SOMBRA Y POLVO


  
   Al culminar el último trazo de escritura sobre la amarillenta hoja, el viejo fraile levantó bruscamente la vista. El silencio de la biblioteca inundaba su ser y su alma con la más perfecta calma que podía imaginarse. Sin embargo, estaba perturbado.
   Una naciente inquietud había despertado en las profundidades de su apesadumbrada conciencia, y había convertido al férreo hombre de fe en una acobardada criatura de manos temblorosas.
   Sabía que lo que acababa de escribir, aquellos últimos garabatos caligrafiados sobre el áspero papel, habían sentenciado para siempre cualquier idea de tranquilidad que pudiera esbozarse en su existencia. La oculta verdad que había perseguido implacablemente durante toda su vida, se presentaba ahora frente a sus ojos con la faz más horripilante que un hombre puede llegar a contemplar:
   “…y al final, sólo quedarán sombra y polvo.”
   Cerró con violencia el viejo libro de tapas duras y desgastadas, y un denso soplo de polvo salió expelido del mismo. Giró la cabeza a un costado, confundido y azorado por la crudeza de sus descubrimientos, cuando volvió a levantar la vista sobresaltado.
   Algo había roto la milenaria costumbre del silencio sepulcral e inmutable que reinaba en ese santuario. Algo había lanzado un ahogado grito que hubiera aterrorizado al más ferviente hombre de Dios. Algo, finalmente, había decidido acabar con su tarea…
   Temblorosamente, con el rostro empapado por un sudor frío y nervioso, un sudor que sólo el espanto puede producir, se puso de pie tomando con firmeza el libro entre sus manos, y con paso presuroso se dirigió a la salida de la biblioteca. 
   Allí, al mirar por una de las ventanas, tomó conciencia de que no era de noche. El día aún no llegaba a su ocaso, pero el cielo se encontraba tan encapotado que las tinieblas cubrían la tierra de manera sobrenatural. Podía ver a través del sucio cristal cómo la siniestra ventisca levantaba una monstruosa cortina de polvo entre los riscos.
   Hasta que volvió a escuchar un sepulcral grito proveniente de las fauces de un ser maligno, maldito, espectral.
   Al oírlo, huyó despavorido hacia las escaleras.
   Las encontró absolutamente en penumbras y con su mano desnuda tomó una de las velas que aún permanecían encendidas en la base de las mismas. Con gran esfuerzo, el viejo religioso empezó a trepar por las escarpadas escalinatas de piedra que ascendían en forma de caracol hacia la torre mayor de la abadía, donde se encontraba el campanario.
   El monje pensaba que allí podría encontrar su salvación, podría hallar algún pequeño haz de luz que se escurriera entre las celosas nubes que cubrían el cielo.
   Trepó como pudo los últimos escalones, con la transpiración bañándole el rostro y la sucia toga desgarrada por los roces contra la rústica roca.
   Finalmente, el fraile logró llegar al rellano en el que se encontraba la enorme campana de bronce y comenzó a tirar de la cuerda que la hacía mover con las pocas fuerzas que le quedaban y una tras otra, las campanadas comenzaron a ganar fuerza.
   Pero en el momento de mayor fragor, en el instante en que el viejo monje creía tener cerca la salvación, volvió a escucharse el sonido de lo indecible. Un atronador aullido estalló a escasos pasos de donde se hallaba el anciano, proveniente de la escalera por la que él mismo había subido.
   Fue en ese momento, cuando el anciano pensó en la tarea de su vida, en aquél libro, en lo que representaba, en lo que contenía…
   Toda su existencia había dedico a investigar y traducir la oscura profecía que relataba la historia de un “Mal Naciente”, una Sombra que cubriría la faz de la Tierra, la venida de la bestial presencia que se abatiría sobre los hombres, trayendo la oscuridad y la ruina para siempre.
   Todo lo que él era y había hecho a lo largo de tantos años se encontraba en las páginas de aquél libro. Y ahora que la Sombra se había llevado uno a uno a sus compañeros, ahora venía por él.
   En ese instante, un soplo tremendo, incontrolable y desgarrador se lanzó desde las afueras del templo contra los ventanales del campanario, haciendo estallar los cristales en miles de pequeños fragmentos.
   El viento, impiadoso y cruel verdugo de aquél paraje, ingresó con toda su fuerza en el recinto, expulsando al fraile de su tarea, arrojándolo contra uno de los ventanales rotos y llenando el aire del lugar de un polvo oscuro y pestilente.
   El monje aferró con todas sus fuerzas el libro contra su pecho, y subió al marco del ventanal roto contra el cual lo había arrojado la ventisca. Con lo que quedaba de su ser, trató de estirar su brazo izquierdo sin desprender el derecho del libro, buscando ese rayo de sol, esa luz en las tinieblas que lo salvara.
   Pero justo en ese instante, el viento sopló con mayor furia y siniestra intensidad que nunca, lanzando al anciano hacía el vacío, precipitándolo cientos y cientos de metros contra las rocas que descansaban en la base del risco.
   Y allí, junto al cuerpo destrozado del anciano fraile, el libro de oscuras tapas se abrió de par en par, dejando al descubierto sus polvorientas hojas en las que solamente se repetía cientos y cientos de veces, en trazos manuscritos de tinta negra, la frase:
   …y al final, solo quedarán sombra y polvo”.

Alejandro Lamela

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