacho. No tiene más de dieciséis años, tiembla como una hoja, sin dejar de mirar hacia la puerta del sótano en el que estamos. Forzando sus ojos para tratar de atisbar algo entre la oscuridad casi absoluta de este lugar. Temiendo a lo que hay del otro lado.
   Pobre de él...
   Pobre de nosotros.
   Todo fue muy de repente. Uno siempre ha sabido que nuestra omnisciente Ciencia nos llevaría a algo como esto. Que era cuestión de tiempo para que uno de esos tantos heréticos callejones sin salida a los que llegan los científicos, desquiciados en su búsqueda de ser Dios, se descarrilaría y terminaría en una tragedia.
   Y así fue. Pero mucho peor que nuestras más horrendas pesadillas.
   Ese virus, esa bacteria, ese bacilo, o lo que sea de lo que se trate esta condenada plaga, nunca debió generarse en la mente de esos supuestos sabios, nunca debió ser pensado como el camino a la solución de los males que aquejan a la humanidad. Esos males provienen de la naturaleza, de Dios; es una locura pensar que los hombres pudieran manejarlo.
   Y no pudieron
   Esa aberración nunca debió ser fomentada por los gobiernos. Nunca debió ser aceptada por la religiones como un designio del Creador. Nunca debió ser acogida con bienaventuranza por los pueblos. Nunca debió salir de los límites de los laboratorios...
   Se escucha una fuerte explosión no muy lejos, allí fuera. Mi compañero se sobresalta y estalla en llanto. Es de esperarse, tan sólo es un niño. Pero aún así siento que lo que menos necesito en este momento es escuchar sus sollozos, percibir sus lágrimas, sentir su miedo. Me molesta. Tanto como me molesta esta herida en la espalda, la cual no alcanzo a ver pero siento a cada minuto con mayor intensidad.
   Necesito claridad, y lo que menos puedo conseguir en este momento es calmar mi mente y pensar en cómo rayos salir de aquí. Con vida.
   La mente humana es un verdadero enigma. Siempre tratando de tener todo bajo control. Ellos también lo creyeron así. Trataron de encubrir todo. No pudieron. Luego trataron de que pareciera una simple falla, nada por lo que preocuparse. No fue así. Por último, trataron de prepararnos para enfrentar este Apocalipsis. De nada sirvió.
   Y ahora, ya nada hacen por nosotros.
   Están todos muertos.
   Todos creímos que sabíamos lo que estaba ocurriendo. Que uno de esos temores que el cine, la televisión y los autores de novelas fantásticas siempre creaban para entretenernos y asustarnos, había tomado forma de algo real.
   Pero fue mucho peor de lo que imaginábamos.
   Pensamos que pasarían meses, semanas, días al menos, hasta que tuviéramos verdadero contacto con alguno de esos infectados, con aquellas primeras víctimas del gran error humano.
   Pero no fue así.
   Simplemente fue cuestión de horas.
   Nadie estaba listo para esto, nadie tenía verdadera conciencia de lo cerca que estábamos de esta hecatombe, y de lo poco que hacíamos para prepararnos. Sólo surgió por TV, en algún que otro noticiario amarillista; luego lo siguieron las cadenas serias; finalmente era de lo único que se hablaba en todos lados.
   No logramos hacer nada. Tan sólo salir a las calles en busca de una explicación, y lo único que encontramos fue la crudeza de enfrentarnos con la perversa y maléfica verdad.
   La extinción nos aguardaba.
   Se escuchan gritos, bastante cercanos, demasiado. Los dos miramos con frenética obsesión hacia arriba, hacia la puerta de madera del sótano, única barrera entre ellos y nosotros.
   El muchacho comienza a rezar. Siento que es inútil, y ridículo. Si Dios no creyera que era hora de borrar de la faz de la tierra a su obra maestra, no hubiera permitido que nosotros, sus hijos predilectos, tomáramos al ser que él creó a su imagen y semejanza y lo transformáramos en la monstruosidad que acecha allí afuera.
   Siento ganas de gritarle, de decirle que deje de implorar por la salvación. Que ésta no va a llegar de los cielos. Que si no tratamos de escapar por nosotros mismos, nadie nos ayudará. ¡Que debe reaccionar!
   Tengo que calmarme. El muchacho no tiene la culpa. Si todo esto es demasiado para mí, cómo no lo sería para él. Soy el adulto y por lo tanto es mi responsabilidad mantenernos a ambos tranquilos, enfocados. Si al menos la herida de mi espalda dejara de sangrar; creo que es más profunda de lo que pensaba.
   Yo soy el adulto. Pienso en qué habrá sido de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, de todos mis conocidos. Sólo llegué a cruzar unas palabras con mi madre por teléfono, mientras aún funcionaban. Ella trató de calmarme; típico de toda madre. Me dijo que otras cosas terribles habían sucedido en el pasado y que siempre el hombre se había sobrepuesto.
   Pero no esto.
   Lo sé.
   Nadie estaba listo para convertirse de la noche a la mañana, en simple cuestión de horas, en la presa de esas criaturas.
   Somos su único objetivo.
   Nos persiguen, nos cazan, nos atrapan.
   Y nos devoran.
   Hasta que, reducidos a una masa casi informe de vísceras colgantes y carne mutilada, nos convertimos en uno más de ellos. Y salimos a la caza de otros.
   Pueden ponerle el nombre que quieran. Pueden recurrir a la ciencia ficción, a la mitología, al imaginario popular o a las estúpidas películas de terror. Pero eso que hay allí fuera supera todo lo imaginado. Y no tenemos la menor idea de cómo detenerlo.
   Se escuchan ruidos en el piso que tenemos sobre nuestra cabeza. Pies que se arrastran torpemente; mandíbulas ensangrentadas de las que se escapan roncos gruñidos; cuerpos sin vida que buscan frenéticamente alimento.
   Están en la casa.
   Sé que son ellos. Mi compañero también lo sabe. Hunde su cabeza entre sus brazos, se acurruca contra la sucia pared cubierta de musgo del sótano, y trata de imaginar que nada de esto es real. Y entre espasmos incontrolables, se orina en sus pantalones.
   ¡Es repugnante! Con todos esos engendros fuera, con el mundo lanzando su último estertor de vida, con un terror insoportable ahogándome la garganta, y yo aquí con este imbécil pusilánime que reacciona como un bebé ante las primeras sombras que percibe lejos del seno materno. Tengo deseos de cachetear su rostro, de zarandearlo para que reaccione, de exigirle que se convierta en un hombre, de que deje de irritarme con sus estúpidas niñerías...
   ¡Y encima estas malditas punzadas de dolor en mi espalda que no dejan de flagelarme!
   Tengo que pensar... tengo que razonar... buscar una salida.
   Todo se fue al demonio. No hay lugar en el mundo en el que esto no se haya propagado. Fue peor, mucho peor de lo que pensábamos. Nada detiene a estas cosas. Ni acribillándolas a balazos, ni decapitándolas, ni lanzándolas a las llamas. Aunque quede de ellos una mínima parte, un brazo, una pierna, un torso, la mitad de un rostro, ellos siguen viniendo por nosotros. Somos su único objetivo. El hambre de nuestra carne es lo único que los motiva.
   ¡Y además son inteligentes!
   Los primeros buscaron los lugares más populosos para alimentarse: las plazas, los centros comerciales, los restaurantes. Hacia allí se dirigieron, y lo hicieron sin claudicar. Nos tomaron a todos desprevenidos. Los que reaccionamos de inmediato al menos pudimos huir. El resto, quedó atrás, siendo comida de esas aberraciones.
   Son rápidos, corrieron enfurecidos por las calles. Los acorralaron, los persiguieron, los masacraron. Los mordieron, los desgarraron, trituraron sus miembros, lamieron el tuétano de sus huesos bañados en sangre. Hombres jóvenes, mujeres, ancianos, niños...
   ¡Los desgraciados no perdonaron a nadie!
   Y así, los que pudimos escapar buscamos refugio en las afueras de la ciudad. Pero de nada sirvió. Las calles eran un descontrol, había accidentes por doquier, autos abandonados en el medio de las avenidas, gente corriendo, gritando, implorando ayuda. El fuego, el humo y las explosiones se veían surgir de todas las direcciones.
   No había adónde huir.
   Estaban por todos lados.
   Golpean la puerta. Descubrieron nuestro escondite. Esto se terminó.
   Decenas de manos rasgan la madera que cubre la entrada al sótano. Más y más voces guturales se escuchan allí fuera. Gemidos, atroces rugidos de algo que no es ni humano ni animal. Algo que no es de este mundo. El resultado de nuestros pecados, de nuestra soberbia, de nuestra ambición desmedida.
   El muchacho finalmente estalla en gritos. Gimotea, pide por su madre, por una ayuda que no llegará. Grita. Grita una y otra vez.
   ¡Acaso no entiende que nadie lo escuchará!
   Siento unos irrefrenables deseos de hacerlo callar de una maldita vez, de tomar su cabeza entre mis manos y golpear su cráneo contra la pared hasta verlo partirse en mil pedazos y hundir mis manos en sus sesos, de ver la oscura sangre de sus arterias salpicar todo cuanto haya a su alrededor, de separar cada extremidad de su cuerpo y lanzarla lejos de mi.
   ¡Ya no soporto esto! ¡No soporto a esos monstruos allí fuera! ¡No soporto este dolor tremendo que desgarra mi espalda y no me deja pensar! ¡No soporto este bestial estallido en mi interior! ¡No soporto estas ansias de destruir todo!
   Pero nada de eso importa.
   Porque ellos ya están aquí.
   Rompieron la puerta y entraron como una gran ola de pestilente putrefacción. Porque los gritos desesperados de mi compañero ya no producen nada en mí. Porque recién ahora me doy cuenta que la herida de mi espalda no fue un rasguño con el alambre de la cerca. Porque cuando creí haber escapado indemne de ellos antes, no fue así. Porque ninguna de las criaturas que entra al sótano es la primera en atacar al muchacho.
   Porque soy yo el que muerde su cuello, el que con los dientes desgarra ferozmente tendones, músculos y venas, el que siente con agrado fluir su sangre, el que tritura sus huesos, el que saborea sus vísceras, el que deja de pensar en cualquier cosa más que en la carne...
   En la Carne...
   Carne...
                                                                             ALEJANDRO LAMELA.-

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