CURIOSIDADES: CULTIVANDO EN CHERNOBYL


   Algo realmente curioso pasa con este cuento. Habiendo nacido a principios de los años 80s, me tocó tener cierta nebulosa comprensión de lo que fue el desastre de la explosión en la central nuclear de Chernobyl. No es que me lo hayan explicado científicamente en ese momento, o que los informes de los noticieros fueran muy claros sobre lo que había pasado (al menos, no lo eran para un niño de 5 años). Pero es indudable que de alguna manera ese suceso quedó grabado en mi memoria porque siempre llamó mi atención y pareció (tristemente) fascinante lo acontecido.

   Quizás era el germen de mi antihumanismo en una conciencia aún de niño, rudimentaria, sin pulir… quizás fue el miedo, el enojo, la tristeza de ver cómo la mano del ser humano (su avaricia, y también su estupidez) podían destruir lo que la naturaleza tan sabiamente había creado.

  En fin, siempre me llamó la atención y, con el paso de los años, cada vez que surgía alguna nota en los medios sobre el aniversario o alguna investigación sobre cómo esa área inhabitada seguía existiendo lejos de la presencia humana, la miraba o leía totalmente absorto, sin llegar a comprender del todo porqué me generaba tanta atracción.

   Unos cuantos años antes de escribir el cuento, leí un artículo periodístico que hablaba sobre cómo era la vida silvestre en la zona prohibida para los humanos: desde las jaurías de perros salvajes que no podían ser tocados por los cuidadores militares de la zona de exclusión, así como el peligro siempre latente de esa bóveda que parecía tener en sus entrañas los secretos más oscuros de lo que el ser humano es en esencia: la peor puta mierda que podría habitar jamás este planeta.

   Años después, otra nota me generó aún más interés: al parecer, la vegetación se había regenerado mucho más rápido sin la presencia humana de lo que lo haría en otras latitudes en las cuales nuestra especie estuviera presente ¡Aún a pesar de toda esa inmensa y destructiva radioactividad!

   Ahí fue cuando dije “acá hay un cuento que contar”.

   Paso un tiempo, no mucho. Inicié mi relación de pareja con Bárbara Quevedo (una relación de amistad que mutó con el paso de los años, sin necesidad de material radioactivo), y un día (sumergido en muchísimos conflictos personales, producto de mis ya innegables deficiencias afectivas), me salió decirle una frase que resumía cómo me sentía estando con ella (aunque no recuerdo si la primera vez que la pronuncié en voz alta fue en su presencia o en terapia; para el caso, da igual): -“siento internamente que estar con vos es intentar cultivar en tierra arrasada… cultivar en Chernobyl”.

   Sí, fascinante metáfora. Realmente se sentía así. Años y años de soledad, de abandono emocional autoimpuesto, de anhelo de compañía compatible, me hicieron sentir internamente que tenía toda una zona de exclusión que dejaba fuera toda presencia humana que pudiera acompañarme sentimentalmente en este camino. Pero Bárbara persistía tozudamente en seguir ahí (primero como amiga, luego como pareja… lo cual demuestra que la tozudez y/o estupidez humana no tiene límites).

   Pero no estaba ahí simplemente por estar, o por un rato (como los turistas a los que ya se les permitía visitar las ruinas cercanas a la central nuclear ahora ucraniana). Ella estaba ahí permanentemente… cultivando.

   Cómo se le ocurrió que podría haber vida aún debajo de esa superficie no lo supe y no lo sé al momento de escribir estas líneas. Supongo, como ya se lo dije más de una vez, que vio algo que no vio nadie más.

   Entonces se sumaron: Chernobyl, Bárbara, mi necesidad de darle forma a esa fascinación infantil por un lugar terriblemente asolado por la mano del hombre, y mi deseo de hacer justicia con esa persona tan especial que insistía por todos los medios sacar algo bueno de esa tierra herida, y hacerla rica en vida nuevamente.

   Así surgió “Cultivando en Chernobyl”.

   Utilicé un gerundio, porque es algo que creo que hizo, hace, y hará (pase lo que pase con nosotros) por muchísimos años, ya que (al igual que la radiación) los daños nunca terminan de repararse realmente.

   El cuento tenía que ser protagonizado por una pareja (nosotros), tenía que ser en ese lugar tan único (Chernobyl, aunque luego comprendí que los poblados llevaban otros nombres), tenía que ser la mujer quien hiciera la tarea pesada (Bárbara) y tenía que ser el hombre quien estuviera y no estuviera a la vez (yo), en una mezcla de lucha, amor, agradecimiento, desafío, locura, estupidez, cariño, vínculo, eternidad, incomprensión, y todo lo que le surja al lector mientras lee el cuento.

   Bueno, creo que tiene todo eso. Y obviamente esa vuelta de tuerca que suelen tener mis cuentos. También está la presencia de los otros, el resto de los humanos, no entendiendo.

   Nadie entiende mucho sobre cómo nos llevamos, y es mejor así. Yo no entiendo mucho cómo se llevan los demás, y cada vez me importa menos. Pero la “cabezadura” es ella (aún siendo yo descendiente de calabreses), la que sigue zapando la tierra, sigue confiando en que algo mágico hay en este lugar, aún a riego de que nadie la entienda, aún a riesgo de desperdiciar su vida en la tarea. Pero algo hay ahí abajo que hace que la tierra se regenere más allá de lo que uno puede entender.

   En fin, lo curioso es que lo escribí, se lo mostré, le gustó (creo), lo leí en una radio gracias a un certamen literario en el que el cuento logró una mención de honor (y hablé al aire sobre el mismo). Pero en medio de todo eso surgió una serie de TV muy buena, que se ganó muchos premios y fue alabada por la crítica. Y yo dije “la puta madre, todo el mundo va a pensar que el cuento lo escribí motivado por la serie”: Pues sí, o no, no importa.

   Lo que importa es la tierra. Y quien la cultiva.

   Gracias (cabezadura).-


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