CULTIVANDO EN CHERNOBYL



Para Bárbara, con cariño.-

   Al doblar sus rodillas, sentía crujir levemente los huesos. Cuando se inclinaba sobre la tierra, su cintura le recordaba los años de duro trabajo transcurridos. Cada vez que sus manos aferraban una mata de pasto rebelde, sus dedos le avisaban que no podrían seguir haciéndolo por mucho más tiempo. El tiempo parecía detenido en su pequeña finca, pero sólo en apariencia.
   Esa tierra dura, áspera, semi congelada en ocasiones, daba la impresión de no sentir ninguna empatía por ella y su marchito cuerpo de campesina. Pero ahí estaba, día tras día, labrando su huerta, afanándose por lograr que la vida surgiera en lo que debería ser un páramo desierto. Debería… pero no lo era.
   - Estas hierbas rebeldes son lo más molesto que conocí en la vida… No, no más molesto que tu perpetuo mal humor, antes de que te justifiques sin sentido- dijo, sin apartar sus ojos del suelo.
   El viento frío acariciando gélidamente su rostro cuajado de arrugas fue lo único que obtuvo por respuesta. Hizo una mueca. De complicidad, de desagrado… nadie podría decirlo. Quizás ambas. Una más que otra, alternando según el día.
   - El clima – reflexionó con un fuerte acento, mezclado con un tono resignado- es lo único que no ha cambiado. Decían que todo iba a cambiar… “¡Vete Varvara, vete de esta tierra, todo se perdió, ya no hay nada aquí, nada vivo, nada por lo que quedarse…!” Pfs, ¡estúpidos! creían saber más de mí que yo misma… si me hubieran conocido realmente jamás me hubieran dicho esas tonterías -retumbó su voz en las cercanías del huerto, rebotando en las marchitas paredes de su humilde casa que llevaba décadas sin beber una gota de pintura.
   Observándola lánguidamente, algunos pájaros solitarios posados sobre el desvencijado tejado parecían avalar sus argumentos.
   - Esta es mi tierra, mi lugar en el mundo, mi alma está enterrada en este suelo -se quejó en voz alta-. No puedo llevarme mi tierra conmigo… Ni quiero.
   Se enderezó con gesto rígido. La cintura le recordó que era algo siempre difícil. Miró a lo lejos, se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando sin protección alguna sus cabellos blancos, tan blancos como la nieve que llegaba y cubría todo en cada invierno. La nieve tampoco había cambiado. Quizás cayera radioactiva, pero no había matado sus cosechas, a diferencia de lo que todos los que se fueron decían que sucedería tarde o temprano. Y, sobre todo, no la había matado a ella, (otra profecía precoz, y también incumplida).
   - A veces pienso que lo único más duro que zapar esta tierra era quitarte una idea de la cabeza. No te fuiste el día que pasó el desastre, no te fuiste cuando los militares quisieron persuadirte a punta de rifle, y no te fuiste cuando nos quedamos solos -rememoró con una extraña mezcla de orgullo y reproche-. Siempre dijiste que aquí naciste y aquí te morirías. Siempre fuiste un hombre de palabra…
   Con un enojo poco disimulado, tiró su pequeña pala contra el suelo, entre sus hortalizas y el improvisado canal de riego. Caminó lento y dando tumbos, bamboleando el peso de su cuerpo entre una pierna y la otra, hundiendo en la tierra sus zapatos remendados cientos de veces, su espíritu de igual manera otras tantas. Lavó sus manos en el aljibe que aún no se había congelado. Las miró: duras, fuertes, heridas por los años. Sintió cansancio y aceptación, lo mismo que siente cualquier sobreviviente. Levantó la cabeza y le habló con fuerza al viento:
   - Treinta años y seguimos aquí, yo hablándole al aire y tú dándome la razón callando… mal que te pese… -sonrió con un atisbo de amargura, revoleando los ojos en sus órbitas, en un gesto tanto de ternura como de cómplice locura.
   Llevó su mirada hacia las afueras de sus tierras, más allá de los límites, al camino plagado de malezas y vehículos abandonados, camino que llevaba tiempo sin ser visitado. Ni por alguien que lo usara para llegar, ni por alguien que lo usara para irse. Tierra de nadie. O casi.
   - Esos idiotas que vinieron con sus aparatos, sus uniformes, su maldita Ciencia… ellos fueron originalmente los culpables de todo: buscaban “progreso” y trajeron destrucción, miseria… muerte -giró la cabeza hacia un costado y escupió-, no tenían interés en darme la razón, sólo querían saber por qué ellos no la tenían… “no es posible que sus verduras no estén contaminadas… hay veneno en el aire… el agua no se puede consumir… la tierra no se va a regenerar… la radiación esto… la radiación aquello…” radiación… ¡pfs! -bufó divertida y hastiada- por suerte ya perdieron las ganas de venir a molestar. A mí, principalmente, tu no tuviste que lidiar con ellos. Mejor, hubiera sido para peor si entendieran lo que yo entiendo… continuarían viniendo.
   Tomó una de las pequeñas sendas hacia el centro del huerto, dejando detrás las líneas de verduras, levantando un poco de polvo en algún tropiezo involuntario que casi le cuesta estrellarse contra el piso. Llegó a su destino, al levemente perceptible túmulo que se ubicaba justo en el centro del huerto, sin ningún tipo de marca o distinción. Miró al suelo con unos repentinamente suaves ojos lagrimosos.
   - Nunca nadie entendería que la respuesta a todo eras tú… para quedarme después de la explosión, para compartir en soledad esos años sin nadie más aquí que nosotros mismos, para soportar la enfermedad que no tardó mucho en llevarte, para enterrarte en la tierra que tanto querías… y para seguir protegiéndome desde ella, manteniéndola sana, purificando el agua, cuidando los cultivos, evitando que el veneno se apodere de este lugar… -sus ojos no contuvieron el llanto, ese que se filtraba sólo una vez al año, y que le daba calor líquido a sus arrugadas mejillas de anciana.
   Volvió a doblar sus rodillas, sin reparar ya en el dolor o las molestias. Estiró su mano y acarició la tierra con infinita dulzura, entregándole a ese suelo duro e inverosímilmente fértil todo el amor que no lograban expresar sus palabras. Y simplemente dijo:
   - Feliz aniversario… seguimos cultivando juntos.
  
ALEJANDRO LAMELA.-


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