El Predicador

  


   Contemplo su rostro. Está demacrado. Observo sus largas y nudosas manos apoyadas sobre la guitarra. Están temblando.  Vislumbro la lúgubre atmósfera que lo rodea. El silencio reinante parece concentrarlo y asfixiarlo a la vez.
   Lo miro. Hasta que finalmente me mira.
   Ya no recuerdo cuánto tiempo hace que nos conocemos, pero pareciera que desde siempre. Y como siempre, aquí estamos: él encerrado en sí mismo y yo intentando vislumbrar algún atisbo de humanidad en su persona. El resultado es perpetuamente el mismo.
   Ahí está. Tan impecable como perturbado. Siempre vestido de inmaculado negro. Su hábito. Siempre saliendo al escenario con una desgastada guitarra cruzada en bandolera sobre la espalda. Su cruz.
   En verdad puedo verlo: es un predicador.
   No hay mucho que indagar en ello. Toda su vida, o sus canciones (es imposible separarlas), hablan del Amor, de la Muerte, y de Dios. Cielo, Infierno y Juez. No creo que sea casual. En él nada lo es. Pero tengo la absoluta certeza de saber en cuál de esos lugares se ubicaría a sí mismo.
   Lejos han quedado los tiempos de su infancia, tan dulce y ruda como puede ser la de cualquier hombre pobre que lucha por ser honrado y sobrevivir al proceso. Él es un sobreviviente de su propio destino. Y eso es todo.
   Atrás han quedado los sermones de su madre, las sacras recomendaciones de su padre, y las eternas tardes en la Iglesia de su pueblo. Todo eso es su pasado, y siempre gusta de dejarlo atrás. Por desgracia, no se puede dejar atrás todo lo malo que uno a hecho sin que gran parte de lo bueno se pierda en el trayecto. Y aquella feliz e inocente niñez es la que paga el precio de su piadoso olvido.
   Sí, sin dudas, él se ha perdido y encontrado varias veces en el camino. Quizás tantas como lo he encontrado yo. Ambos perdimos la cuenta hace tiempo. A ninguno le importa realmente.
   Pero veo en la oscuridad de su mirada algo de aquél joven inocente que se empeñaba tercamente en creer que el mundo era tan justo como aquellos recios pero razonables tutores le inculcaban.
   Aunque se haya dado por vencido hace ya mucho tiempo.
   Sin embargo, helo allí. Persistiendo. Siempre solo. Como en este momento. Recorriendo los caminos con sus canciones y su pasado a cuestas.
   Él y su guitarra. Compañía y necesidad. Tan amada y odiada como cualquier mujer que haya pasado por su vida dejando huellas. Y ambas han sido verdaderamente muy pocas. Tan pocas como los dedos de su mano. Tan pocas como las tensas cuerdas en las que se mece.
   Es tal su unión con el instrumento que podría decirse que son uno solo. Ni siquiera usa una funda para protegerla (eso sólo los separaría). Apenas una correa que cruza sobre su espalda. Así va por el mundo. Ni siquiera le molesta que el rudo viento de las carreteras la desafine, o que el polvo la ensucie. “Es su bautismo”, dirá.
   Ahora lo tengo ahí, frente a mis ojos, y está tan desesperadamente solo como siempre.
   Es increíble. Un sujeto con su talento, su genio y carisma, podría tener a la mujer que quisiera. Pero no. Él sólo es plenamente feliz cuando ama con sufrimiento. Por eso el amor es un maldito laberinto en el que todas las salidas lo conducen al dolor.
   Y él lo necesita. Mucho más que cualquier otra droga.
  ¡Oh, sí!  Detrás de su hombro puedo ver lo que hay contra la pared del cuarto. Sé perfectamente lo que contiene. Una pequeña valija de cuero negro (¡Y él odia las valijas!) que debe guardar en su interior un mar multicolor de pastillas. Las necesita. Pero si alguien le preguntase, lo negaría. “Son mi medicina”, dirá. Y dará por concluido el asunto.
   A veces me pregunto porqué continúo siguiéndolo en estas giras itinerantes, sin ruta fija, sin rumbo pautado, sólo tocando en sitios inauditos para un artista como él. No lo sé. Supongo que hay algo en mí, un sádico deseo inconsciente, de querer estar presente en el momento de su derrumbe absoluto.
   Quizás de eso se trate. Sería como contemplar la destrucción de una sublime obra de arte, la muerte largamente anunciada de un verdadero milagro de Dios.
   Me pregunto si Él lo habrá olvidado. Tal vez se hayan olvidado mutuamente. Ése pudo haber sido el pacto. Uno más de aquellos que suele hacer cada miles de años con uno de sus ángeles caídos. Aquellos que renuncian a la gracia divina por puro desencanto, y reciben por castigo un eterno errar por la tierra, llenos de melancolía. Hasta el fin de sus días.
   ¡Y aquí estamos. Un nuevo destino en este viaje sin destinos!.
   Lo he visto tocar en cada antro infecto, en cada cloaca repugnante, en cada tugurio de perdición, que si no hubiera estado presente, no lo hubiera creído. Semejante virtuosismo derrochado entre aquellas almas condenadas de antemano, despojos de civilización.
   Y siempre está buscando nuevos y peores lugares en los que presentarse. Acaso lo haga para disimular sus propios horrores entre los ajenos.
   Pero ahora, en este mismo momento, salir a dar una función en la peor cárcel del condado, es lo más lejos a lo que ha llegado. ¿Qué busca con ello? Sólo él y Dios lo saben.
   Examino su postura frente a mí, mientras juguetea con un vaso lleno de whisky en una mano, y trato de divisar qué es lo que él sabe que yo desconozco. De seguro no es lo que va a pasar.
   Ambos, él y yo, sabemos perfectamente lo que ocurrirá cuando salga por esa puerta hacia el patio del que ya se escuchan algunos gritos de impaciencia.
   Él dejará atrás este improvisado camarín, saludará a su selecto y entusiasta público, y dará el mejor concierto de su vida, uno del que hablarán en todos lados aún años después de su muerte. Uno que esos reos, tan lejos de la felicidad del mundo exterior como él, disfrutarán como pocas cosas en su vida.
   Pero sólo ambos, él y yo, sabemos el lamentable estado en que se encuentra minutos antes de la hazaña.
   A nadie le importará saberlo.
   Él es un maldito. Se siente como tal. Se ve como tal. Se asume como tal. Por eso cuando le canta a los malditos (como aquellos que lo aguardan allí fuera), ellos lo escuchan.
   El sujeto sabe de lo que habla.
   Vuelve a mí la perfecta imagen del predicador. Les hablará en su lenguaje musical de sus vivencias, de sus penas, de sus horrores cometidos y sufridos. Y ellos lo alabaran porque se identificarán. Y él se reconocerá como uno más entre tantos.
   Él los convencerá, con las verdades más sagradas o las mentiras más vulgares, de que hagan el bien o el mal. No importa quién seas: si lo escuchas, el te convencerá.  Porque cada uno de ellos oirá lo que desee oír, lo que lleve en su propio interior.
   Ahora veo porqué se siente tan a gusto en estos sitios...
   Finalmente, llegó el momento.
   En sus ojos, no hay dudas, ni temores, o reproches. Sólo determinación. Alguien debe hacer el trabajo.
   Lo miro una vez más, y le grito, desafiante: “¡Andando predicador, es hora del espectáculo!”.
   Él no hace una sola mueca, pero algo en su mirada ha cambiado. Sólo hay una siega, sorda e inconsciente certeza: salir y hacer su magia.
   Ahora, ya es un profeta.
   Es en ese momento en el que tomo la guitarra, la cruzo en bandolera sobre mi espalda, acomodo los pliegues de mi negro traje, y salgo resuelto hacia el escenario.
   Dejando atrás el espejo.           

                                                      ALEJANDRO LAMELA.-

1 comentario:

  1. Chicho: leí Noche de lobos y me parece que ahí hay un poco de la película que me recomendaste ver del pibe que se va a Alaska, ¿puede ser?
    Abrazo.

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