A las Puertas del Anochecer: “Sangre del venado herido: solo eso me verás beber"






            Estrella de cinco puntas. Invocación a los espíritus más subterráneos del inframundo. Dicen que, para llamarlo, o mejor dicho, para que acuda indefectiblemente a nuestro llamado, hay que depositar un corazón palpitante, recién arrancado, sobre cada una de las puntas, mientras se recita un pasaje encriptado de la cábala, aquel que maldice en arameo el nombre secreto de dios.
O, en el caso del libro que recopila estos cinco cuentos, conjurado con el nombre de “A las puertas del anochecer”, más bien desmigajar un corazón en cinco partes, prenderlo fuego, drogarse con el incienso dulzón que se levanta de sus cenizas.
Corría un rumor, en el siglo XIX, entre los contemporáneos del violinista Niccolo Paganini. Decían que el genio compositivo y la destreza del músico eran consecuencias de una misma causa: le había vendido el alma al Adversario (eso es lo que significa la palabra Satán, en hebreo)
¿Le habrá vendido Alejandro Lamela, autor de este libro que subyace rasgando las paredes de la cripta de tinta y papel bajo el subtítulo “cuentos fúnebres”, su alma al diablo, para obtener semejante resultado? Habrá que desarmar el pentágono carbonizado con forma de libro  y atravesar de lado a lado la experiencia de la lectura para averiguarlo.


De cuerpo presente

            En “El cuerpo”, Alejandro arranca pisando quinta. Aunque el acelerador de partículas esté escondido. Y el bólido que arranca chispas al pavimento esté camuflado como una habitación fúnebre.
Una habitación en la cual literalmente se vela a un difunto y el tiempo parece pasar como a través de relojes de arena milenarios o cantidades astronómicas de manteca rancia, como suele ocurrir en esas situaciones.
Y en el medio del absurdo trágico que resulta ser la muerte, un niño carga con la culpa de no poder llorar al occiso. Distraídos con las reflexiones del joven, los lectores no somos conscientes de que el acelerador se ha puesto en marcha y de que el relato, progresivamente, nos recorre la piel. Sin que podamos evitarlo, se nos van erizando los pelos. Lentamente. Muy lentamente.


Oremos a la diosa Nyx

            Según los mitos griegos, la Noche es una de las diosas más antiguas. El poeta Hesíodo asegura, en su Teogonía, que Nyx fue madre de Destino, Desesperación, Muerte, Sueño, Delirio, Destrucción y Deseo (algo que el otro poeta, Neil Gaiman, a comprendido a la perfección), entre otros.
 No es moco de pavo ser “hijo de la noche”, entonces, aunque sea metafóricamente. En “Carpe noctem”, enigmática inversión de la famosa sentencia latina (“aprovecha el día”) que recuerda vagamente a los misterios iniciáticos de Orfeo y de Mitra, dos nosferatus de colmillos afilados recorren la antigua región de Jerusalén (las tierras que ahora reciben el nombre de Palestina) con intenciones igual de oscuras y sombrías que ellos
¿Qué ocurrirá cuándo lleguen a un campo atigrado por cruces de madera, podridas y manchadas con el elixir rojo que es la delicia de estos seres?


“El que atrasa los relojes”

El poder que conlleva el manejo del tiempo de los otros y el precio que se debe pagar por hacerse con ese poder. Esa es una de las cuestiones capitales que pulsan desde las entrañas del cuento “La hora señalada”.            El viejo Falkner, el mejor relojero del mundo, un ermitaño de las regiones de Paoland. Hombre de pocas palabras, carente de amigo y otras ocupaciones, su vida entera se va en el oficio de reparar los relojes, transmitido de generación en generación. Hasta que un día un misterioso visitante invade la privacidad hermética de su hogar para hacerlo chocar contra la más cruda realidad y enseñarle que el poder que emana como esencias destiladas de azufre de sus habilidades de reparador de relojes tiene un precio que habrá que pagar, ya que nada es gratis en este supermercado de dios que llamamos “vida”.
Relato envuelto en una bellísima aura mística que deja en lo más profundo del paladar, al fluir, tintes del sabor de “El relojero de Fausto”, del A.B.C. de nuestra literatura.


El placer más preciado de todos

Hay quienes creen que el mayor hedonismo posible consiste en los avatares del sexo, en las desventuras culinarias, recrear la realidad a través del arte. Es claro que esas personas jamás han sufrido una sola noche de insomnio.
 Si no, entenderían que el placer máximo de la humanidad es muy otro, que pasa por otro lado la cosa. Ya que, como mencionara el Sócrates platónico del Fedón, no es posible experimentar el placer si antes no se ha padecido a su gemelo malvado, el dolor, y viceversa (el ying-yang de las emociones humanas).
En “El insomne”, Alejandro retrata con pluma elegante, cercando con dardos y flechas esa gran Verdad de la realidad externa, que siempre se nos está escapando por un pelo a los seres humanos, el sufrimiento extremo de un hombre que lleva meses sin poder dormir, debido a la preocupación constante e inevitable por la salud de su bebé. Algo que, seguramente, le habrá pasado a más de 4
¿Y cómo no volverse loco, cuando se camina tambaleante por los frágiles andariveles que separan los dos mundos, sueño y vigilia, locura y cordura? ¿Quién sabe qué decisiones, que acciones semi-voluntarias podría ejercer una persona en estas condiciones, más ganado por la sombra que se esconde en el inconsciente que por la luz que habita el día?


“Hay muchos bueyes y pocos toros… y ahí vas jugando, borracho samurai”

Cierra la estrella de 5 puntas el cuento “Toro viejo” que, contrario a lo que su título sugiere, no se trata de un relato referente al mundo del vino y sus aventuras, si no al repugnante y carente absoluto de sentido del universo de la tauromaquia. Crónica despiadada, que te hace lagrimear como si te hubiesen tirado gas pimienta en los ojos, de los instantes finales de un toro anciano, empujado hasta los umbrales de la muerte por Xisco, “el mataor” de turno. Quienes deploramos y despreciamos este “arte”, tan venerado por los hermanos españoles, pedimos (como mínimo) justicia poética ante tan deleznables actos
¿Nos habrá escuchado, acaso, el dios de la literatura? ¿Habrá canalizado, tal vez, una respuesta codificada y encriptada, a través de la virtud con la pluma de Alejandro Lamela? Como tantas otras veces en la vida, habrá que leer para enterarse. 


Facundo Martín Desimone

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